lunes, 25 de febrero de 2013

Pinchar (en el sentido erótico y no ciclístico del término)

por Belén Fernández Llanos




Es cierto que la bici hace bien para la salud. Que se tonifican los músculos, que mejora la actividad cardíaca. También es verdad que es un medio de transporte limpio, barato, sustentable. Para mí también tiene mucho de cierto que es una opción política, porque en bici uno habita la ciudad de una manera distinta, al margen, justo por el lado, del imperio del auto y todo su modelo de consumo y estatus social. Otros dicen que ser ciclista da onda, que uno se ve más cool. Algunos afirman que andar en bici es rico y listo se acabó. Pero hay algo tan cierto como todo lo anterior, pero que nadie dice: que uno en bici pincha más. Y no me refiero a pinchar la cámara, sino a pinchar en el sentido erótico, es decir, al acto de intercambiar un coqueteo fugaz. Es así, tal cual como algo que pincha, que punza. Que pasa rápido y que al instante se va. Habitualmente el pinchazo erótico se realiza mediante un cruce de miradas fortuito, puede ser con ojos dulces o bien abiertamente libidinosos. A lo más el pinchar puede llegar a un intercambio verbal breve, con palabras tiernas o con las ideas más bajas del repertorio del piropeo nacional.

Esta facultad no es exclusiva de las mujeres. Cierto amigo contó que él no sabe si es la belleza de su cleta o la altura que toma sobre ella, pero arriba de la bicicleta se siente un potro, un semental del asfalto. Dijo también que él abajo de ella, en sus horas de peatón, no capta tantas miradas. Afirmó que no recibe casi ninguna. Terminó confesando que a pie, él no es nadie en las calles de esta ciudad. Yo pienso un poco lo mismo, aunque con una cuota mayor de optimismo. Mis pasos como peatona no son tan desgraciados, pero, seré franca, en bici es otra cosa. Yo antes tenía una Mini marca Cic de los años 70, esa que sale en la película Machuca. La muy hermosa pasó 15 años a la intemperie, arrumbada en un patio y bastó nada más una reparación para que sus ruedas recorrieran Santiago con la misma energía que en los días de la Unidad Popular. Aunque la pintamos con spray morado, destinándola a una apariencia siempre ajada, y nunca le instalamos sus hermosos tapabarros plateados, yo mataba arriba de la Mini. Pinché en el sentido ciclístico del término solo una vez en cuatro años, pero en el sentido erótico perdí la cuenta. Podría clasificar mis pinchazos en dos tipos: el primero, con lolitos vintage que apreciaban tener una bici de 40 años de edad. Ese modelo único, sus rueditas aro 20, su manubrio alto, su parrilla a prueba de todo, eran un imán con los chiquillos adictos a la moda retro. El segundo tipo de pinchazo era con taxistas. Ay, como me encantaban los taxistas. Nunca jamás uno me tiró su auto encima, porque por regla histórica todos los taxistas mayores de treinta años, aprendieron a andar en bicicleta montados en una Mini Cic. En el rojo del semáforo siempre me decían: “señorita, yo tenía la misma cuando era niño y llevé mil veces a mi hermano en la parrilla y la bici nunca se rompió”. Y los ojos se le llenaban de lágrimas y yo veía en sus pupilas a un niño de 12 años, por allá a comienzos de los 80, con la cara sucia y costras en los codos. El taxista se iba feliz en su ensueño de la infancia, y alguna vez abrió la ventana para ver si podía nuevamente sentir el viento entrando por su camisa. En eso un pasajero, el taxímetro y de nuevo a recorrer Santiago por dinero y no por placer. Entre los dos tipos de pinchazo, el ondero sexual y el taxista melancólico, la verdad, no puedo elegir.

