lunes, 26 de agosto de 2013

Si me dejas... ¡me mato!




Roberto Arlt





Los nutridísimos elogios que me trasmiten a diario, por teléfono, y carta, lectoras de mis crónicas femeninas –entre las que pueden contarse solteras, casadas, jóvenes y ancianas–, me animan a continuar en el análisis de las innumerables tretas sentimentales que utilizan las madres con hijas en estado de merecer, para asegurarse un novio cuyo “raje” es inminente.


Suicidio inexorable

Cuando una madre barrunta que el novio de su párvula alberga las alevosas intenciones de piantar, después de haber “profitado” las ventajas culinarias que reporta la repostería de un hogar, en tren de agasajar un futuro; cuando una señora, con pujos cabreros, tiene la leve intuición de que el nene flaquea en concurrir al Civil, se produce el fenómeno que yo denominaría “suicidio en puerta”. Abra los ojos, caballero, y atienda:

La señora, como quien no quiere la cosa deserta del asunto. Pongamos el cuadro, usted en la cocina. Como novio, tienen confianza para estar en la cocina. Usted la trabaja de utilería a la vieja. Le ausculta el humor, para ver de qué manera aceptaría un “raje”. Las viejas, que son vivísimas (la anciana, quiero decir), también lo observa a usted y lo estudia. De pronto la aspirante a ser su suegra, comienza la cantinela:

– Yo no sé qué ha hecho usted para que mi hija lo quiera de esa manera. Es una barbaridad. Nunca he visto cosa igual. Siempre que entro al dormitorio me la encuentro a ella contemplando su retrato. No hace más que pensar en usted, la pobrecita. Dios mío. Vea que soy vieja; pero nunca en mi vida he visto cosa igual. Estoy segura que si usted la dejara, esta muchacha se mataría. Y no le digo esto porque sea mi hija, no…

Usted, para no ser menos, larga la mentira grande como una casa:

– Sí, y también la quiero mucho…

La anciana, poco convencida de ese tibio “la quiero mucho”:

– No veo la hora en que ustedes se casen… Porque si no, esta muchacha se muere. Usted la ha vuelto loca. Si usted la dejara, cosa que gracias a Dios no puede ocurrir, porque usted es un caballero, la nena se mata. ¡Qué cosa bárbara! Yo no he visto nunca enamoramiento igual.



Mientras se calientan las milanesas

La vieja, en la cocina, recalienta unas milanesas. Usted en la sala conversa con la futura damnificada. De pronto ella:

– Mirá, no sé por qué se me ocurre que vos pensás dejarme. ¡Mirá que me mato, si llegás a dejarme!
– Nena… No pienso dejarte… Pero, ¿vos serías capaz de matarte por mí?

Ella, a quien no le cuesta absolutamente nada decir que sí:

– Sin dudar un minuto me mataría. Sos el único hombre que he querido (mentiras). Sos el último hombre que querré (mentira). Te adoro (puede ser). ¿Qué sería de mí si me dejaras? No podría resistir (globos). Tendría que matarme, aunque no quisiera. Ya he pensado… Me tiraría bajo el tren…. Sí, bajo el tren… Y vos te arrepentirías. Decime, ¿vos pensás dejarme?
– No, ricura… ¿Cómo te voy a dejar?...



El cuento del suicidio

Un día, la madre; otro día la hija, con la historia del suicidio. Si Ud. no era completamente estúpido, acaba por imbecilizarse. Se incluye en la categoría de esos individuos que le dicen a los amigos, a quienes martirizan con confidencias:

– Mirá: yo la dejaría a Fulana… Pero tiene un metejón… Se mata la pobre si la dejo. Se mata. Tenés que ver cómo está metida. Se suicida. Ya me dijo. Se tira bajó el tren. El otro día quiso tirarse. Yo tuve que convencerla de que no se tirara.

Si Ud. es un hombre equilibrado y sensato, le dice al confidente:

– La hubiera dejado que se tirara. Hubieras visto que no se tiraba nada… No bajo el tren… ¡Ni a un charco de agua!...

