martes, 24 de diciembre de 2013

Chronicae Germaniae 14





Desde el país de los dos Viejos Pascueros




Esta es la cuarta navidad que paso fuera de Chile. Mis amigos extranjeros me preguntan siempre en estas fechas si voy a mi país a pasar las fiestas. Yo les digo también siempre “es muy lejos y sale muy caro”. Cuatro años repitiendo eso. Y ahora me viene la nostalgia por esa navidad chilena que es un simulacro de las películas gringas que veíamos por estas fechas en los ochentas. Antes berreaba por esta fecha impuesta por costumbre en nuestra cultura. Pero a estas alturas, ¿qué es lo propio? No es que me importe la navidad como algo religioso y no es que no tenga mis reparos respecto al consumismo. Sin embargo, para mí, lo propio, lo mío, antes que esa fecha de misas o de compras, es una fiesta familiar y de la imaginación.




Cuando era niño, mi padre intentaba hacer coincidir el turno de su trabajo con la navidad, canjeando fechas futuras y favores concedidos, para estar con nosotros, lo que no siempre ocurría. Pero cuando sucedía, estaba la familia completa esperando la medianoche. Más que el regalo era el ambiente. La gente, la charla, la cena con los ojos pendientes en el reloj y el Viejo Pascuero entrando de alguna manera sin que lo viéramos (cosa difícil, porque vivíamos en un departamento). Mi papá de pronto se levantaba de la mesa y avisaba a los niños por la ventana cuando ya eran las 12 y todos corrían a sus casas a ver si había llegado lo que deseaban y que habían publicado a los cuatro vientos. No se vaya a equivocar el Viejito.


En algún punto de mi infancia, cuando Pinochet era todavía el tirano, importó menos la cena y la conversación y mucho más los paquetes que se acumulaban en el armario (los niños son curiosos). La gente iba más apurada por la calle saliendo de tienda en tienda y se repetía cada año el despacho por televisión sobre las compras de última hora en medio de calles llenas de caras amargadas. Llegó un momento en el que, cuando mi papá gritaba por la ventana que eran las 12 de la noche, nadie corría ya hacia sus casas. Los niños habían crecido y el Viejo Pascuero había muerto bajo las promociones de las multitiendas.

Berlín 2011


Por eso me llama la atención la navidad en Alemania. No es que estén inmunes al consumismo. Hay y mucho. No hay que olvidar que es una economía de mercado. Pero se mantiene la idea de que la navidad es un tiempo especial. Y no hablo sólo de la “Noche Buena”, sino de toda una época diferente al año corriente. Como en el carnaval, el tiempo regular se detiene y entramos en otro, con un ritmo distinto y, por lo mismo, con otra cuenta. Me cuesta mucho todavía ubicarme cuando por televisión se habla del, por ejemplo, “2º de Adviento”. ¿Cómo saber que eso es el 8 de diciembre?


Este tiempo previo a la Noche Buena da lugar no sólo a las coronas de adviento y a las decoraciones navideñas que brotan en cada casa, en cada balcón y en cada jardín. Aquí se nota también el carnaval, en lo distinto, en el exceso, en esos edificios que parecen pantallas lisérgicas o en las corridas de cientos de personas vestidas de Viejos Pascueros. Sólo porque sí, porque se puede y es divertido. Cerca de mi departamento incluso hay una grúa pluma con un árbol adornado que brilla por la noche a 50 metros del suelo.

Les aseguro que esto es un árbol de navidad arriba de una grúa pluma


También hay calendarios de adviento, que tienen unos casilleros con las fechas. Los niños pueden abrirlos a medida que pasan los días y adentro tienen sorpresas, generalmente dulces. En Chile eso no funcionaría, porque, ¿quién podría aguantar no comerse todos los casilleros en un solo día? Para mí, todavía es un misterio la disciplina de los niños de acá.


Las huellas del consumismo son notarias en la versión alemana de la navidad. Lo más obvio es toda la mercadería asociada con adornos y posibles regalos, como las versiones “adultas” de los mismos calendarios de adviento. Pero el mayor resultado de esta transformación por el consumo, es la aparición de dos “Viejos Pascueros”.