Cuando decidí invertir en una pistera para no llegar tan cansada a mi destino y no romperme la espalda al subir la mini a mi departamento del piso 3, una de las cosas que me preocupaba era pinchar mucho la cámara, pero en cambio, que el pinchazo erótico disminuyera su frecuencia. Sí, soy frívola. Por suerte eso no ocurrió. Si en la mini me veía bonita, en la pistera (yo juro), me veo rica. No sé si será la elegancia del marco, sus ruedas finas, o quizás es la posición que asume el cuerpo: las caderas ubicadas a mayor altura que en la Mini y, por lo mismo, el pecho –los pechos- inclinados hacia delante. He pensado en cambiarle el manubrio recto que tiene por uno de ruta, así mi espalda irá totalmente recta, mi coxis quedará más empinado, y de verme rica (yo juro), pasaré a verme super rica. En efecto los pinchazos de la cámara aumentaron, y los eróticos, por suerte, también. Debe ser que andar en bici se parece un poco a las artes amatorias y es por eso que a los hombres les gusta tanto ver a una ciclista. Ambos actos son cosa de cuerpo, ritmo y movimiento, de saber dónde poner las manos, cómo coordinar las piernas, cuándo subir las caderas. En los dos casos hay que saber cuándo frenar, cuándo deslizarse y cuándo ponerle toda la velocidad. A veces, en bicicleta, al atardecer yendo hacia el poniente, también se tienen orgasmos.

Al tan conocido y poco original “sáquele el sillín, mijita”, con voz rasposa en extremo repulsiva, se han sumado otros piropos en estos meses con mi pistera, que a todo esto se llama Nena. Un día por Compañía, justo antes de doblar hacia San Martín, de una camioneta de alguna empresa de telefonía, con un tono hirviendo en deseo y seudogalantería, su conductor me dijo “Puta que me excitan las hueonas en bici”. Me ofendió su cara de violador en serie, su pretensión tan baja de conquistar así, con lo mínimo. Pero lejos lo que más me molestó fue que me dijera hueona. Es cierto, a veces lo he sido: he dejado el tostador prendido con el pan encima hasta desintegrarlo e inhabilitar la cocina, la casa entera, en realidad. No he respaldado textos y he presionado “no guardar”. Una vez envié un trabajo por correo luego de haber pasado la noche en vela terminándolo. El mail iba dirigido a un filósofo connotado y decía, no me pregunten por qué, lo siguiente: “Profesor, le deje mi cerebro con la secretatia del departamento de filosofóa”. Ningún error en esa corta oración es de ahora. Eso le escribí al profesor, tal cual. Supongo que “mi cerebro” era “mi trabajo”, “secretatia” era secretaria, “filosofóa” era “filosofía”. Me asombra que a pesar de tanta equivocación y tan absurda, le haya puesto el acento a filosofía, osea, a filosofóa. En la o, bien marcado. Si he sido aquello que me dijo ese conductor, pero él no me conoce así que no tiene el derecho de decírmelo, no se lo permito. Yo no sé arreglar un pinchazo, nunca he desmontado la rueda, ni idea cómo detectar la perforación, pero sí sé cómo responder al otro pinchazo. Furiosa y ansiosa de venganza, acto seguido a su insinuación, puse mi máxima cara de zorrita y le dije “¿en serio te excito?”. Su rostro se llenó de esperanza y pude ver como algo en él se “tonificaba”. Su compañero lo animó a continuar el flirteo y justo antes de que el semáforo diera la luz verde, le dije “en cambio a mí, no me excitan ni un poco los hueones en auto”. De pronto él era todo flacidez. Provocativamente me puse a andar sobre los pedales y si me hubiera podido pintar con lápiz labial las nalgas, me habría escrito “sue-ña”, una sílaba en cada cachete.

Otras vez menos desagradable, en la calle Portales, un joven copiloto de un camión de gas me dijo “linda su máquina, señorita”. Yo que había comprado recién a mi Nena le respondí “gracias, esta nuevecita de paquete”. Él, con risa, me dijo “no, lo decía por usted”. Yo era la máquina. Seguí por Portales viendo en mis rodillas engranajes y sentí que mi cuerpo de máquina metálica brillaba con el sol.

