lunes, 26 de noviembre de 2018

Allá son Uds. gente; aquí no son nadie


René Olivares Jara



Rufino Blanco Fombona (1874-1944)


La anécdota va así. En 1901 el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona se encontraba en París, en donde en febrero de ese año conoce al ya entonces célebre y admirado Rubén Darío. Ellos eran uno de muchos otros escritores hispanoamericanos que con más o menos suerte intentaban desarrollar su carrera en la capital francesa. La afinidad de la pluma y de la extranjería los haría pensar en proyectos en común. Pero la de ambos fue una amistad con tensiones que iban de la admiración al rechazo. Y si no cortaron relaciones del todo, fue porque en el fondo había una mutua admiración. Las escenas entre ambos debieron de ser notorias, pues fueron recordadas por los testigos presenciales y adornadas por aquellos testigos no tan presentes. Como recordará el venezolano en su libro El modernismo y los poetas modernistas:

«Don Arturo Torres Rioseco, chileno, profesor en la Universidad yanqui de Minnéapolis, se propone escribir la biografía de Rubén Darío, y me hace el obsequio de inquirir el género de relaciones que hubo entre el magnífico poeta y yo. ¡Esta sola pregunta me ha hecho remover tantos recuerdos! «He sabido por algunos amigos de Rubén –me escribe el Sr. Rioseco– que entre usted y el gran poeta de Nicaragua existió cierta rivalidad, que algunas veces produjo desagradables incidentes». Tales informes son errados. Jamás tuve rivalidades con Rubén, a quien un tiempo quise mucho y a quien siempre admiré como a un altísimo poeta, como a un maestro. Mío lo fue. Máxime en los principios de mi carrera. Sin Rubén Darío, ni yo ni muchos otros –aunque lo callemos, mezquinos– seríamos lo que somos… Andando el tiempo, y ya en la plenitud de mi sazón intelectual, yo tomé por caminos diferentes a los de Rubén, y no diferentes, sino antagónicos. Yo (…) aspiro a lo humano, a lo eterno, por lo propio de mi ser, de mi tierra, de mi lengua y de mi raza. Él es un magno poeta a la europea, un exotista, un desarraigado.»


Rubén Darío en 1915, un año antes de morir.


La descripción de los intereses de cada uno deja en claro el antagonismo, sino personal, por lo menos poético entre los dos autores y que sintetiza una de las discusiones de por entonces en las letras hispanoamericanas: el cosmopolitismo. Este término se le achacó a Darío y a los modernistas, sobre todo de manera despectiva. Y en un gesto muy suyo, como lo fue con la misma palabra “modernista”, Rubén Darío lo apropió y lo usó como bandera de lucha. Será hasta unas décadas más tarde, en los estertores del mismo modernismo que uno de sus miembros, el chileno Francisco Contreras, intentará resolver la disputa al postular una estética nueva: el mundonovismo. Como lo dice el chileno en 1917: «No se trata, naturalmente, de instaurar un arte local o siquiera nacional, siempre limitado, sino de interpretar esas grandes sugestiones de la raza, de la tierra o del ambiente que animan todas las literaturas superiores, sugestiones que lejos de anular la universalidad primordial en toda creación artística verdadera, la refuerzan diferenciándola. Se trata sencillamente de crear el arte del Mundo Nuevo, quiero decir, de la tierra joven y del porvenir.» Todo esto, desde las páginas del periódico parisino Mercure de France. 


Francisco Contreras (1877-1933)


Sin embargo, antes de esta síntesis planteada por Contreras –y probablemente después– la idea de que lo extranjero, sobre todo si es europeo, es mejor que lo propio, es algo instalado a fuego en la mente de muchos latinoamericanos y, por lo mismo, también de muchos de sus escritores de esta región. A comienzos del siglo XX, el corazón de Europa era Francia y, en particular, París. El  mundo se movía en sus calles y todo artista quería pasar una temporada allí. El mismo Rubén Darío confesaría que: «Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida.» (La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, XXXII) Y si bien este “galicismo mental”, como lo llamaron sus detractores, abrió la puerta a la innovación en la poesía hispanoamericana, trae la pregunta de cuánto valor se le atribuye a lo propio. Y en definitiva, ¿qué es lo propio? 


