martes, 8 de julio de 2025

Caballos y Libros

Burkhard Spinnen

 

 

Traducción por René Olivares Jara 

 

 


 

Hacia el final del siglo XIX las grandes ciudades de este mundo estaban tan llenas de coches y carruajes como hoy están llenas de autos. Quien era vecino de una calle principal y podía permitírselo, esparcía paja sobre la vía para reducir el ruido de las ruedas con herrajes y de las herraduras sobre los adoquines. En el Manhattan del año 1880 vivían cerca de 80.000 caballos, en el Londres del penúltimo fin de siglo había cerca de 300.000, en Berlín en la misma época tiraban por sí solos 30.000 caballos los omnibuses y coches de plaza. El correo de Berlín mantenía cerca de 1600 caballos. 

 

En las ciudades los caballos eran omnipresentes. Algunos volvían por las tardes a los suburbios rurales, pero muchos pasaban también la noche en la ciudad. Dependiendo del propietario y del uso, vivían en establos separados o en ampliaciones en edificios de departamentos a los que se accedía a través de los patios traseros. El correo y distintas empresas de transporte, como el servicio lechero berlinés de la firma Bolle mantenía establos de varios pisos en medio de la ciudad. En los pisos superiores los animales eran guiados por escaleras anchas con peldaños lisos. 

 

 


 

Junto a la alimentación para la población llegaban diariamente a la ciudad grandes cantidades de comida para caballo. Alrededor de 1900 los corceles londinenses comían diariamente 1200 toneladas de avena y 2000 toneladas de heno. Para eliminar los excrementos acumulados de los caballos, cerca de quince kilos diarios por cada uno, se desarrolló un sistema completo de reciclaje. El excremento era recogido y se usaba como abono, pero también era secado y utilizado como combustible. Sin embargo, ya en los años de 1880 existía el temor de que las ciudades se ahogaran en estiércol de caballo. Por cierto, ellos también morían en las grandes ciudades, docenas por día. Luego, sus congéneres llevaban los cadáveres a los mataderos. En especial las carnicerías los transformaban en alimento. Así es como los caballos eran completamente consumidos por la ciudad. 

 

Por el contrario, alrededor de 1900, e incluso hasta la I Guerra Mundial, los autos eran una excepción y una rareza en las calles de las ciudades. En el campo apenas se veían vehículos motorizados. Si en esos años alguien hubiese profetizado que en un futuro próximo el automóvil y el tractor sustituirían completamente al caballo, probablemente habría generado muchas objeciones e incluso, provocado burlas. Probablemente se habría dicho que la motorización podía tener una que otra ventaja, pero sería un tonto quien creyera que se pudiese prescindir alguna vez del caballo. Si ahora cerrara los ojos y volviera a oír la época alrededor de 1900, escucharía entonces todos los argumentos: el auto es demasiado caro, demasiado peligroso y demasiado complicado; es espantosamente ruidoso y esparce un hedor repugnante. Además, y esto habría sido el argumento más fuerte, a diferencia del caballo, el auto es un aparato absolutamente sin nimbo ni aura. 

 

Y entiendo esta objeción en contra de la motorización. Ella vino con bastante naturalidad, casi desde las profundidades de la experiencia cultural. Alrededor de 1900 la humanidad no podía imaginarse en absoluto su vida sin el caballo. Desde hace siglos, no, milenios, personas de todo el mundo habían crecido con el caballo como su animal de compañía más importante. Sólo con caballos se podían transportar personas y bienes por las grandes rutas terrestres. Los caballos eran la ayuda más importante con el trabajo pesado. Ninguna catedral, ningún palacio, ningún puente habría podido ser construido sin ellos. Y, finalmente, una agricultura sin caballos apenas habría alimentado a la humanidad. 