El que escribe estas líneas conoció un caso curioso de comedia de suicidio. Tenía un amigo que se caracterizaba por gastar cierta sangre fría, digna de un esquimal. Una noche, al despedirse de la novia, que vivía a una cuadra de la vía férrea, esta se lanza a la carrera hacia los rieles. Otro hubiera echado a correr. Mi amigo, flemático como un pato nórdico, permaneció con las manos en los bolsillos, junto a la puerta de la casa. Indudablemente, lo que esperaba la comedianta, era que el individuo la persiguiera convenciéndola de que no se matara; pero al hacer cincuenta metros y constatar que el individuo fumaba tranquilamente en la puerta de calle –actitud que era de presumir guardaría hasta el día del juicio final–, la dama pensó en la estupidez de correr en la soledad de la calle, y se volvió, un poco menos “suicida” de lo que se había marchado.

Desde entonces amenazaba suicidarse con veneno casero. El tipo, un día harto de mojigangas, se marchó, y hasta la fecha su ex novia goza de robustísima salud.


Mírese al espejo

Mírese al espejo. No sea vanidoso. Nadie se va a matar por usted. Tenga esa seguridad. Cuando le digan que se van a suicidar por usted, ríase amplia y bonachonamente. No albergue temores de provocar una intervención de la Asistencia Pública. Sea sensato. La persona que revele disposiciones necróforas por usted, lo está engrupiendo. Lisa y llanamente. Lo atacan por el lado flaco. Piedad o sentimentalismo. Y menos crea, si en la novela del suicidio se mezcla una benemérita anciana. No tenga miedo de suscitar ninguna catástrofe. Lo máximo que puede ocurrir, es lo siguiente: La madre tomará del brazo a su párvula y le dirá:

– Hija… Ese hombre es un caradura y no te conviene. No te aflijás. El mundo está lleno de hombres. Y mucho mejores que él…

3 de agosto de 1931



Las "aguafuertes porteñas" fueron una serie de escritos que Roberto Arlt escribió como columnista en el diario argentino "El mundo". Acá recogemos la versión aparecida en Roberto Arlt: Aguafuertes porteñas. Buenos Aires: Ediciones Corregidor, 1995, pp. 99-101.

Fotografía del autor: Wikipedia.


 

lunes, 19 de agosto de 2013

El provinciano en Santiago


Jotabeche (José Joaquín Vallejo, 1811-1858)




Jotabeche


El mahometano tiene que peregrinar una vez en la vida, por lo menos, a la sagrada Meca y visitar los Santos Lugares de su creencia y tradiciones. El pintor europeo no es pintor si no ha visitado las capitales de la Italia y los paisajes de la Suiza. El anticuario, para pasar de la clase de simple aficionado, necesita ir a robar algo de las ruinas de Atenas, de los sepulcros de los Faraones, o hacer viaje a1 Perú a exhumar momias y registrar huacas. El elegante santiaguino que no ha ido a Paris a estudiar en su fuente, a ver llenos de vida los tipos de la moda que por acá nos llegan litografiados, debe abandonar toda esperanza de ganar celebridad en la carrera. Y cuidado, que los que se meten en ésta, rara vez quedan buenos para brillar en otra.

Tan indispensable como estas visitas es la que tenemos que hacer los provincianos a la capital de la República. A1 que no ha pagado este tributo sin causa poderosa a estorbarlo, se le mira como un pobre hombre, como uno de esos individuos-máquinas, que tienen el triste privilegio de no sentir las delicias de la música ni ninguna de las celestes impresiones de lo bello.

En efecto, para que lleguen a viejos los provincianos sin haber tocado la necesidad o venídoles el deseo de dejar su aldea e ir a Santiago, es preciso que sus días hayan transcurrido bien animal y tontamente; es preciso haber vivido sin saberlo, sin que nunca, permítaseme la expresión, se hayan sorprendido existiendo. Felizmente no tenemos en nuestros pueblos sino uno que otro de estos autómatas; y ésos no pertenecen a la época que recorremos. Son, en realidad, los únicos extranjeros que hay entre nosotros, y el lastre inerte que arrastramos en nuestro gran viaje.