Enrique Gómez Carrillo (1873-1927)


Sin duda, estas preguntas están detrás de una de las discusiones que marcará la relación entre Blanco Fombona y Darío. Pocos meses ya de conocerse en 1901, en el mismo bar Calisaya, ambos se encuentran ahí junto con Enrique Gómez Carrillo con la idea de fundar en París un periódico dedicado a la literatura. Sin embargo, al poco andar de las copas la discusión marcha hacia una valoración de lo latinoamericano. En su diario Blanco Fombona menciona lo siguiente:

«Después hablamos de América; y ambos se desatan en improperios, invectivas y desdenes contra nuestra pobre patria de Hispanoamérica. Yo la defiendo a capa y espada. De repente Rubén Darío se encara conmigo, y de un modo chocante y agresivo me habla de Venezuela. Si no lo abofeteo al punto, es porque respeto, en el borracho atrevido, al gran poeta. Rubén Darío concluye así, poco más o menos. –Le hablo de Venezuela para hablarle de algo ridículo de que, sin embargo, todavía se puede hablar. Pero yo no quiero deshonrarme pronunciando siquiera el nombre de mi país. Carrillo hace coro. –Sin embargo, señores, –rujo yo, lleno de aguardiente y de rabia– Uds. viven ambos de esa América que desprecian; y este París no les daría para comprar un sombrero. Ud., Carrillo, es cónsul de su país; Ud., Darío, aspira a serlo del suyo. Allá son Uds. gente; aquí no son nadie; allá son Rubén Darío y Gómez Carrillo; aquí el número 10 o el 25 del hotel. Uds., en el fondo son unos filistinos (insensibles), unos burgueses incurables: aman a París, a Francia, a la fuerza, a lo rico, a lo establecido, a lo estampillado, al éxito. ¡Yo no! Yo amo a América, a nuestra América; y aunque pobre, india, salvaje, piojosa, leprosa, la amo por esta sola razón: porque es mi patria, la patria de mi raza, la tierra de mi alma. Mientras más desgraciada y más obscura sea, la amo.»

¿Y cuál será la realidad hoy a más de cien años de estas palabras? ¿Qué pensarán de la América que dejaron los expatriados de nuestros pueblos americanos?


Sudamérica en 1888



Créditos:
Fotografía de los autores: Wikipedia.
Mapa de Sudamérica: "Sexto Padre Larumbe"

lunes, 19 de noviembre de 2018

En torno al arte III


Edgardo Anzieta


El arte advierte, con su propia plasticidad, de las insuficiencias en que se debate el fenómeno humano; parece ofrecer en todas sus ductilidades la realización de la posibilidad. Pero igualmente, con sus sujeciones a la naturaleza, con su raigambre (in)conciente y hasta en su desespero, está diciendo, clamando a la especie que el material humano no es moldeable a pedido, en el voluntarismo de la producción, en la tiranía del consumo.

Con su finalismo casi no finalista intenta colocar (ubicar) a la especie por el camino del equilibrio: no todo lo posible es deseable y parte de lo que se sueña puede y debe ser acto.

Y así como su  (pseuda) ley del placer parece gratuita, su realización en obras comprueba raigambre laboral, su cumplimiento –muchas veces secreto– de las leyes naturales que se relacionan con el dolor, por cierto, pero además el placer; la necesidad está inscrita en el escenario donde el arte se despliega, con gracia y con esfuerzo, con libertad y disciplina: su(s) síntesis...



Por eso yerran los poderosos cuando actúan como si el gran “escenario” mundo admitiese –soportase– el puro capricho de la voluntad; como si (todo) se tratase de trasladar tal energía, triturar cual material con tal intensidad, suprimir ese contorno –que era contraste, que era diversidad, que era ser, obligar a la especie más allá de las relaciones y redes que establece –constituye– la naturaleza, la necesidad: hasta la gratuidad posee un “propósito” fundamentado y expositivo y, solo entonces, funcional justamente por liberado o en liberación en su dimensión tanto proyectiva como determinadamente plausible.

La naturaleza es permeable y constante en cuanto redes infinitas, duras, no obstante generosas, que se abren en ella: la acción, resulta evidente, función e interacción de y con la vida.

