lunes, 26 de junio de 2023

El pasado siempre vuelve (I)

 Jon Vendon




Día 4. 20 de diciembre. Base Miguel de Cervantes, el Líbano.

 

     El capitán Martínez se despertó con escalofríos y dolor de cabeza. Miró su reloj de pulsera, eran las 05:47 h. Se levantó de la cama con dificultad y se acercó a la mesa, iluminada tenuemente por la lámpara de techo nocturna. Se colocó el termómetro de mercurio —una reliquia, pero lo consideraba más fiable que los electrónicos— y esperó unos minutos. 39,5 ºC era la temperatura que marcaba el termómetro. Cogió una linterna clínica y, como pudo, se aproximó hasta las camas de los otros ocho ocupantes de la improvisada habitación para tomarle uno a uno la temperatura. Todos tenían fiebre, y algunos, aquellos que enfermaron antes, mostraban erupciones en la lengua y la boca. A pesar de los retrovirales que les habían administrado el día anterior, la enfermedad avanzaba inexorable. Caminó con dificultad hasta la entrada, abrió la puerta y se encontró con el soldado de guardia de la UME.

 

     —Tengo que hablar con el teniente. Es urgente.

     El interfono sonó a las siete menos dos minutos. Marisa observó por la pequeña pantalla incorporada el rostro inconfundible de Miguel. Estaba igual que cuatro años atrás, con su perenne sonrisa, aunque con menos pelo en la cabeza y alguna arruga más en el rostro.

     —Buenos días —saludó Miguel mostrando a la cámara del interfono una bolsa de la chocolatería San Ginés.

Situada en el pasadizo que le daba nombre, San Ginés era la chocolatería preferida de Marisa en Madrid. Su chocolate con churros le había granjeado fama mundial, aunque a ello también había contribuido que, «La Escondida», como se la conocía durante la segunda república, hubiese sido escogida por los bohemios y los eruditos de las artes y las letras.

     —Si no me abrís se van a enfriar los churros y el chocolate.

     —Buenos días, Miguel. Anda entra —contestó Marisa mientras presionaba el botón de apertura del portón de acceso al jardín y abría la puerta de entrada al chalé.

     Vestido impecablemente con su uniforme militar, Miguel traía además un ramo de rosas. Echó un vistazo a su alrededor y se dirigió hacia las escaleras de acceso al porche.

     —Estás preciosa, como siempre. Ten —dijo, entregándole el ramo de rosas—, ponlas en un jarrón con agua, pero antes dame un par de besos, no los guardes todos para el engreído de tu marido.

     Ambos se besaron en la mejilla y, en la proximidad, ella percibió el olor característico de la crema de afeitar de Miguel, aquella que a Marisa siempre le había gustado.

     —¿Dónde está el señor de la casa? —preguntó Miguel.

     —Aquí —respondió Carlos mientras salía de la cocina y se dirigía hacia la mesa del comedor, donde depositó la bandeja con el desayuno, consistente en galletas caseras, tostadas, su mermelada de arándanos, tres tazas grandes, una cafetera humeante y dos jarras: una de cerámica con leche y otra de vidrio transparente con zumo de naranja recién exprimido.

     —Yo he traído chocolate y churros de San Ginés —dijo Miguel mientras alzaba la bolsa cual trofeo—. Y lo mejor de todo, están calientes. No sé con qué material fabrican estos recipientes para que mantengan la temperatura el chocolate y los churros —comentó mientras extraía de la bolsa tres vasos de plástico y otra bolsa de papel de la que sobresalían una docena de churros—, pero antes dame un abrazo.

     Miguel dejó la bolsa junto a la bandeja y se fundió en un abrazo con Carlos, con palmaditas en la espalda incluidas. A Marisa, que acababa de colocar las rosas en un jarrón de barro, le parecía que ambos competían por ver quién las daba más ruidosas.