Los jóvenes de la provincia que no han sido educados en los colegios de la capital, anhelan visitar ese recinto afortunado donde una residencia de pocos meses les ha de enseñar más que todos los cursos que han seguido en su pueblo; donde las luces de la civilización, semejantes al fluido resplandeciente del mediodía, todo lo invaden, todo lo trasminan, todo lo inundan y a todo dan animación de inagotable vida. No sé si me engañe; pero creo haber descubierto en muchos de mis amigos provincianos que se preparaban a dar, por primera vez, una vueltecita por Santiago, cierta placentera confianza, no de satisfacer su simpe curiosidad, sino de aprender algo útil, de adquirir conocimientos que instintivamente echaban de menos y de despejar un tanto el espíritu de esa bruma inexplicable en que le vemos envuelto los que lo hemos cultivado poco. Ellos han visto que este corto paseo, este ligero baño de Santiago ha obrado prodigios en otros: que han vuelto trayéndose, a la vez, graciosas maneras y no poco desarrollo intelectual, los mismos que antes no podían desenredarse de su timidez y encogimiento habituales; timidez y encogimiento que, sea dicho de paso, si una fatalidad ha sancionado ya como característicos del provinciano, casi nunca prueban un mal irremediable, casi siempre no son sino un grosero capullo dentro del cual se hallan los gérmenes de muy preciosos talentos. (Sirva esto de consuelo a quien le plazca, y vamos adelante).

No le busquéis un tipo a mi viajero; porque declaro que no le tiene. Es un sui generis que no he creado. No es ni chilote, ni penquisto, ni maulino, ni coquimbano: no ha nacido en ningún lugar de ninguna de nuestras provincias. Y si hay maliciosos que se lo achaquen a cualquiera de ellas, puede ésta protestarle, diciendo lo que Quevedo del hijo que, una vez, quisieron colgarle. Con lo cual será cosa sabida que la criatura es aborto mío, pero que todos han contribuido a formarlo.

Va de cuento. Es una noche de ansiedad y de insomnio la última que pasa el provinciano en su camino a la capital. El día siguiente va a ser un día de acontecimientos, de pasmos y grandes novedades, cuya sola imaginaria previsión empieza a aturdirle y agobiarle. Le sucede lo que a todos, que, al aproximarse la realización de lo que más ardientemente hemos deseado, se nos ahoga el corazón u el alma en sofocaciones mortales. ¡Malditos engorros, ellos nos confiscan la mitad de la dicha, ellos nos arrebatan la ocasión de saborearla desde que, a la distancia, la vemos venir por nuestro lado! Un minuto antes de oír, por primera vez, cantar a la señorita Rossi, mi corazón parecía inflado y latía borrascosamente: cuando ella empezó yo estaba casi accidentado.1

La primera impresión que recibe nuestro viajero al acercarse a Santiago, es la aparición lejana de sus blancas torres, descollando sobre una mancha confusa de objetos que no alcanza a distinguir la simple vista. Colocada como está nuestra ciudad reina al pie de los Andes, con cuyas alterosas moles forma un humilde contraste la elevación pigmea de sus alamedas y de sus más soberbios edificios, no permitiendo la llanura que la rodea que desde lejos pueda uno contemplar su vasta extensión, el conjunto simétrico de sus divisiones y la variedad de sus pintorescas localidades, el provinciano se aproxima a ella desprevenido, no preparado para recorrer sus interminables calles, para soportar sin aturdirse la sucesión de tan extrañas escenas y para no sucumbir al ruido y batahola de aquel gritón y alborotado gentío.