El arte juega el papel, ahí, de demostrar que la supuesta medida olímpica de los poderosos sólo es control y administración de la posibilidad, que cierto racionalismo no más que máscara del sinsentido, que intenta (en)cubrir la violación de la interacción de la vida. Por eso se le ve huyendo con sus espiritualizaciones o afincando castigadamente con su sentido de lo “real”; en cada ocasión, ataca a un enemigo concreto de lo humano: el racionalismo reductor y en definitiva cruel lecho de Procusto que cercena, el irracionalismo descarnado y al mismo tiempo desmesurado y gélido en su vesania negadora y exterminadora. En cada ocasión aporta el sueño que está faltando en medio de la pesadilla que se ha vuelto existir, o la imagen ya cruda, ya precisa, que se escamotea a la conciencia y la acción; usurpaciones que culminan en silencio y muerte.

Su arcaica intuición, que no se le niega, es parte de un proceso natural de profundo significado -resultado- temporal y valórico: tiempo en dirección a la historia, espesor que desemboca y revela la conciencia de lo humano.




Este texto es la continuación del ensayo En torno al arte del poeta Edgardo Anzieta. Los primeros capítulos pueden leerse aquí: En torno al arte I y En torno al arte II.


Créditos de las imágenes:
"Germinación": https://naturalezagrow.com/blog/fases-fertilizacion-una-planta-marihuana/
"Cama de Procusto": https://diastixo.gr/epikaira/apopseis/2538-prokroustis-ladia

lunes, 5 de noviembre de 2018

Sobre la amistad


Maguy Blancofombona


Aristóteles


De su definición de la amistad [Aristóteles] queremos resaltar una reflexión que nos pareció muy importante, es la siguiente: si el amigo es querido por sí mismo, por sus virtudes; la medida de sí mismo la otorga él mismo, ya que es parte del que brinda la amistad hacia el otro. Esto quiere decir que se quiere al amigo por lo que es, pero también por el que es. Por consiguiente, para Aristóteles el ego no está en juego cuando existe la verdadera amistad porque el respeto debe ser absoluto.

Por su parte Platón, maestro de Aristóteles, le dedica un diálogo a la amistad, titulado Lysis, en él afirma que la amistad es un proceso que se construye y genera una transformación de sí mismo, al requerir tiempo, dedicación y apertura. La verdadera amistad es un deseo no recíproco e interesado.

Según la ética aristotélica debe existir una igualdad recíproca entre aquellos que quieren ser amigos, mientras que en el diálogo socrático, que encontramos en Lysis, en toda relación de afecto es indispensable un acercamiento pausado para evaluar lo que cada implicado tiene y al otro le falta. Para Platón la amistad es un intercambio afectivo entre personas que comparten afinidades. Los amigos no tienen que parecerse o ser iguales, como lo es para Aristóteles. Todo lo contrario: mientras más multiplicidad en las ideas y heterogeneidad en el pensamiento, más enriquecedora resulta la amistad, como afirma en la Política, en la República y en las Leyes.


Platón

Toda relación de afecto implica una búsqueda, un deseo y hasta un interés por alcanzar algo. No tiene que ver con el interés unilateral, por el contrario lo que funda la amistad debe partir del interés de las partes, lo que demuestra cierta sabiduría para el establecimiento y el desarrollo del vínculo de la amistad.



Fragmento del artículo "De la amistad. Una reflexión sobre Rubén Darío y Rufino Blanco-Fambona". En: Revista Centroamericana, 27.1, 2017, pp. 12-13
Imágenes: Wikipedia.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Sobre la condena eterna

Charles Baudelaire




 ¿Qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado por un segundo lo infinito del goce?

lunes, 22 de octubre de 2018

Los cuentos que no se extinguieron: Unanana y el elefante

versión de Pamela Uribe Valdés


En un texto que he leído del académico Celso Lara, se señala que en las sociedades que conocen la escritura, la tradición oral pasa a ser una vía de expresión de las culturas subalternas; literatura menor o menospreciada. En cambio, en los pueblos ágrafos se concibe como patrimonio colectivo. Es por ello que en sociedades en que la clase predominante se apropia de la escritura, las prácticas correspondientes a la oralidad se transforman en una especie de resistencia cultural o trinchera, dado que se constituyen en el reservorio cultural de los marginados.
Entre esas historias casi extintas por la cultura oficial, encontré un nombre que me pareció particularmente interesante: Lydia Umkasetemba. Nada se sabe acerca de ella, excepto que su nombre aparece junto a diez de los relatos de Henry Callaway publicados en el año 68 bajo el título de Nursery Tales, Traditions, and Histories of the Zulus: In Their Own Words. Su presencia fue pasada por alto por los grandes historiadores de la literatura de su propia etnia como Benedict Vilakazi y Herbert Dhlomo. Probablemente porque como se señaló en varias historias de la literatura sudafricana “las lenguas bantúes no tienen literatura”; una afirmación tantas veces repetida que terminó por convertirse en una “realidad”.