Mi bici se llama Nena en honor a las fans de Sandro. Yo por el Gitano lo dejaría todo: a mi casa, a mi familia, a mi perro Fermín. Es que esas caderas, esas manos. Es que esos labios, por sobre todo esos labios. Cuando Sandro murió mi amiga Natalia me envió un artículo en su homenaje. Uno de sus párrafos decía: “tus nenas saben que no se trataba de pelvis, sino de estados emocionales. Por eso cuando joven y luego de esas catarsis escénicas te bajaba el pulso y podías vomitar o desmayarte. Y ya más viejo, las hacías olvidarse de los años, la celulitis, el paso del tiempo, y ellas se sentían queridas y amadas una vez más”. A mí me pasa lo mismo cuando ando bicicleta, me siento la más amada. Aunque mida un metro y medio, aunque pese menos de 50, aunque hace años que no varíe mi talla de sostén. No importa. Y es que en realidad qué importa si no se es rica, si arriba de la cleta uno conoce en cada esquina el amor. Porque andar en bicicleta, más que a las artes amatorias, se parece al mismísimo amor. Lo andamos, lo disfrutamos y siempre es mejor cuando corre vientecito. Lo recorremos, aceleramos y conocemos la felicidad. Pero también cansa. Pucha que cansa. Está lleno baches, de hoyos, de obstáculos, de gente que se cruza en el camino. Uno se cae, duele, de hecho sangra. El amor, como la bici, nunca es en línea recta, hay que saber doblar, perderse, detenerse y retomar el camino. En el amor, como en la bici, lo importante no es el destino, sino el trayecto en sí. Andar el amor y andar en bici, es mejor escuchando “Trigal” de Sandro.







Nota final:

1. Este texto fue escrito como una cooperación para Pedalea x la calle, no obstante cualquier persona u organización del mundo puede difundirlo libremente. La cultura se protege cuando se comparte, cuando no tiene precio, así nadie nunca podrá apoderarse de ella.

2. Si el texto le pareció gustable, ponga me gusta; si le pareció criticable, critique; si le pareció pedaleable, pedalee.




Belén Fernández Llanos es historiadora de profesión y se dedica al ciclismo y a la escritura como forma de vida. Es una de las editoras responsables del libro Rimas de Laura Bustos (2011), junto a Natalia Guerra Araya y Michele Benavides Silva. Ha escrito y publicado varias crónicas en medios electrónicos, siendo "Pichar" la más reciente. Este texto apareció originalmente en el sitio dedicado a la cultura ciclística "Pedalea x la calle" (pincha aquí para ir a su cuenta de facebook). Publicamos la crónica en El descanso en la escalera con permiso de la autora.




Fotografía: (c) Nidia Lizama Fica y René Olivares Jara

lunes, 18 de febrero de 2013

Eva y la fuga (fragmento)





