jueves, 20 de diciembre de 2012

Desde el fin del mundo



Nadie sabe muy bien por qué el mundo comenzó, en primer lugar. Pero ya que lo hizo, no dejamos de pensar en su fin. Una y otra vez, generación tras generación, creemos que seremos nosotros los elegidos para vivir el final. A nuestro alrededor, pareciera que todos los signos son evidentes y que el “ya no más” está próximo.
No sabemos por qué comenzó el mundo, pero sí, que estamos aquí. Y ante el silencio del universo permanecen siempre las mismas preguntas: ¿por qué? ¿para qué? Del esbozo de una respuesta construimos seguridades. Sin embargo, hay una sola cosa cierta, aparte de que vivimos: que vamos a morir. Con mayor o menor dilación dejaremos de respirar un día cualquiera. Y hay a quienes les aterra tanto la perspectiva de eso, que repiten una rutina, multiplicando el mismo día durante años. Un mantra que no busca confrontar la muerte, sino olvidarla hasta el último día. Hasta cuando sea inevitable.
Y de pronto, después de unos cuantos reportajes, la seguridad de una fecha y la sensación de un final ineludible y próximo. Muchos, que no han sabido de los mayas en toda su vida, temen experimentar en carne propia lo que han visto en las películas apocalípticas, lo que han leído en sus libros “sagrados”, lo que ha estado ahí en sus mentes llenas de miedo. No saben maya, no leen maya, no han visto documentos mayas, dudo que puedan ubicar en un mapa donde viven (porque todavía hay mayas). Muy bien podrían ser personajes de un libro de cuentos. Y pese a que varios de estos apocalípticos siguen al “señor” o a otro dios más o menos seguro de sí mismo, sólo creen lo que quieren creer: que el mundo se acaba. Pues sí. Se acabará en algún momento. Pero dudo que lo haga con tanta parafernalia y de una sola vez.
Tal vez por vivir en el fin del mundo, nos salvemos, porque el apocalipsis no llegará tan lejos o porque ya ocurrió y no nos hemos dado cuenta.

Si usted cree que el mundo se acabará: viva. Y si el  mundo no se acaba, siga viviendo, que es la única forma de vivir.


Fotografía: (c) Nidia Lizama Fica

jueves, 6 de diciembre de 2012

Chronicae Germaniae 6




Desde el país donde el sol se va apenas llega


Estudiantes en los pastos de la Universidad de Potsdam

Antes de venir a Alemania era de los que escapaban del sol. En verano, no me interesaba pasear mi cuerpo bronceado por playas llenas de turistas, ni estar al sol por horas como un lagarto en trance. Prefería quedarme en mi pieza durante el día con las cortinas puestas y esperar hasta la noche para salir por el mundo a ver qué ocurría. El verano podía quedarse con su sol asfixiante y la ropa llena de sudor. A mí, que me dejaran el otoño. ¿Qué más bello que esos días nublados en los que llueven hojas y no hay que echarse mil productos en la cara para no morir de cáncer?

De hecho, la mayoría de los días que recuerdo de mi niñez son nublados. Pero eso se lo dejaremos a los psicoanalistas. Lo importante es que yo huía de la luz, no por un vampirismo impostado, sino por la incomodidad total de un sol que parece que te va a caer encima y, antes de hacerlo, te revienta los ojos con su brillo y te derrite lentamente por horas interminables. Así que Alemania parecía un lugar muy cómodo para mí. Pero después de ver cómo el sol se escondía casi apenas había salido, por meses, que sí eran interminables, entenderán mi cambio de parecer.

Hombre leyendo al sol en los Römische Bäder del Parque Sans Souci

Una cosa es el frío. Ya se sabe. Sin sol, no hay calor. Pero eso se soluciona, la mayoría de las veces, con ropa y calefacción. Pero por más que prendas lámparas, una ampolleta no es el sol, y la sombra débil en la habitación, no es la misma que nos persigue por el mundo durante el día.
Escribo esto en pleno otoño. El sol sale casi a las 7 AM y a  las 5 PM ya se ha ido. En plena tarde ya es de noche en este país. El cuerpo cree que dentro de poco hay que ir a la cama y la verdad es que todavía queda mucho por hacer. Pero no hay ganas. En esos 6 meses entre octubre y marzo, la depresión se asoma con cada atardecer.

Mujeres tomando el sol en los Römische Bäder, del Parque Sans Souci (Potsdam)

Quizás este mismo fenómeno es la clave de la tan mencionada puntualidad alemana. No les queda de otra. Hasta el más flojo de ellos (yo lo conocí, era mi vecino de enfrente) se levanta tempranísimo. De otra manera, perdiste el día. Y yo he perdido varios. El tiempo es tan escaso que ni se te ocurra hacer un almuerzo complicado con sobremesa. Por más rica que haya estado la comida, también perdiste el día. Así que tienes que hacer durar las horas, alargarlas, exprimirlas, para que alcancen para todo. Cada gota es necesaria para sentir que hiciste algo y no caer en la languidez de esas tardes vacías. 

El otoño en Alemania comienza con unos días de sol, pero helados. Una primavera invertida y sin calor. Las aves se van. Las plantas se deshojan. Sólo quedan los frutos del castaño acumulados por las veredas. Después se nublará por días y será lo más parecido al invierno de Santiago. Se presienten las nevadas y el arribo de un mundo monocromo que durará meses. Salir de la casa será entonces como entrar a un refrigerador gigante. Los ríos y lagos que tanto abundan por acá, serán rocas de hielo. La vida en los pastos se esconderá. Los árboles serán columnas en una ciudad abandonada. Todo no será más que nieve. Y ella caerá lenta, suave y sin parar. Y antes de que eso suceda, intento atrapar el día sobre cualquier prado en donde el sol aparezca.




Fotografías (c) Nidia Lizama Fica