La historia original se titula “Unanana and the Elephant” y trata sobre una madre que nunca se rinde en la búsqueda de sus hijos. Es necesario mencionar que las historias zulúes se derivan a menudo de proverbios y éstos eran, generalmente, piezas de consejos formados por experiencias históricas, eventos y observaciones del comportamiento de la naturaleza. La historia “Unanana and the Elephant” se origina en un proverbio llamado Unanana-bosele, que significa una persona obstinada, tan obstinada como una rana y se aplica a aquellos que jamás renuncianante las  adversidades, por más difíciles que éstas puedan ser.
Otra observación interesante sobre este cuento corresponde al vínculo entre los animales y las características humanas. Es así como las ranas, en diversos cuentos zulúes, simbolizan la obstinación, mientras los elefantes, a diferencia de la tradición procedente de India que los representa como gigantes piadosos, en las culturas africanas se les  muestra como los villanos de la historia.
Además de todo lo anteriormente señalado, quisiera destacar la presencia de la mujer solitaria enfrentando retos inmensos se representa en la figura de Unanana buscando a sus hijos por la sabana. Lo que probablemente demuestre que una mujer, puede enfrentarse y triunfar sobre un obstáculo grande y difícil. Una representación feminista en un contexto absolutamente machista.
La historia de “Unanana y el elefante” dice más o menos así:



Hace muchos, muchos años, vivía en una cabaña una mujer llamada Unanana junto a sus dos hermosos hijos. Una mañana, Unanana fue al bosque a recoger leña y dejó a sus hijos jugando con su prima, una muchacha que vivía cerca de ellos. Los dos niños y la muchacha jugaron felices afuera de la cabaña.
De pronto escucharon un crujido en las hierbas cercanas y vieron que sentado en una roca los miraba un babuino con semblante curioso.
-¿De quién son esos niños? - le preguntó el babuino a la muchacha.
-Son los hijos de Unanana - respondió la muchacha.
-¡Bien, bien, bien! - Exclamó el babuino con su profunda voz y continuó diciendo - ¡Nunca antes había visto niños tan hermosos!
Después de decir esto, el babuino desapareció sorpresivamente y los niños junto a la muchacha retomaron su juego.
Al poco tiempo oyeron el leve crujido de una ramita y, al levantar la vista, vieron los grandes ojos marrones de una gacela que los miraba desde un arbusto. La tímida gacela desde los arbustos preguntó a la muchacha:
-Dime muchachita, ¿de quién son esos pequeños?
-Pertenecen a Unanana - respondió la muchacha.
-¡Bien, bien, bien! -  Exclamó la gacela y con su suave voz continuó: ¡Nunca antes había visto niños tan hermosos! - y con un elegante salto desapareció tras los arbustos.
A esa hora y con los implacables rayos del sol de mediodía sobre sus cabezas, los niños ya cansados de jugar se dieron una pausa. Tomaron, entonces, una pequeña calabaza, la sumergieron en una gran olla llena de agua que estaba junto a la puerta de su choza y bebieron hasta saciarse.
Inesperadamente, un rugido agudo que les hizo erizar la piel los tomó por sorpresa, fue tanto el temor que la joven muchacha aterrorizada dejó caer su calabaza derramando todo el preciado líquido sobre la agrietada tierra. Cuando los muchachitos alzaron la vista pudieron ver ya casi sobre ellos el cuerpo manchado y los ojos traicioneros de un joven leopardo que se había deslizado sigilosamente hacia ellos.
-¿De quién son esos niños? - Exigió con mirada amenazante el leopardo.
-Pertenecen a Unanana - respondió con voz temblorosa la muchacha, mientras retrocedía lentamente hacia la puerta de la cabaña en caso de que el leopardo se lanzara hacia ellos. Pero, para suerte de los niños, en ese momento el joven y manchado cazador no estaba interesado en atrapar comida. Es por esto que exclamó:
- ¡Nunca antes había visto niños tan hermosos! - y con un movimiento de cola se desvaneció tras los arbustos del monte.
Los niños sintieron miedo de todos estos animales que se acercaban a ellos y les hacían tantas preguntas. Probablemente producto de ese miedo comenzaron a llamar fuertemente a Unanana para que regresara, pero en lugar de su madre, un enorme elefante con un solo colmillo salió detrás de un gran arbusto y se quedó mirando a los tres muchachitos que, en ese momento, estaban demasiado asustados como para moverse.
-¿De quién son esos niños? - Le gritó el elefante a la prima pequeña, agitando su trompa en dirección a los dos hermosos niños que trataban de esconderse detrás de una enorme roca.
-Ellos... pertenecen a Una... Unanana - titubeó la niña.
El elefante dio un paso adelante.
-¡Nunca antes había visto niños tan hermosos! - tronó - ¡Me los llevaré conmigo! - y abriendo de par en par la boca se tragó a los dos niños de un solo bocado.
La joven muchacha gritó aterrorizada y entró corriendo a la cabaña. Desde la oscuridad y la seguridad de la choza, escuchó cómo los pesados pasos del elefante se volvían cada vez más débiles mientras el sonido era devorado por la inmensidad de la sabana.
No fue hasta mucho después que Unanana regresó trayendo un gran manojo de madera sobre la cabeza. La niña salió corriendo de la casa en un estado terrible y pasó un tiempo antes de que Unanana pudiera entender toda la historia que ella trataba de contarle.
-¡Ay! ¡Ay! - Dijo la madre. - ¿Los tragó enteros? ¿Crees que todavía podrían estar vivos dentro del estómago del elefante?
-No lo podría decir - , dijo la niña, y comenzó a llorar aún más fuerte que antes.
-¡Bueno! - dijo calmadamente la madre. - Solo hay una cosa que hacer. Debo ir al monte y preguntar a todos los animales si han visto un elefante con un solo colmillo, pero primero debo hacer los preparativos.
Entonces Unanana tomó una olla y cocinó muchos frijoles hasta que estuvieron suaves y listos para comer. Luego, agarrando su cuchillo más grande y colocándose la olla con la comida en la cabeza, le dijo a su sobrina que cuidara de la cabaña hasta que ella y sus pequeños regresaran y partió hacia la inmensidad en busca del elefante de un solo colmillo.
Unanana pronto encontró las huellas del enorme animal y las siguió a cierta distancia, pero el elefante no estaba por ningún lado. En ese momento, cuando cruzó algunos árboles altos y sombreados se encontró con el babuino.
-¡Oh, babuino! ¡Ayúdame! – Suplicó la madre - ¿Has visto un elefante con un solo colmillo? Comió a mis dos hijos y debo encontrarlo.
-Siga recto por este camino hasta llegar a un lugar donde hay árboles altos y piedras blancas. Allí encontrarás el elefante -  dijo el babuino.
Entonces la mujer, agradecida de su ayuda, siguió por la pista polvorienta durante mucho tiempo, pero no vio señal alguna del elefante.
Repentinamente, notó una gentil gacela saltando junto al camino.
