lunes, 27 de septiembre de 2021

Prefiguración de Sergio Vallejos

 Hugo Villar


 

El teléfono suena una y otra vez, no sé si es parte de mi sueño o realmente está sonando. Creo que me decido a despertar y contesto.

– ¡Aló! –mi voz suena como si fuera otra voz

–Buenas tardes. ¿Hablo con el señor Sergio Vallejos, detective privado? –creo que aún no he despertado completamente.

–Sí, con Sergio Vallejos. ¿En qué puedo ayudarlo? –no estaba realmente seguro de haber despertado, pero decidí seguir con el juego.

–Necesito que realice un trabajo para mí. ¿Puede venir a mi oficina? Está en la calle Once Oriente con Tres Norte, estaré hasta las diez de la noche, es una importadora de artículos, se llama Qiáng Wēi. Pregunte por César Wong –la voz era la de un hombre de mediana edad, hablaba bien el español, pero tenía un acento oriental.

–Está bien, estaré ahí al anochecer.

 


 

Me puse de pie y me dirigí al baño para mojar mi rostro en reiteradas ocasiones; luego me observé en el espejo, tenía treinta y seis años y estaba envejeciendo sin pasaje de retorno, estaba liquidado. Cada vez me sentía más solo y cansado, pensé que aún seguía soñando, pero después de algunos segundos caí en que estaba despierto, pero sentí que el reflejo del espejo era yo.

Tuve miedo y me vi inmerso en una soledad colosal. Rápidamente sequé mi rostro, traté de olvidar y de no mirar el espejo. Caminé con prisa a la habitación, cogí un cigarrillo, lo puse en mi boca y atravesé el pasillo hasta llegar al living de la casa, donde me acerqué al tocadiscos y coloqué un disco de Luca Prodan, “Perdedores hermosos”. Pensé en todo lo que perdimos alguna vez, pensé en Otto Preminger mirándose al espejo, solo, triste, traslúcido, sin reconocer su rostro, pensé en que me estaba volviendo loco, pensé en la vida que alguna vez tuve y no volveré a tener jamás.

El tiempo seguía su curso inexorable y Sergio a esa hora estaba escuchando el disco “Corazones” de Los Prisioneros. Se asomó por la ventana y se dio cuenta que ya era de noche en la ciudad, cogió las llaves del Nissan V16, la chaqueta de cuero y emprendió rumbo a la Once Oriente. Sabía cuál era el lugar y había escuchado a alguien hablar de César Wong, fue a un locatario del “Crea”, amigo de su padre. El tipo había mencionado una especie de mafia china en Talca, dirigida por Wong y su familia, que controlaban gran parte del negocio de las importadoras de la calle Uno Sur, además de algunos restaurantes en el sector de la Diagonal y La Florida. También tenían una pequeña pero creciente constructora y al parecer Wong era prestamista.

Después del terremoto habían llegado muchos extranjeros, como ecuatorianos, bolivianos, chinos, venezolanos y colombianos. Poco a poco se comenzaban a afianzar y a tener poder dentro de la ciudad. Los latinos controlaban el comercio sexual, clubes nocturnos, drogas duras y los centenares de locales con máquinas de juegos de azar, de donde muchos chilenos salían con los bolsillos vacíos.

Pronto, entre chinos y latinos comenzaron las rencillas, ya que estos últimos querían posicionarse en el negocio de las importadoras, estaban empoderados porque eran financiados por muchos médicos venezolanos y ecuatorianos, que también empezaban a poblar y a trabajar en la ciudad.

Me fui por la calle Tres Norte y estacioné el V16 entre la Diez y la Once Oriente, justo afuera de donde antes estaba la peluquería La Estrella, donde mi padre solía llevarme a cortar el cabello. Recuerdo que el peluquero siempre estaba viendo el Chavo del Ocho y a veces, mientras cortaba el pelo, reía a carcajadas, tanto que debía detener la faena para comentar lo que estaba ocurriendo en la televisión.