     —Coño, Carlos. Estás igual, parece que no hayan pasado ya cuatro años.

     —Cuatro años, dos meses y dieciséis días —concretó Carlos.

     —Lo que digo, no has cambiado un ápice. Ese supercomputador que tienes por cerebro está en perfectas condiciones.

     —¿Desayunamos? —sugirió Marisa.

     —Por supuesto, tengo un hambre canina —respondió Miguel.


 

      Los tres dieron buena cuenta del ágape, comenzando por los churros con chocolate.

     La conversación durante el desayuno fue banal, centrándose en la exquisitez de los alimentos. Cuando ya habían finalizado de comer, Marisa hizo una pregunta que la inquietaba:

     —¿Y Sonia y Miguelín? ¿Cómo están?

     Un día, más de cuatro años atrás, cuando la relación entre los dos matrimonios era algo habitual, Sonia, la mujer de Miguel, le había contado que su matrimonio zozobraba.

     La sempiterna sonrisa de Miguel desapareció. Se limpió los labios con una servilleta y con gesto serio dijo:

     —Sonia y yo nos hemos dado un tiempo, hace meses que nos separamos. Ahora vivo solo en una buhardilla de La Latina, cerca de la basílica de San Francisco.

     —Lo siento mucho —se lamentó Marisa.

     —No te preocupes. Son cosas que pasan, sobre todo en nuestra profesión.

     Nada más decir la frase, Miguel se arrepintió. Poco antes del atentado de Irak, Marisa y Carlos habían atravesado una crisis que casi acaba con su matrimonio. Paradójicamente, ver la muerte tan cerca los unió.

     —Miguelín ha crecido mucho, está así de alto. —Extendió el brazo a la altura de su tórax para orientarles sobre la estatura de su hijo—. Lo veo cada dos semanas si mis obligaciones me lo permiten. Me lo quedo el fin de semana que me corresponde, siempre que puedo, claro. 

 


     Los ojos de Miguel se tornaron vidriosos y Marisa sintió lástima del hombretón. Miguel siempre había sido la felicidad personificada, irradiaba optimismo y era el gracioso de las reuniones, pero también se sentía mal consigo misma. Poco antes de retirarse a su chalé de la sierra madrileña, ella y Carlos ya habían decidido empezar una nueva vida, una en la que no tuviesen cabida las amistades de la agencia, lo que incluía a las esposas o las parejas de los compañeros de su marido. Ahora era consciente de que había cometido un error. Sonia, Marisa, Carla y Paloma habían congeniado muy bien. Se reunían en la casa de alguna de ellas o salían de compras cuando alguno de sus maridos estaba en una misión. Compartían sus alegrías, pero también sus penas. Hacían de dique de contención cuando la marea del miedo crecía en alguna de las cuatro. Y ahora hacía más de cuatro años que no sabía nada de ninguna de las tres. La embargó una profunda sensación de tristeza y arrepentimiento. Ellas, especialmente Sonia, le habían dado ánimos para darle una oportunidad a su relación con Carlos cuando esta pasaba por sus peores momentos. Sentía que las había traicionado, que había sido una egoísta, y se consideraba, en parte, responsable de la ruptura de un matrimonio. Tenía que volver a hablar con ellas, de momento empezaría con Sonia.

     —Miguel, si no te importa, ¿puedes darme el número de teléfono de Sonia? Es que al trasladarnos perdimos el contacto y no sé si sigue manteniendo el mismo número.

     —Sigue teniendo los mismos números telefónicos, tanto de la línea fija como del móvil, pero te los facilito, por si acaso.

     Miguel le dijo los números telefónicos de Sonia y Marisa los introdujo en la agenda de su móvil. A ella le resultaban familiares, lo que indicaba que Miguel tenía razón y, por tanto, los debía tener anotados en la agenda telefónica de papel.