Embebida su atención en la muchedumbre de viajeros de todas clases que alcanza o encuentra por los callejones donde se ha metido, penetra de repente en los suburbios de la ciudad, en esos hormigueros de democracia, que siempre en gresca y algazara, ofrecen de ordinario a las puertas de la capital, las mismas babeles dominicales de los campos de provincia en que tienen lugar las partidas de chueca o las carreras de caballos.

Acostumbrado el provinciano al yermo de las calles de su villa, al silencio de medianoche que al mediodía reina en todas ellas, su extrañeza es indefinible cuando llega, por ejemplo, al conventillo, y se ve rodeado de su tremendo tumulto, de su hacina impenetrable de bestias y carretas, de hembras y machos, de cuadrúpedos y bípedos que le obstruyen el paso, le tiran el poncho, le animan el caballo, le gritan, le saludan:
– Adiós ñor quien.
– Cómo quedó su ñaña.
– ¿A cómo las lanas?
– ¿Dónde dejó la tropa? –haciendo en fin otras mil diabluras que siempre tienen a mano para conseguir que se alborote el caballo y que el jinete se vea en amarillos afanes antes de sosegarle y traerle al buen camino. Infeliz de nuestro amigo si, por no agarrarse lo suficiente, viene a tierra al ruido chifladero de aquella turba beduina, que aplaude el porrazo lo mismo que si fuese un lance de equitación nunca visto. Todos entonces se le van encima a favorecerle, levantarle y sacudirle: en un dos por tres, le dejan al pobre aliviado no precisamente del dolor de sus contusiones sino del peso de su bolsillo, de sus espuelas, de su sombrero, amén de varias piezas de la montura, que, como lo demás, desaparecen por encanto entre esta gente honradísima.

Y luego si el vigilante se presenta en la escena y empieza a averiguar lo que ha motivado aquel escándalo, suele pasar adelanta la aventura.
– Mira Ud., vigilante –exclama el provinciano–, estos pícaros me han salteado. Haga Ud. Que aparezcan mi sombrero, mi dinero…
– ¡Miente! –gritan cien voces a la vez.
– No le crea Ud., ño Juan –dice una.
– No traía sombrero –asegura el mismo que lo está acariciando bajo el poncho.
– ¿Quiere que le diga, ño Juan? Lo que hubo fue que el hombre venía galopando y tropezó el caballo y… yo no vide más.

El vigilante, que antes de serlo ha tenido que pasar indispensablemente por la escala de espantador de caballos y desnudador de caídos caballeros, sabe por experiencia que negocios como el que se ventila son otro nudo gordiano sin más solución que la consabida. Así, pues, proclamando en alta voz la ley marcial, o lo que es lo mismo notificando que procederá a resolver el problema del susodicho nudo si no se disuelve el tumulto, todos se hacen azogue por aquellas madrigueras, menos el provinciano, que todavía tiene que sufrir una peluca por haber galopado a caballo, en contravención de las ordenanzas municipales.

– No le cobro a Ud. la multa –le dice el juez ecuestre–, porque veo que Ud. es del campo.
– Muchas gracias –contesta a este cumplido nuestro paisano, y coge su camino con Dios y esta primera lección de mundo recibida.

Pero supongámosle alojado ya en una de esas casas-ómnibus de las inmediaciones de la Alameda, cuyos dueños tienen a bien llamar posadas, y que, si ellos no me lo tienen a mal, yo llamaré ratoneras. Sí, señor; tan ratoneras como las que en Peñaflor ha fabricado el amable D. Pedro Valenzuela, para que se aniden de noche los petimetres de Santiago, que, por economía, van a pasar en aquel Edén la buona vita y el verano. Supongamos, repito, a nuestro viajero hospedado en una de esas casas que están a disposición de los provincianos y que por su aspecto en general parecen hechas a propósito para aclimatación de sus huéspedes; es decir, para que no tengan que extrañar sus habitaciones natales. Cuatro paredes cubiertas de letreros y jeroglíficos, un techo con cielo raso de telarañas, colgaduras de lo mismo, piso de suelo color plomo y el todo con olor a inmediaciones de cocina; una mesa más que coja, un catre de madera rezonglón y rechinante y dos sillas indígenas: he ahí el menaje que se proporciona en Santiago un provinciano neto, quizás por no tener el instinto de buscar otros mejores. Si a estos muebles añadís la carga de baúles y la montura del patrón, los chismes del criado y el aparejo de la mula, que también se coloca dentro para evitar que los perros trunquen sus cueros y correajes, tendréis el total de comodidades de que se rodea el huésped, para creerse establecido a qué quieres boca.