Antes todo era más sencillo, más simple, nadie estaba furioso o lleno de ira, como ahora. Observé mi reloj y eran las nueve treinta de la noche. Bajé del auto y encendí un cigarrillo, no tenía prisa por llegar a ninguna parte, solo quería jugarle una mala pasada a la muerte. Me aseguré de que mi mágnum estuviera cargada y la volví a ocultar en mi chaqueta. Se podía esperar cualquier cosa de estos tipos, cada día podía ser el último, éste era un negocio arriesgado y eso yo lo sabía.

Creo que llevaba gran parte del día amordazada y amarrada a esta silla, él estaba furioso, se notaba que solo pensaba en la venganza. Lo escuché hablar con Guan-Yin, su brazo derecho, dijo que quería la cabeza de Luis Amador Rodríguez, casi literalmente, quería su cabeza. El chino me descubrió una noche jurungando entre sus papeles, acá en esta misma oficina donde estoy ahora. Luis Amador Rodríguez era un hombre colombiano, buenote, estaba como para echarle los perros, un muñeco bien dotado y encabezaba la mafia latina en Talca. Era un ex paramilitar, controlaba el negocio de la droga y el comercio sexual en la ciudad. Él era uno de mis amantes y me había pedido que sedujera al chino para sacarle información y así poder desplazarlo del negocio de las importadoras. Había pasado un buen rato sin que César me fuera a insultar y a golpear a la habitación, yo estaba medio aturdida, más bien sedada y adolorida. Fue en ese momento cuando sentí un ruido desde afuera, era en la oficina de César, escuché que el chino gritó algo, luego unos disparos, me asusté. Empecé a balancear la silla en la que estaba amarrada hasta que logré caer al piso, donde me golpeé la cabeza y volví a quedar aturdida un buen rato.

 


 

Cuando llegué a la importadora Qiáng Wēi ya estaba cerrada, toqué el timbre y nadie respondió, rodeé el edificio por el costado y encontré un portón entreabierto, me asomé y no divisé a nadie. Entré con precaución, como un buen detective privado buscando a la muerte, llegué a un patio interno que funcionaba como bodega, no había ningún trabajador, nadie a quien preguntar por el chino. Decidí seguir en mi búsqueda a riesgo de lo que pudiese pasar, entré a un pasillo largo y sentí un fuerte olor a pólvora. Era obvio que algo raro estaba ocurriendo.

Después de llamar al detective privado me levanté del escritorio y cogí el libro “Música” de Mishima, me aproximé al sofá y me recosté a leer. Estaba muy alterado por lo que había ocurrido con Milena, porque de verdad sentía una ira profunda. Llamé a Guan-Yin y estaba tras la pista del maldito colombiano, logré dormir un par de horas y desperté por el fuerte ruido que provenía de la puerta, que antes de dormir había dejado con el seguro. Pregunté muy fuerte si era Guan-Yin, nadie respondió, continué gritando un momento, hasta que cayeron los disparos, primero sobre la puerta, luego en toda la oficina, me agaché y me arrastré hasta el escritorio, tomé mi arma desde el cajón y esperé a que entraran.

– ¡Sal de ahí, sucia rata china! – gritaron y luego derribaron la puerta. Me asomé y comencé a disparar, le di al primero que entró, seguí hasta que se vació el cargador, después de eso recibí una descarga de balas en mi cuerpo y caí al piso. Al reaccionar pude ver mi cadáver acribillado, tirado en el suelo, con los ojos abiertos, lleno de sangre. Ya estoy muerto, pensé.

Mientras veía atónito mi cadáver, se acercaron dos tipos con metralletas y pistolas automáticas a verificar mi muerte, eran unos latinos, mis asesinos. Al que creí haber matado, estaba con un chaleco antibalas, así que pronto se incorporó y se acercó a mi cadáver gritando improperios, me pateó con fuerza, creo que en ese momento mis ojos se cerraron.