Berlin 2011


El 6 de diciembre llega Nikolaus, el tradicional. Tiene un traje de un invierno de otra época y su bastón de obispo y pastor. Ese día les trae algún regalo pequeño a los niños que se han portado bien. La noche del 24 llega el intruso, igual al otro, pero moderno, capitalista y transnacional. A falta de nombre le han puesto Weihnachtsmann (“el hombre de Navidad”). La confusión en los niños alemanes es mucha, porque no distinguen bien cuál es cuál. Quizás con el tiempo, el Viejo Pascuero consumista y capitalista termine desplazando a su alter ego Nikolaus, religioso y ya viejo.


No negaré esa realidad en la navidad alemana. Pero debo decir que me agrada el sentir ese “otro tiempo”, la cuenta distinta y el paso al invierno señalado por las ferias de navidad, el Glühwein (vino navegado alemán) y, cuando ocurre, la nieve que en Santiago sólo la veía a lo lejos pegada a los cerros y en el color blanco de los árboles plásticos de navidad. Nuestros Viejos Pascueros estarán ahora sudando en esas calles bajo el sol de diciembre. Allí estará mi familia de infancia y abrazaré, entonces, a mi mujer y mi hija en este otro tiempo, el del porvenir.





lunes, 25 de noviembre de 2013

El chileno en Berlín



 
Alberto Rojas Giménez (1900-1934)


A Joaquín Edwards Bello


En París causaba el asombro de algunos compatriotas conocedores de mi brillante pobreza, invitándolos cada domingo a mis tés de la rue Vaugirar.

A mediados de semana, bien podía yo carecer de domicilio, pero al llegar la tarde del Domingo, a costa de un poco de ingenio, podía darme el honesto placer de reunir en una pieza, ofrecerles una taza de té, cigarrillos y hasta una copa de champagne a las personas que distinguía mi aprecio.

La historia era sencilla. El apartamento, situado en un sexto piso, con balcones sobre el Luxembourg y pesados cortinajes, pertenecía a la marquesa de Epardaillant. Ella suministraba además, un anafe, tazas y un gramófono. Tristán Tzara, el poeta dadaísta y Mohgadam, príncipe y pintor persa, que paseaba sin sombrero por el boulevard, contribuían con los cigarrillos. Los pasteles quedaban a cargo de Sonia, “la rusa más hermosa de las rusas viajeras”, y se servía el champagne cuando mi destreza en el juego de lanzar las argollas ganaba algunas botellas en la feria de Lyon Denfert.

Montparnasse, c. 1920


Los personajes más pintorescos del Principado de Montparnasse presidían aquellas reuniones.

Gilbertte, una modelo que hizo la gloria del malogrado Modigliani, aparecía envuelta en sus velos de viuda eterna y tocada con su eterno turbante plateado. Karis, el holandés-islamita, una de las atracciones del café “La Rotonde”, vendía entre los asistentes su autorretrato con el honesto fin de reunir fondos para la adquisición de una nueva levita, que diera a su figura un tono menos verdoso e invernal, y Dena Munroe amenizaba la hora con sus canciones de la vieja Francia.

El comentario de estas reuniones se esparció luego en la colonia de mis compatriotas y se formó la leyenda inevitable. Aquello costaba dinero y era reconocido el corto alcance de mi fortuna. En mi conversación se escuchaba con frecuencia el uso de palabras germánicas, y era bien posible que estuviera en relaciones con los espías.

O más bien con el Soviet. Muchos aseguraban haberme visto en un cabaré ruso de Montmartre, hablando con hombres de largas y erizadas barbas y yo aparecía envuelto en amplio gabán de pieles cuya procedencia de la estepa era indudable.

Mi viaje a Alemania debe haber favorecido la primera hipótesis. Y aquí en Alemania, en este Berlín de calles rectas y flamantes, yo he venido, a mi vez a caer en el asombro que produce la vida inexplicable y misteriosa de ciertos hombres. Y esta vez el hombre se llama Rafael Silva de la Cuadra.

* * *


Statdschloss de Berlín en los años 20's


Hace cuatro o cinco años, Rafael Silva paseaba por las calles de Santiago su figura flacuchenta, pálida, encorvada, de grandes ojos oscuros y de pantalones demasiado anchos, colgantes, que le daban el aspecto de vivir como suspendido de una percha.

En aquel entonces, estudiaba el piano. Un día desapareció de Santiago. Alguien habló de un viaje. Muchos creímos en su muerte. Era tan delgado, tan agachado, tan pálido…

Y he aquí que, después de varios años, paseando una tarde por las avenidas del Tiergarten, un hombre de luenga barba rubia y estirada figura rematada por el monóculo, se detiene frente a mí, abre los brazos con estupefacción y exclama:
–¡Menschenkind! ¿Sind sie Rojas Giménez?
–Ja wohl, mein Herr. ¿Und ihnen?
–¡Hombre, qué alegría! ¿No me reconoces?