En este sitio para la primera noche. Después de confiar a su almohada ese vago sentimiento de tristeza que se apodera de nosotros cuando recién llegamos a un punto donde nada nos pertenece, donde todo nos es desconocido, hombre y clima, objetos y costumbres, el provinciano se queda como un ángel profundamente dormido. Pero vencida la fuerza del primer sueño, una pesadilla horrenda le acomete, los rotos del Contentillo le asaltan, le cogen, arañan, rasguñan, punzan y desuellan vivo; y él no puede dar voces, ni pedir socorro, ni desasirse de aquel enjambre de verdugos. Largo tiempo pasa poseído de estas fantásticas angustias; larga es y furibunda la batalla que sostiene con los agresores, hasta que, al fin, consigue despertar y se siente devorado por una fiebre horrible. Salta de la cama; enciende luz, y se convence que siempre la mentira es hija de algo. Los bichos del catre y no del Conventillo son los que acaban de darle tormento.

Excusado es decir que el madrugón de nuestro amigo tiene, con tan poderoso motivo, su si es no es de trasnochada. Cuando Dios echa sus luces, ya él se ha echado al cuerpo de doce mates para arriba y el duplo de cigarros por lo menos. Concluido lo cual se afeita y prepara para salir a curiosear, mientras llegan horas adecuadas a lo que se propone hacer o cumplir.

Grandes, espesas y alborotadas patillas que sirven de marco a una cara rechoncha y tostada; dos cuellos largos, puntiagudos, doblados horizontalmente, formando una peaña sobre la cual descansa toda la cabeza; corbatín de terciopelo; chaleco vistoso por cuya abertura se ostenta la calada camisola y su vivo color rosa, los botones de brillo y las puntas bordadas de los suspensores; pantalón con peales de tobillo a tobillo; botas de alto taco y bulliciosas; fraque de arrugados faldones y cuya hechura prueba que el sastre se empeñó no poco en imitar la moda que, seis meses ha, apareció en la provincia; sombrero negro de felpa, cargado pretenciosamente sobre la oreja derecha, y guantes enormes como para manos crecedoras, he ahí la decencia con que el provinciano suele exhibirse, poco después de amanecer, por las calles de Santiago.

Entre chanzas y veras le han repetido muy a menudo, antes de partir de casa, la amonestación siguiente:
– Cuidado, amigo; no vaya usted a quedarse con la boca de par en par, al ver esas maravillas; mire usted que le tomarán, entonces, por un huaso.

De modo que, al echarse por las calles de la capital, a lo que más atiende es a su boca, temiendo que algún descuido la deje en un insubsanable descubierto. Todo le pasma, todo le admira; la concurrencia, el bullicio, las lindas casas, los nobles edificios, las elevadas torres, las vastas alamedas, las buenas mozas, todo, en fin, es nuevo y sorprendente para nuestro recién llegado; pero creyendo de conveniencia y de buen tono no dispensar a nada atención alguna, lleva pintadas en su cara y talante gran indiferencia, mucha seriedad y todo el tufo oficial del juez de primera instancia de su tierra.