Luego de revisar mis cosas y dar vuelta toda la oficina, los latinos tomaron mi notebook, mi libreta y se fueron. En ese momento me quedé solo y comprendí que ya estaba muerto. Mi energía Yang se agotaba aceleradamente, sin embargo, no temía a la muerte, pues mi alma no se acabaría. Tuve la certeza de que nunca más iba a volver a ser el mismo, ¡entonces así era la muerte! Pese a mis convicciones taoístas, me pregunté si me podría encontrar con mi padre o quizás vengar mi muerte. Me sentí en un estado intermedio, porque podía ver mi cuerpo y escuchar la voz de mis pensamientos. De pronto escuché un ruido y vi entrar a un hombre a la habitación, no supe quién era, nunca lo había visto, no era empleado ni tenía aspecto de colombiano. Pobre hombre, pensé, teniendo en frente a un cadáver, mi cadáver, su rostro estaba horrorizado. Sigilosamente sacó un arma pues se escucharon unos gritos desde la otra habitación, era Milena, ¿estaría bien?, maldita perra, por su culpa estoy muerto. El tipo salió de la habitación en busca de la mujer, traté de seguirlo, pero no pude moverme, o mover mi espíritu, o lo que fuera. Ahora yo era como una de esas cámaras de seguridad fijas, solo podía ver la habitación desde una esquina y mi cuerpo aún seguía en el piso, de manera tan indecorosa, tan decadente, lleno de orificios y de sangre. Casi al instante entró Guan-Yin con los muchachos y la escena parecía sacada de una obra de teatro, en la que mi cuerpo era parte de la escenografía.


 

Abrí los ojos y me tardé en reconocer el lugar en el que me encontraba. Aún estaba amarrada a la silla. En mis narices sentí la sequedad de la pólvora en la habitación y en ese momento vi entrar a un hombre en la oficina, preguntó si estaba bien y me ayudó a ponerme de pie al tiempo que me desamarraba y sacaba la venda de la boca. Noté de inmediato que era chileno y que estaba buenón. Llevaba puesta una chaqueta de cuero y una fuca en su mano. Tranquila, me decía, te sacaré de este lugar.

– ¿Qué fue lo que ocurrió, mi chamo? –pregunté.

– Creo que a alguien no le agradaba Wong, de hecho, lo acribillaron. Vamos, salgamos rápido antes de que nos sorprendan acá y nos culpen.

Me agarró del brazo con fuerza, luego me tomó de la cintura y pegó su cuerpo al mío. Me observó muy de cerca el rostro y preguntó porque tenía marcas en mi cara. Le dije que el chino me había golpeado porque me descubrió con otro hombre.

– Entonces eras su mujer –me dijo.

– Algo por el estilo –le contesté–, pero no tengo dueño ni nunca lo tendré, me gusta la aventura, la adrenalina, estar siempre al límite. Mi vida común es muy monótona, soy doctora y trabajo en un centro médico muy aburrido, creo que debe ser por la sangre caliente que llevo en mis venas, las venezolanas somos así, creo que la vida debe ser entretenida, ágil, sorpresiva, fugaz, ¿Cuál es tu vaina chico?

Tras advertir que algo extraño estaba ocurriendo, Sergio caminó con decisión por el pasillo hasta encontrarse con una habitación destrozada, paredes rotas, objetos agujereados y un hombre oriental sin vida en el piso. Sin dudarlo, se acercó al cadáver y lo observó un instante. Pensó en cómo se vería su rostro y su cuerpo cuando estuviera muerto, acribillado como el chino, o acuchillado, quizás atropellado o hasta envenenado. Después sintió un grito desde la habitación contigua, sacó su arma y fue a ver quién estaba ahí. Al entrar se encontró con una atractiva mujer tumbada en el suelo, amarrada a una silla. Pensó que venía de ver la horrible imagen del cuerpo inerte y en cosa de segundos esa hermosa mujer frente a él. Rápidamente ideó una estrategia para quedarse con ella, al menos un par de días. La desató y salieron del lugar. Antes de subir al V16, uno de los hombres de Wong reconoció a Milena y avisó a Guan-Yin y los demás. Vallejos tomó la calle Once Oriente y aceleró su vehículo hacia el norte.