     —Sonia ha cambiado de trabajo —continuó Miguel—, ahora está en una gestoría de la calle Serrano. No suele llegar a casa antes de las seis de la tarde, pero la puedes llamar al móvil a cualquier hora.

     —Gracias —dijo Marisa.

     —Supongo que le hará ilusión hablar contigo. Erais buenas amigas, ¿no?

     —Sí que lo éramos —contestó ella con una inflexión de tristeza en su voz.

     —Creo que ya es hora de que nos vayamos —comentó Carlos mientras se levantaba y la luz matutina que atravesaba las ventanas del comedor se reflejaba en las condecoraciones de su traje de oficial de la marina.

     Miguel retomó su sonrisa y le dio un par de besos de despedida a Marisa.

     —Te prometo que lo cuidaré y te lo traeré enterito.

     —Más te vale —le dijo Marisa.

     Miguel se dirigió hacia el porche de la casa dejándolos un momento a solas para que se despidiesen. Marisa agarró las solapas de la chaqueta de Carlos, se puso de puntillas y le besó.

     —Cuídate y llámame a menudo. Ah, y cuida también de Miguel. Os quiero a los dos de vuelta.

     Él la miró a los ojos antes de hablar.

     —Te quiero más que a nada en el mundo, y no voy a dejar que nada ni nadie nos separe. Ahora me tengo que ir, ya sabes lo poco que me gustan las despedidas. Te llamaré —le dijo mientras se encaminaba hacia la puerta y ella se quedaba de pie, aguantando las lágrimas hasta que los dos amigos partiesen hacia un incierto destino.

     Los dos uniformados se calaron las gorras y avanzaron hasta el portón de la valla, fue en ese momento cuando Carlos se giró y vio a Marisa en el porche del chalé. Ella se llevó los dedos de la mano a la boca para lanzarle un beso de despedida que Carlos le devolvió. Marisa se giró, entro en el salón y cerró la puerta. De pronto, le asaltó una sensación de tremenda soledad, de miedo, algo que hacía años que no sentía. Las lágrimas comenzaron a correr por sus pecosas mejillas y los sollozos a brotar de su boca.

     —Es nuevo, ¿no? —preguntó Carlos ante el gesto de desconcierto de Miguel—. Me refiero al coche.

     —Ya tiene dos años. Lo compré de segunda mano. Desde que lo vi circulando me enamoré de él —respondió Miguel.

     Los dos se subieron al coche, Miguel en el asiento del conductor y Carlos en el del acompañante. El Tiguan derrapó sobre la gravilla de la entrada, pero en cuanto pisó el asfalto salió disparado propulsado por un motor diésel de dos litros.

     —En menos de media hora estamos en Torrejón de Ardoz —afirmó Miguel.

     —Tampoco es necesario correr. Aún queda hora y media para que despegue el avión.

     —Lo sé, pero me gusta notar los 150 caballos del «bicho» —dijo Miguel.

     —Por cierto, ¿cuál es el nombre de la misión?

     —Cervantes, operación Cervantes —respondió Miguel—. En la guantera tienes tu acreditación como agente del CNI.

     Carlos abrió el compartimento del salpicadero y cogió la tarjeta plastificada del ejército. Le llamó la atención que hubiesen utilizado la fotografía que había empleado para renovar el Documento Nacional de Identidad unos meses atrás. «Si el CNI quiere algo lo consigue», pensó.

 

 

Jon Vendon: madrileño afincado en Barcelona, publica su primera novela: El Visitante en 2020. Tras el éxito de ventas y de críticas literarias de El Visitante, publica El Hijo de Caín en abril de 2022, convirtiéndose en una de las novedades literarias más vendidas en Amazon en el día del libro. El texto que aquí publicamos pertenece al cuarto capítulo de esta última novela.


 

Crédito de las imágenes:
Mapa del Líbano: Carte du Liban (1862). En David Rumsey Map Collection
Ilustraciones: Pamela Uribe Valdés
Portada de Hijo de Caín: Amazon.