En la mayor parte de los pueblos de provincia la vista de una cara nueva es una fiesta que hace furor, alborota a las gentes lo mismo que a la aristocracia de Santiago, la aparición, en sus salones, de algún conde o marqués verdadero o apócrifo. Nuestro provinciano, pues, recordando lo que pasa en su pueblo con las caras nuevas, marcha con la aprensión de que la suya es también muy notable en las calles de la capital y de que cuantos la encuentran, querrán tener el honor de conocerla y el gusto de saber de dónde ha llegado. Por eso a1 enfrentaros os fija la vista como para averiguar lo que pensáis de su persona; por eso, a fin de pareceros bien, va tan encolado y con todo el aire que estudiosamente se da el que se acomoda para que le retraten; por eso, queriendo conquistar simpatías, le veréis saludar y gastar los cumplidos de pase Ud., gracias, no se incomode Ud., con los que van y vienen, sin que le hagan maldito el caso y sin darle muchas veces otra contestación que la de vaya Ud. a un demonio.

Eso sí, con los rotos no capitula jamás. Siempre anda disputándoles la vereda, arrojándoles a1 medio de la calle y apostrofándoles de canallas y ladrones: hasta que en una de esas se complotan tres o cuatro; le cargan, le sumen la boya; le dicen chillanejo bruto o colchagüino bestia, y se queda nuestro amigo con una segunda lección de mundo, para no olvidarla mientras ande rodando tierras.

En ese día recorre muchas calles, se acerca a muchas iglesias y conoce de vista una infinidad de objetos de cuya celebridad ha oído varias veces ocuparse a los vecinos de su villa. Visita el edificio de la Compañía2, al que, no pudiendo los clérigos extender por ningún lado, le están elevando hacia el cielo como quien guía una añosa enredadera de flor de la pasión o de suspiros. También ve las antiguas Aduana y Moneda; cosas que, según parece, se están refaccionando para que sean la expresión tipo de nuestro progreso; lo nuevo remendando lo viejo; lo viejo apuntalado por lo nuevo: con lo cual se conserva y perpetúa la polilla lo mismo que si diariamente recibiese las bendiciones del cielo. Todo es progreso. ¡Viva el progreso!

Al día siguiente se dirige el provinciano al Instituto Nacional; tiene un primo hermano para quien trae varias cosas en efectivo y muchos recados de toda la parentela. El portero le dice:
– Pase Ud., siga ese corredor y pregunte por ahí.
Sigue el corredor, pregunta y un colegial dice que el tal su primo vive en el patio de allá atrás. Pónese a proseguir el nuevo derrotero: entra en nuevas averiguaciones, y otra buen alhaja le señala una puerta abierta, por la cual penetrando el provinciano, que anda ya medio corrido, se encuentra en un salón con cuarenta o cincuenta niños, en clase; los cuales no bien divisan aquella exótica figura, se echan a reír a pierna suelta. Sale de aquí con viento fresco, y hay todavía inhumanos que le hacen meterse en el comedor y en la capilla. Ello es que no da con el primo a quien busca, sino después que le han metido donde se les ha antojado, como al que se da por vencido en el juego de adivinanzas, o como al que hacen ir, volver, andar y tornar en el otro de los huevos.

Se despide del pariente y de la casa, dando un abrazo al primero y echando su cordial maldición a todos los demás que viven en le segunda. Una vez en la calle, toma por la que va a la plaza de la independencia, cuya pila, portales, palacios, catedral, casa de correos le han recomendado extraordinariamente. Pero el diablo le lleva de la mano. Por mirar en su camino la inmensidad de chiches de una joyería francesa, no ve la cáscara de melón que unos muchachos han acomodado en la vereda; pisa la trampa; carga el cuerpo, y el resbalón es tan grande como la caída ruidosa, la befa brutal y tremenda:
– Allá va eso.
– Casi había caído.
– Venga, lo levantaré –y mil carcajadas de demonio son el único eco que encuentra la descomunal y provinciana costalada.