En verdad, no lo reconocía. Aquella barba, aquel monóculo…

–¡Rafael, hombre, Rafael Silva!

Le di un abrazo, como el abrazo que debe darse a un resucitado. Hilvanamos la conversación, llena de preguntas atropelladas que hilvanan siempre dos hombres a quienes el tiempo y la distancia han mantenido largamente separados.

–Y bien, dime qué haces en Berlín.
–Hombre es historia larga. No me preguntes. Vivo, estudio el piano… Llevo aquí cuatro años sin ganar un pfennig. Hago gimnasia…

Yo lo observaba. ¡Cuánto había cambiado en cuatro años! Ya no era el débil adolescente de las calles de Santiago. Ahora andaba erguido, con paso seguro y firme. Y la barba, rubia, rizada, le daba un aspecto de Juan Bautista, que no le estaba mal.

De pronto se detuvo y se despidió.

–Perdóname. Un asunto urgente. Te dejo. Ven a verme mañana temprano; seguiremos charlando.

Me anotó su dirección y se fue. A la mañana siguiente fui a verle. La dirección, según mis pensamientos, debía corresponder a alguna elevada buhardilla en la que el piano y la cama no dejarían espacio para más de un visitante. Por una ventana alta y pequeñísima entraría el aire estrictamente necesario para los pulmones del morador. Y alguna mesa, de dudoso equilibrio, haría las veces de comedor y despacho. La vida difícil de los artistas en las grandes capitales me ha mostrado con frecuencia habitaciones de esta traza: el cuarto de Acario Cotapos en New York; el taller de Lipschitz y la vivienda de Marius André en París.

Friedrichstrasse con Unter den Linden, Berlín, 1925.


Pero esta vez debía equivocarme. Rafael Silva vivía en un primer piso, en una de las calles más céntricas de Berlín. Él mismo acudió a recibirme.

–Qué bien que hayas venido. Pasa…

Me introdujo en un salón. Era el estudio. Divanes, estantes colmados de libros, cuadros, lámparas de enormes pantallas, bibelots, retratos de indescifrable dedicatoria. Preparó té, encendimos cigarrillos y conversamos.

Del muchacho débil de Chile no queda en él sino el idioma. Y hasta el idioma va transformándose, llenándose de vocablos extranjeros, haciéndose más objetivo y preciso. En cuatro años en Berlín han variado sus fisonomías espirituales y físicas. Como todos los latinos que se radican en tierra sajona, ha pagado, primero, el tributo del choque de la raza. Luego, en la lucha por la vida, entre estos hombres de vida fuerte, ha encontrado el provecho de una escuela.

“¿Y quieres que te diga algo de mi vida?, dice. Como tú sabes, salí de Chile hace cuatro años. Llegué a Alemania en plena inflación. Entonces, tener un dólar en el bolsillo equivalía a poseer una fortuna. La existencia era atrozmente difícil para os alemanes. En cambio los extranjeros se daban vida de grandes duques. Con un peso chileno se podía pagar el arriendo de un mes en un lujoso apartamento. Mis primeros quince días de Berlín los viví en un palacio. Escalera de mármol, lacayos de librea buena mesa… todo, todo lo que la holgura económica pueda proporcionarnos. Era el tiempo en que las vírgenes se ofrecían al transeúnte por un puñado de monedas o por una invitación a comer…

“Una noche en un café de Unter den Linden, puse un dólar en las manos de una niña de sorprendente belleza. ¡Si tú la hubieras visto! Se me echó al cuello y me besaba las manos de alegría, loca de felicidad. Se llamaba Lenchen, y hemos continuado siendo amigos.

“Las cosas cambiaron de la noche a la mañana; las finanzas germanas se enderezaron, pero aquel dólar oportuno selló entre nosotros la amistad de una vida.

“La inflación, la miseria, el hambre… Tú no podrías imaginarte el aspecto de Berlín por aquellos días. Se especulaba con el cambio hasta en las letrinas. Pero ya te digo, de la noche a la mañana todo varió de golpe. Gentes que habían acumulado marcos papel en la esperanza de una alza repentina, y que se creían multimillonarias, se encontraron de pronto con que no tenían un solo pfennig.