Portada del libro Eva y la fuga

Ahora mismo veo a Eva –“la fugitiva”, según Estéfano, sirviéndose esta vez de una palabra de naturaleza musical que es, desde luego, su propia naturaleza –, tendida en mi lecho como sobre rosas. Sus brazos se abren batientes y mi boca recorre una por una las calles de su cuerpo, calles entre las que soy el último transeúnte del mundo. La cabeza le papita como si una tempestad hubiese pasado hace poco por su cabellera, sobre su cabellera que recuerda a la miel, porque cae brillando. Por supuesto que su boca respira sueños y en ella pongo mi oído. Entonces comprendo una vez más que la escritura no es cosa del amor, ni el sueño el drama para dos cuerpos enlazados. Porque en esta atmósfera el tiempo es como si no existiese y ni lo que sucede entra, justamente, en la curiosa seducción del tiempo. Luego, en el cuello de Eva mi boca conoce, por fin, el aliento de las estatuas. Pero es hacia el pecho que se me escurre el aliento, con esa parte cuyo dominio no me pertenece enteramente y que la ve, como hace poco, sobre rosas. En el punto de partida de sus piernas mi boca perdida –nada menos que como la existencia del hombre– vacila si tomar el camino de la derecha o de la izquierda. ¿Por cuál de los dos se llegará más cerca de lo que se busca? Pero opta por deslizarse por la izquierda y es como si tocara sangre del corazón de Eva, sangre débilmente derramada y tan viva como un sentimiento. Luego, para alcanzar la posesión de dos estados paralelos, vuelve al punto de partida y toma por la derecha donde el amor bate palmas. Aquí se hace acompañar por las manos y el contacto de los muslos me da la impresión de caer de pronto en una bella trampa. Cerca de ahí corre un hilo de agua inalcanzable que va hasta las rodillas y los pies. La realidad de este brillante suplicio nos despierta de pronto y entonces aparece la necesidad de mirarnos cara a cara, de mirarnos en la súplica de dos cuerpos al borde del abismo. Cerca de nosotros, a nuestra espalda tal vez, hay un océano embravecido. El ruido es ensordecedor y su desborde parece inevitable. Siento el calor de algo clavado en mí y oigo apenas la voz que me llama en forma angustiosa y feliz entre mis huesos. 


Rosamel del Valle (1901-1965)


"Eva y la fuga" es un relato escrito por Rosamel del Valle (1901-1965) en 1930, pero que se publicó recién en 1970, ya de manera póstuma. Texto tal vez muy deudor de "Nadja" de André Breton (y quizás eso explique el hecho de que Rosamel del Valle no lo haya publicado en vida), tiene, de todos modos, su propia magia. Escenas como en la que una paloma habla sobre el asesinato de su anterior dueño, conviven con los paisajes de un Santiago de la primera parte del siglo XX, en donde hay lugares que ya han desaparecido, pero siguen viviendo en las páginas de este libro.


Foto de Rosamel del Valle: (c) Memoria Chilena. 

lunes, 11 de febrero de 2013

"La vela de sebo" de H. C. Andersen



H. C. Andersen (retrato hecho por Christian Albrecht Jensen, 1836)


 
Para Madame Bunkeflod de su devoto H. C. Andersen

Borboteaba y rugía, mientras ardía el fuego bajo la olla. Ésta fue la cuna de la Vela de sebo.  Y afuera de la cálida cuna se deslizó la vela completamente formada, perfectamente fundida, brillando blanca y delgada. Fue hecha de tal manera, que todos quienes la veían pensaban en la promesa de un futuro iluminado y brillante, y que las promesas que todos veían, ella realmente las mantendría y las cumpliría.

La Oveja – una simpática y pequeña oveja – fue la madre de la vela y el Crisol fue su padre. De la madre había heredado el cuerpo deslumbrantemente blanco y un presentimiento de la vida. Del padre, sin embargo, había recibido el gusto por el fuego ardiente, el cual algún día debía llegarle hasta la médula, para iluminarla en la vida.

Sí, así había sido creada y desarrollada, cuando ella con la mejor, la más iluminada esperanza, se lanzó fuera hacia la vida. Ahí encontró a muchas criaturas extrañas con las que se mezcló, pues quería conocer la vida y, quizás con eso, encontrar el lugar en el que mejor encajara. Pero ella creía demasiado en la bondad del Mundo. Éste sólo se preocupaba de sí mismo y de ninguna manera en la Vela de sebo. No podía entender, para qué podría servir ella y, por esto, la buscó para su propio beneficio y la tomó absolutamente mal. Los negros dedos dejaban manchas cada vez más grandes en la pureza del color inocente. Éste poco a poco se desvaneció totalmente y fue cubierto entero por la suciedad, por el entorno, que había entrado en contacto demasiado duro con ella, mucho más estrecho de lo que la Vela podía soportar, porque era incapaz de distinguir lo puro de lo impuro. Pero en lo más interior todavía era inocente y sin corrupción.