Andando los días, llega uno en que mi querido paisano va por una de las otras calles, como quien dice, sin destino ni concierto. Ve venir de frente un hombre; cree reconocerle, y en efecto es Don Pedro, el apreciable santiaguino que, en la primavera última, anduvo comprando bueyes en la provincia de nuestro amigo; el mismo que en su casa fue hospedado, servido, celebrado como un padre comendador; no por recomendaciones ni por plata sino porque era forastero y parecía un buen sujeto. ¡Qué encuentro! Al fin tengo un amigo, dice para sí el provinciano. Y lleno de alegría, con la mano y brazos extendidos y paso apresurado, se dirige al bienvenido huésped de la casa de su padre. El santiaguino ha reconocido también al huaso; el buen tono no permite ser grato a los servicios recibidos en provincias; tampoco sería bien visto que en una calle pública se parase Él a hablar con aquel hombre; todo lo cual considerado, hace su excelencia como que mira hacia atrás y pasa rozándose con el recién llegado, sin atender al expresivo ¡Señor Don Pedro! que éste lanza poseído de un indefinible alborozo. Un chasco tan inesperado es para mi amigo una lección fecunda y preciosa. Desde este instante, el resentimiento anima su coraje y le entona de manera que empieza a brillar en su frente cierto airecillo de dignidad no traído de su tierra.
– ¡Bribón –dice pasada su sorpresa–, algún día volverás a comprar bueyes!

De este linaje son las caídas y chambonadas en que suele incurrir un hijo de las provincias que por primera vez llega a Santiago. No hay paso que dé, palabra que pronuncie, ropa que vista, ni género de cosa en que se meta que no sea para su ruina, que no promueva la burla y la risa de cuantos con él topan. Por eso yo aconsejaría al provinciano que su primera diligencia, así que se encuentre en la capital, sea de ponerse en rigurosa cuarentena, no haciendo su entrada en aquel mundo sino después de pasar este período de maldición, más o menos largo, según el carácter y antecedentes del individuo.

Porque, al fin, es cierto que el tal período tiene término. Si el recién llegado hace conocimiento con alguna de esas excelentes familias que abundan en Santiago, debe a ella sus primeras reformas. Las niñas de la casa, que no pueden ver una buena talla cubierta con un feo vestido, se interesan en el arreglo de aquel personal, para poder tomar su brazo sin peligro de que por ahí señalen la pareja con el dedo. Y bajo la franqueza que desde luego inspira esa especie de inferioridad social en que se halla todo neófito, le advierten: hoy, que ya no se usa la camisa bordada; mañana, que ese frac es espantoso y los pantalones y chaleco malditamente cortados; después, que la cabeza y patillas necesitan ir a la peluquería; e insensiblemente obran tal revolución en el alumno, que, al cabo de poco tiempo, parece otro, y es ya digno de hacer cualquier papel al lado de sus amables protectoras. El primero que se le encarga es, por lo regular, de substituto, auxiliar o suplefaltas. Sus méritos suelen o no elevarle, después, al desempeño en propiedad de algún empleo.

El Mercurio, 6 de abril de 1844.

1 Teresa Rossi, cantante italiana que pasó por Chile en varias temporadas.- N. del R.
2 Destruido el templo de la Compañía de Jesús (calle de Compañía entre Bandera y Morandé) por un incendio en 1841, estaba tres años después en plena reconstrucción. Con el incendio de 8 de diciembre de 1863 no fue ya reedificado. En ese solar existe ahora el Congreso Nacional.- N. del R.


Jotabeche es el seudónimo con el que se hizo conocido José Joaquín Vallejo (Copiapó, 1811 – Copiapó 1858). La versión de “El provinciano en Santiago” que publicamos a continuación es la que aparece en Antología (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1970, pp. 241-250) y revisada con la edición de Colección de los artículos de Jotabeche (Santiago: Imprenta Chilena, 1847, pp. 207-218). 

Fotografía del autor: Wikipedia.

lunes, 12 de agosto de 2013

Terminaron las vacaciones

Castillo de Heidelberg, (c) Nidia Lizama Fica



Estuvimos un tiempo a media máquina debido a las necesarias vacaciones de todo ser humano. Ya desde la próxima semana (19/08/2013) volveremos con una producción más regular. Más poesía, cuentos y crónicas. Desde ya, están todos invitados.