Estaba justo frente al cadáver de Wong, pensando en cómo podría ser mi muerte, cuando escuché los gritos de una mujer desde la otra habitación. Raudamente saqué mi revólver y me acerqué a ver lo que ocurría. Cuando entré me encontré con una mujer en el piso, atada a una silla. Por supuesto me precipité a auxiliarla y ya de cerca pude ver bien su rostro, sentir su aroma, era preciosa. Pensé que el destino esta vez me tenía una buena jugada, la desamarré y la ayudé a ponerse de pie; la cogí del brazo y la apegué a mi cuerpo, para darle un poco de protección, –tranquila, tranquilita–, le dije, –yo te ayudaré, cómo tellamas– le pregunté. –Milena–, me dijo y me miró con esos ojos de fiera.

Logramos salir rápido de la importadora, pero en la calle, antes de subir al V16, uno de los hombres de Wong que estaba en una camioneta reconoció a Milena y comenzó a gritar. En ese momento entramos al auto, encendí y aceleré para tomar la Alameda, pasándome una luz roja. Por suerte no había tanto tráfico. Por el espejo retrovisor pude ver que los chinos me seguían en su camioneta y a la altura de la Nueve Oriente debí detenerme abruptamente pues varios autos delante del mío estaban esperado el semáforo. Los chinos quedaron como una cuadra atrás, después de un furgón escolar. En medio del taco, uno de los chinos se bajó y comenzó a disparar contra mi auto, dándole al parabrisas trasero. Con Milena nos agachamos de prisa, sentí gritos, saqué mi Magnum, abrí despacio y solo un poco la puerta. Ahí, desde el piso bajo del manubrio, todo encorvado, vi al chino acercarse, entonces disparé en tres ocasiones. El tipo cayó estrepitosamente al piso, cerré la puerta y me incorporé en el asiento, tomé el volante y aceleré por el camino ya despejado, porque con el escándalo varios autos ya habían huido. Pasé un semáforo con luz roja y estuve a punto de atropellar a un ciclista. Aún no era su hora, podía seguir pedaleando la vida, esperando el camino al infierno; creo que tampoco era mi hora, tenía una pequeña confianza, ya nada importaba, algo me hacía pensar que todo saldría bien, que esta vez la suerte estaba de mi lado. Justo frente al liceo Abate Molina detuve mi huida pues una marcha de los estudiantes tenía cortado el tráfico. No dudé y disparé al aire en dos ocasiones, se dispersaron de inmediato y logré pasar. Seguí a gran velocidad hasta la Cuatro Oriente y viré a la derecha. Los chinos habían desaparecido hace rato y yo ya tenía todo planeado: saldríamos a la ruta Cinco Sur por la Avenida Lircay rumbo a Pelarco, luego iríamos a ocultarnos a la casa de campo que mi padre me había dejado como herencia hace algunos años. Podría estar encerrado con Milena un par de días, curar sus heridas y embriagarme en su cuerpo, en su sabor, en su ardor. No tenía nada que perder.

¡Fueron los colombianos, Guan-Yin! ¡Fueron los hombres de Amador Rodríguez, Guan-Yin!, por más que intentaba gritar, no podía, como cuando uno quiere despertar de un sueño y no puede. Guan-Yin no me podía escuchar. De pronto salieron corriendo de la habitación y nuevamente volví a quedar solo, con mi cadáver en el piso. Pensé en el rostro de mi madre cuando le dijeran que estaba muerto, pensé en la cara del empleado de la funeraria cuando estuviera frente a mi rostro y mi cuerpo, tratando de cubrir los orificios de las balas. Es extraña la muerte, llega cuando uno menos lo espera.

 

 

Hugo Villar

Créditos:

Ilustradora: Catalina "Lina" Poblete