 

La propiedad de caballos era, por lo tanto, desde tiempos inmemoriales, una de las primeras pruebas de riqueza, poder e importancia. Los reyes se hacían pintar a caballo. Caballos adornan hasta ahora los escudos de armas de casas nobiliarias y de reinos. Incluso las estructuras de los Estados Democráticos todavía tienen caballos en sus escudos de armas, por ejemplo, los Estados Federados de Baja Sajonia y Renania del Norte-Westfalia. Una persona con caballo no era solamente más fuerte, también era una persona mejor y más noble. Un caballero no era sólo un jinete, sino también un noble.* 

 

 

Escudo del Estado Federado Alemán de Baja Sajonia

 

 

 


Escudo del Estado Federado Alemán de Renania del Norte-Westfalia




Finalmente, en lo que respecta a la guerra, el caballo siempre había sido el mejor garante de fortaleza y superioridad. Todavía en la Guerra Civil Estadounidense de los años de 1860 no se consideraba a la artillería como el arma definitiva, sino un buen ataque organizado de jinetes. Y, aunque entonces ya se comprobó la superioridad del fuego de infantería sobre la fuerza de las masas de caballos a la carga, los líderes del ejército se aferraron incluso hasta la I Guerra Mundial en la antigua doctrina de la superioridad del arma equina. Hasta hoy resuena esta convicción en una metáfora. Quien requiere del ataque con el mayor poder posible, llama todavía a la caballería.

 

 

 

Sin embargo, entretanto nos burlamos de la confianza y la fe al caballo de las personas de alrededor de 1900. Porque no tenían en absoluto la razón. De hecho, el siglo XIX fue el último siglo de los caballos. Ulrich Raulff lo ha descrito en su libro del mismo nombre tan genial y conmovedoramente que al lector le puede despertar el anhelo por esta época. Sin embargo, después de 1900 el caballo desapareció, contemplado en tiempo histórico, en el transcurso de un parpadeo. Dejó las ciudades, el campo y los ejércitos, mientras que simultáneamente autos, camiones, tractores y tanques asumían todas sus funciones. Ya en 1938, más de tres millones de vehículos estaban registrados, en Alemania, entretanto había sobre sesenta millones de caballos. La última unidad de caballería fue disuelta en los años de 1950 en el Ejército Rojo, en donde se había conservado como un fósil histórico. Quien viene hoy a Viena, visita los pocos coches de alquiler en sus puestos como extravagantes obras expuestas en el museo. Si frente a la propia puerta de la casa pasa un coche con un traqueteo de cascos, uno se acerca a la ventana y sacude la cabeza. 

 

 

  

Y, en general: Dondequiera que se ve un caballo que sigue haciendo lo que hizo durante miles de años para servir al hombre, espontáneamente se piensa: ¡Qué encantador! E inmediatamente después: ¿Cómo fue posible? ¿Cómo pudimos fundar el funcionamiento y el mantenimiento de nuestra sociedad en las fuerzas comparativamente modestas de tal ser vivo sensible y arisco? 

 

Caballos, estos seres hermosos y pacientes, sin los cuales nuestra civilización no habría podido alzarse, hoy han encontrado su último refugio en el mundo occidental como aparato viviente de pasatiempo y deporte. Son bien cuidados y bien tratados. A menudo, incluso, amados, en especial por muchachas y mujeres jóvenes, es decir, precisamente por quienes habían estado mayoritariamente excluidas del antiguo mundo del caballo como mundo de hombres. Es como si estuviéramos intentando enmendar en unos pocos ejemplares de la especie caballo lo que les hemos hecho a millones de congéneres, cuando los hemos ocupado, agotado, maltratado, golpeado y, en innumerables guerras con caballos, incluso aniquilado, los hemos matado de hambre y despedazado. Sin embargo, como siempre también: En este país el caballo es historia. 