Entonces, los falsos amigos vieron que no podían alcanzar su interior, y con ira tiraron la vela como una cosa inútil.

La piel negra del exterior mantenía lejos a todos los buenos. Ellos temían ensuciarse con el color negro, pegarse oscuras manchas, y por eso la mantenían alejada.

Ahora estaba la pobre Vela de sebo tan solitaria y abandonada. No sabía dónde acudir. Se vio expulsada de los buenos y ahora descubría que había sido sólo un instrumento para promover lo malo, y ahí se sintió infinitamente infeliz, pues había pasado su vida en vano, quizás había ennegrecido incluso lo mejor a su alrededor. No podía entender por qué y para qué había sido creada realmente; por qué debía vivir en la tierra, en donde quizás se destruyó a ella misma y a otros.

Cada vez más, más y más profundo, ella cavilaba, y, mientras más reflexionaba, más grande se volvía su descontento, ya que no podía encontrar realmente nada bueno, ningún verdadero contenido para sí misma, o ver el propósito que le había sido entregado en su nacimiento. En cierto modo, era como si la negra envoltura hubiera cubierto también sus ojos.

Pero ahí encontró una pequeña llama, un Mechero. Él conocía mejor a la Vela de sebo de lo que ella misma se conocía, porque el Mechero veía muy claro, a través de la piel exterior, y dentro encontró mucho bien. Por esto se le acercó y claras suposiciones despertaron en la Vela. Ella se encendió y su corazón se derritió.

La llama brillaba clara, como una hoguera de bodas, todo alrededor era brillante y claro, e iluminaba el camino para su entorno, para sus verdaderos amigos, los que ahora con felicidad a la luz de la vela podían encontrar la verdad.

Pero también el cuerpo era suficientemente fuerte para alimentar y llevar al ardiente fuego. Gota a gota corrían como gérmenes de nueva vida y se acumulaban firme alrededor del tronco y con sus cuerpos cubrían la suciedad del pasado.

Ellas no eran sólo el resultado físico, sino también el espiritual de su enlace.

Y así la Vela de sebo había encontrado su lugar correcto en la vida, y había probado que era realmente una vela, que por mucho tiempo iluminó para alegría propia y de sus semejantes.


 Traducción: René Olivares Jara


Sobre el cuento: "La vela de sebo" es un cuento que se encontraba inédito hasta no hace mucho. Esben Brage, un investigador danés halló el manuscrito casualmente en un archivo de la ciudad de Odense en octubre de 2012. Según los especialistas, el texto sería un trabajo temprano de H. C. Andersen y habría sido escrito hace unos 190 años. El manuscrito sería una transcripción de un original ya perdido. Si bien el cuento está dedicado a la "Señora Buneflod", esta "copia" tiene una dedicatoria final para "P Plum" ("Til P Plum fra hans ven Bunkeflod", es decir, "Para P Plum de su amigo Bunkeflod).

Sobre la traducción: Para la presente traducción de “La vela de sebo” (Tællelyset, en danés) me basé en la versión alemana, Die Talgkerze, publicada en el periódico Potsdamer Neueste Nachrichten (viernes 14/12/2012) y realizada por Richard Ostwald desde el danés, contrastándola con la versión en este idioma aparecida en el periódico Politiken. Intenté respetar lo más posible el texto original, pese a que existen reiteraciones evidentes y que podrían haber sido solucionadas, por ejemplo, con sinónimos. Sin embargo, el carácter de "documento" del cuento de Andersen lo ameritaba. Sólo corregí algunos aspectos ortográficos relacionados con el uso de guiones, que resultaban muy artificiales en la versión en español, así como el de los "punto y coma" (;), que, en la mayoría de los casos, no aportaban nada que un punto seguido no pudiera otorgar de mejor forma. De todos modos, la versión está abierta a sugerencias que puedan hacer ustedes.