“Mis economías habían desaparecido y la vida empezó a serme difícil. Recuerdo haber pasado todo un invierno junto a las estufas del “Romanische Café”, con el estómago vacío y mordiéndome las uñas. Tú sabes, la necesidad aguza el ingenio y ms actividades se multiplicaron. Vendí gramófonos, por cuenta de una casa mayorista. Vendí máquinas de escribir, cuadros antiguos, cintas para sombreros, calcetines. Hice el intérprete para turistas españoles en un hotel central. Por las noches leía las líneas de la mano entre los clientes de los primeros cabarés que reabrían sus puertas pasada la tormenta de la guerra. Y así, haciendo el vendedor ambulante, el comisionista, el mago… me sostuve dos años. Ya en posesión del idioma, logré que me aceptaran como comparsa en los talleres cinematográficos. ¡Cuántas veces, vestido de frac, con el estómago vacío, tuve que sentarme frente a una mesa en la que humeaban viandas de utilería! ¡Cuántas noches de inverno, después de haber posado ante el objetivo, envuelto en suntuosos gabanes, salía del estudio sin tener un sobretodo o una bufanda que me protegiera del hielo cortante de las calles, camino de mi cuarto!

“¿Pensar en Chile? Sí, pensaba en Chile, pero no en el regreso. Para mí la cosa es sencilla. O se queda uno en América bien alimentado el estómago y el cerebro muriendo de inanición, o se templa el espíritu para correr todos los riesgos en Europa a cambio de una vida intensa y verdadera. Yo he preferido esto último, y tú también…

“Yo no volveré jamás a Chile, si no es por paseo. Chile es un país hermosísimo. Pero los chilenos… Los chilenos tenemos dos características bien definidas: el modito de andar “a lo pato” y la mala lengua, la intriga, la maledicencia. Hace dos años reuní gente en mi casa para pasar la Noche de Navidad. Cada uno trajo lo que pudo para presentar el inevitable árbol de Pascua. Tuve que robar algunas ramas de pino en el Tiergarten. La noche se pasó alegremente. Tótila Albert había traído su cítara y nos ofreció un concierto estupendo. Entre los invitados había un solo chileno, un profesor que había venido aquí en comisión gubernativa. Toda la noche se la pasó averiguándome cómo hacía yo para vivir en un apartamento tan bien puesto. Tuve que confesarle el secreto: el apartamento pertenecía a un amigo que andaba de viaje y yo cuidaba la casa durante su ausencia. ¡Dos meses más tarde se decía en Chile que yo me daba vida de príncipe, gracias a que mantenía un garito clandestino!”.

En el estudio de Rafael Silva he conocido a interesantes personalidades del mundo artístico berlinés. Y en Chile a Rafael Silva nadie lo conocía, nadie lo estimulaba, y para salir tuvo que reunir el dinero de su pasaje a costa de grandes esfuerzos.

En los últimos dos años, ya asimilado a la vida de actividades incesante que le rodea, ha podido dedicarse plenamente a sus estudios musicales. Ha dado conciertos, en los que se le ha aplaudido y se le ha atacado. Es uno de tantos, en fin, que estuvo a punto de ahogarse en nuestro ambiente rarificado, en el que se pide a gritos a los concertistas que toquen el Danubio Azul, en el que se silba a Eric Satie, se desconoce a Acario Cotapos, y se escucha con placer la verborrea de conferencistas más o menos árabes o de poetas ramplones que recorren América dedicando sonetos a las sociedades de beneficencia. Saliendo de Chile, Rafael Silva ha ganado un ciento por ciento. Es el fenómeno constante. Hay otros que salen y pierden la travesía, la aureola de latón que lleva grabadas estas palabras: GRANDE HOMBRE, MUY PREPARADO. Frasecita que les hizo fácil la existencia en la patria.

He conocido a muchos de estos últimos que pasean por Europa, de capital en capital, de hotel en hotel, su aburrimiento y su vaciedad.

A los primeros, a los del viaje heroico, a los que han tenido largos paseos desesperados a orillas del Sena, del Támesis o del Spree, les está asegurado, cuando menos, el cielo ilimitado de la inteligencia. Y a los otros, vueltos al marco dorado que aquí no encontraron, sólo les queda el comienzo del cuento, a la hora del humo y de la digestión.

–“Una vez en Europa…” y no tienen qué contar.