 

Y ahora, algo de cien años después de que el peligro mecánico comprobara su habilidad de “vencer” al caballo tanto en lo cotidiano como en la guerra, hablamos de esto otra vez: si un invento moderno podrá reemplazar y sustituir a un antiguo acompañante del ser humano. Se trata del libro electrónico. ¿Se liberará el texto de las riendas del papel? ¿La lectura se parecerá al manejo de una terminal digital como un monitor, una tableta o un celular inteligente? 





Con frecuencia escucho en tales debates sobre el futuro un “¡No!”, pronunciado con un profundo tono de convicción. Seguramente, así se dice, el libro electrónico tiene tal o cual ventaja, sin embargo, nunca podría sustituir al libro impreso. El libro sería una expresión tan prominente, quizás incluso la verdadera de nuestra cultura y civilización. El libro tiene tradición y aura, encarna distinción y dignidad. Jamás, así se dice, prescindiríamos de ello. Aunque sólo fuera porque no podríamos hacerlo. 

 

A mí también me gustaría pensar en eso. Sin embargo, entonces, siempre se me viene a la memoria lo fácil y lo rápido que pudimos prescindir del caballo. La tecnificación y la movilización de nuestra vida eran procesos incontenibles en los siglos XIX y XX, hoy lo son la digitalización y la computarización, cuyo hijo, relativamente tardío, es el libro electrónico. En muchas áreas de nuestra comunicación cotidiana la lectura de textos en monitores estacionarios o movibles, sin utilizar papel impreso, es ya la regla. ¿Quién escribe cartas todavía, cuando los correos electrónicos, apenas redactados, ya están junto a su destinatario, quien los lee rápidamente desde la pantalla? La comunicación empresarial, el intercambio de datos en la ciencia, todo esto es apenas concebible sin las vías digitales de transmisión. 

 

Como era de esperar, el mundo de la literatura es el que se opone con más fuerza a su digitalización definitiva. Aquí viven, así quizás podría decirse, los últimos caballeros del Mundo del Texto. Sin embargo, hay razones importantes para eso, de por qué aquí también podría finalizar la Época de Gutenberg. Después de todo, el auto y el tractor, por no hablar del tanque, no habrían sustituido al caballo ni mucho menos, sino por su fuerza, su resistencia y su cierta frugalidad. También hay buenos argumentos para el libro electrónico. 

 

No obstante, quisiera dejar eso a otros, la descripción de las ventajas de la lectura digital o las ventajas ecológicas de la publicación sin papel. Estoy demasiado apegado a los libros para eso. Desde que puedo leer, los libros me han abierto el mundo, no los datos. Los libros fueron mis acompañantes, mis compañeros de departamento, mis ayudantes, mis amigos y lo son hasta hoy. Lograr escribir libros por mí mismo, fue y sigue siendo el cumplimiento de mi sueño más atrevido. 

 

Por eso quisiera, sin pretensiones de exhaustividad, detallar una vez en este libro, lo que perderé, en caso de que el libro deba dejarme alguna vez. Con ello no deseo extraer argumentos “pro libro” hasta ahora desconocidos. Más bien me dedicaré a todas las cosas maravillosas que yo y todo los que vivimos en la cultura del libro, damos por sentado. Todo aquello que resulta tan familiar que sólo lo reconoces plenamente cuando lo echas de menos. 

 

 

 

 

 Nota

* En el original: “Ein Ritter war ein Reiter, ebenso ein Chevalier. Literalmente es "Un caballero era un jinete, asüi como un caballero." Debido a que en español "Ritter" y "Chevalier" se confunde, he preferido una versión menos literal. (Nota del Traductor.)



El presente texto es una traducción del primer capítulo de Das Buch (El libro) del autor alemán Burkhard Spinnen (1956). Le damos las gracias a él y a la Editorial Schöffling & Co. por permitirnos traducir parte de este libro que todavía no circula en español.

 

 


Créditos de las imágenes

(cc) Wikipedia, excepto por la portada de los libros Das Buch (c) Schöffling & Co. y Der letzte Jahrhundert des Pferdes, (c) Editorial C. H. Beck.