-¡Oh, gacela! ¡Ayúdame! ¿Has visto un elefante con un solo colmillo? – Preguntó nuevamente la mujer - Él ha comido a mis dos hijos y debo encontrarlo.
-Siga recto por este camino hasta llegar a un lugar donde hay árboles altos y piedras blancas. Allí encontrarás el elefante -dijo la gacela mientras se alejaba saltando ágilmente.
-¡Dios mío! - Suspiró Unanana - Parece un camino muy largo y estoy tan cansada y hambrienta – se decía, mientras tomaba un pequeño descanso antes de continuar.
Pese al hambre y al cansancio la mujer no comió la comida que llevaba, ya que eso era para poder dárselo a sus hijos cuando los encontrara. Mucho caminó Unanana, cruzó arbustos y pasó por entre las rocas. Una y otra vez miraba la inmensidad si es que podía divisar al elefante de un solo colmillo. Finalmente, un poco perdida y desesperada dobló en una curva del camino y vio a un leopardo sentado afuera de su cueva, lavándose con la lengua.
-¡Oh, leopardo! – Exclamó la mujer dejando un vacío de cansancio - ¡Ayúdame! ¿Has visto un elefante con un solo colmillo? Comió a mis dos hijos y debo encontrarlo.
-Siga recto por este camino hasta llegar a un lugar donde hay árboles altos y piedras blancas. Allí encontrarás al elefante - respondió el leopardo, mientras inclinaba su cabeza y continuaba su baño.
-¡Ay! - Se quedó sin aliento Unanana. - ¡Si no encuentro ese lugar pronto, mis piernas no me llevarán más!
Caminó un poco más tambaleándose de cansancio hasta que, de pronto, delante de ella vio algunos árboles altos con grandes piedras blancas extendidas por el suelo.
-¡Por fin! – Exclamó la mujer mientras corría hacia el lugar. Allí encontró a un enorme elefante que yacía satisfecho a la sombra de los árboles. Una mirada fue suficiente para darse cuenta que solo tenía un colmillo, así que acercándose lo más que pudo, ella gritó con furia:
-¡Elefante!, ¡Elefante! ¿Eres tú el que ha comido a mis hijos?
-¡Oh no!, - Respondió perezosamente. - Siga recto por este camino hasta llegar a un lugar donde hay árboles altos y piedras blancas. Allí encontrarás el elefante que buscas – le respondió el gran animal sin moverse de su lugar.
Pero la mujer estaba segura de que éste era el elefante que buscaba y pateó su pie. Entonces le gritó de nuevo:
-¡Elefante!, ¡Elefante! ¿Eres tú el que ha comido a mis hijos?
-¡Oh, no! Siga recto por este camino... - comenzó a repetir nuevamente el elefante, pero fue interrumpido por Unanana que corrió hacia él agitando su cuchillo y gritando:
-¿Dónde están mis hijos? ¿Dónde están?
El elefante abrió la boca y, sin siquiera levantarse, tragó a Unanana con la olla y el cuchillo de un solo bocado. Sin embargo, eso era justo lo que Unanana había esperado. Entonces la mujer bajó, bajó y bajó en la oscuridad, hasta que llegó al estómago del elefante. ¡Qué espectáculo encontraron sus ojos! Las paredes del estómago del elefante eran como una cadena de colinas y acampando entre estas colinas había pequeños grupos de personas, muchos perros y cabras y vacas y sus dos hermosos hijos.
-¡Madre! ¡Madre! - Gritaron cuando la vieron. - ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Oh, estamos tan felices, pero también hambrientos!
Unanana bajó la olla de su cabeza y comenzó a alimentar a sus hijos con los frijoles que había preparado. Los muchachos comieron con voracidad mientras todas las personas y animales que allí se encontraban se agolparon junto a la familia pidiendo solo una pequeña porción de la comida, por lo que Unanana les dijo maliciosamente:
-¿Por qué no asan carne por sí mismos, viendo que están rodeados de ella?
Acto seguido, Unanana tomó su cuchillo y cortó grandes trozos de carne del elefante y los asó sobre el fuego que había encendido. Pronto todos quienes se encontraban allí, incluidos los perros, las cabras y el ganado, se deleitaron con la carne de elefante.
Por otra parte, en la sabana resonaban poderosamente los gemidos del pobre elefante. Todos los animales de los alrededores se apresuraron para descubrir la causa de aquellos ruidos tan aterradores. Ante las curiosas preguntas de los visitantes, el elefante sólo pudo responder:
-No sé qué es, pero desde que me tragué a esa mujer llamada Unanana me he sentido muy incómodo y perturbado por dentro.
El dolor empeoró cada vez más, hasta que, con un gruñido final, el elefante cayó muerto. Entonces Unanana volvió a tomar su cuchillo y abrió una salida entre los desgarrones del elefante a través de los cuales pronto corrían perros, cabras, vacas, hombres, mujeres y niños, todos parpadeando bajo la fuerte luz del sol y gritando de alegría por ser libres una vez más.
Los animales ladraban, balbuceaban o gritaban su agradecimiento, mientras los seres humanos le entregaban a Unanana todo tipo de regalos en agradecimiento a ella por haberlos liberado, de modo que cuando Unanana y sus dos hijos llegaron a casa, ya no eran pobres.
La pequeña prima estaba feliz de ver a su familia de regreso y ver a muchas otras personas y animales caminando tras de ellos. Esa noche, para celebrar tuvieron un banquete. ¿Puedes adivinar lo que comieron? Sí, carne asada de elefante.



Créditos de las imágenes:
-Elefante en blanco y negro: "African Bull Elephant" (c) Runjiv J. Kapur.
-Modre zulú con su hijo: Nomad Tours