Berlín, 1925




Esta crónica fue publicada en Chilenos en París en 1930. Esta versión está tomada de la reedición hecha en 2001 con prólogo de Jorge Teillier y que editara la Editorial Universitaria.

Las ilustraciones corresponden a: 
- Retrato del autor: Memoria Chilena
- Stadtschloss de Berlín: Wikipedia
- Friedrichstrasse con Unter den Linden: www.croniknet.de

lunes, 18 de noviembre de 2013

La fiesta de la democracia


 
Esta es una frase que se suele escuchar hasta el asco en cada elección. Los candidatos lo dicen como un mantra, los periodistas lo repiten y lo repiten tanto en cada despacho, que hasta incluso alguno de los ciudadanos de la fila, apurado por los estudios centrales, también lo expresa y así lo cree también la señora en la casa. “Fiesta de la democracia”, aunque la única música sea la de esta frase  reiterada de boca en boca, aunque nadie baile, aunque los tragos estén guardados hasta el siguiente día.

No se me malentienda. Yo creo que votar es importante. Es un elemento fundamental para la conformación de una sociedad que pretende cierta sanidad. Pero estoy en contra del cliché que iguala en el discurso a la votación con el “vital elemento” y el “mudo testigo”, porque más allá de reflejar una falta de imaginación, enclaustran a la democracia tan solo en el ejercicio del voto. Como lo menciona por ahí Rubén Darío, el cliché literario tiene una correlación con el cliché mental (no son sus palabras exactas, pero es su idea). Toda la concepción ético-filosófica detrás de un sistema de organización social que intenta balancear la libertad y la responsabilidad civil se ve reducida a una “forma de elección”. Es decir, todo se ve limitado a poner una raya en un papel. Si fuera así, le daríamos la razón a algunos que relativizan la democracia como “un sistema más de gobierno” entre todos los posibles, abriendo con ello la puerta al autoritarismo. Esa es la frase que usted puede escuchar de boca de Hermógenes Pérez de Arce en el documental El diario de Agustín.

La zamacueca de Manuel Antonio Caro


Al mismo tiempo, esta reducción de la democracia al voto, a esta “fiesta” que tenemos de vez en cuando, se cae en un ritmo social lento y tedioso, que quita muchas veces las esperanzas respecto a una mejoría de las condiciones de la población. Así, una gran cantidad de quienes tienen ganas e ideas dejan de participar, pues si todo se reduce al voto, entonces todo se queda en tener que elegir “a los mismos de siempre”. La decepción da paso a la apatía y la animadversión al “sistema”. El resultado es que estas personas dan un paso al lado, pero con ello también, se deja la puerta abierta a quienes sí están interesados a que todo siga igual.

Por otro lado, la “fiesta de la democracia”, en su vistosidad teatral, congrega también a sus personajes, a los famosillos de turno que entran y salen de las urnas moviendo las manos en un gesto vacío de toda significación, transformado todo en un espectáculo que se instala para que en los siguientes años todo siga igual. Un carnaval en que el poder se celebra a sí mismo dando paso a la abulia y la decepción. La televisión es la nueva ideología política.

Dejémonos de clichés. La democracia no es sólo un sistema de elección. O por lo menos no debería reducirse a eso, sino que es una forma de convivencia social en la que se aprecia al otro aunque sea distinto, aunque no piense como uno. Por eso es que pese a las diferencias sociales, las personas son reconocidas como teniendo los mismos derechos. Lamentablemente, esto está todavía en el plano de los deseos. Es incuestionable que vivimos en una sociedad desigual, donde la dirección en la que se vive es la dirección hacia donde se va en la vida. La educación, los contactos, los empleos, las herramientas sociales para surgir, la discriminación o la promoción. Es por eso que no hay que sólo votar. Hay que ejercer la democracia. Hay que seguir en la vía de la organización social. Los estudiantes deben tener sus agrupaciones. Los trabajadores, sus sindicatos. Debe haber juntas de vecinos y asociaciones de consumidores. Por eso es importante iniciativas que vienen de los ciudadanos como "Haz tu voto volar", por el derecho a voto de los chilenos en el extranjero. Debe haber y fortalecerse todos aquellos grupos en donde las personas puedan ejercer sus derechos y asegurárseles un trato digno. Debe haber eso y voto. Si debe haber fiesta de la democracia, que sea todo el año. Hay que acabar con el cliché para repensar la sociedad e imaginársela de otra manera y mejor.