Adolfo Bioy Casares
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Adolfo Bioy Casares (1914-1999) |
Últimamente el argentino salió a probar mejor suerte
en el extranjero, lo que antes no era imaginable, y formó grupos o colonias por
todo el mundo, al extremo de que si usted, en sus largos viajes, se halla un
tanto perdido y nostálgico, deténgase a oír el rumor de la ciudad, sea ésta
cual fuere, como quien escucha un caracol; no tardará en descubrir voces que le
probarán cuánto se alargó en estos años la calle Corrientes (porque no es
Rivadavia, sino Corrientes, con sus tapes de la catorce provincias, que hoy son
no sé cuántas, con su olor a grasa enfriada, de las pizzerías, la que alcanzó
los puntos más remotos de Europa y de Norteamérica). En mi tiempo no era así.
Había gente en Londres con alguna noticia de nuestro campo y de nuestros
ferrocarriles. Los franceses, los de París al menos, tuvieron trato con el
tango, con la gomina, con los trasnochadores, y aún es fama que el espíritu
curioso desentrañaba, en los aledaños de la Madeleine, un almacén que vendía
yerba y dulce de leche. No hablo de Italia, tierra de los mayores, ni de
España, donde nunca nadie se creyó lejos de la Avenida de Mayo; pero la verdad
es que en el resto del globo la República Argentina no era entonces mucho más
que un nombre prestigioso. ¿Qué fue de ese prestigio? Ahora cualquier italiano
sentencia: Argentini, taquini.
Otro paraje donde el criollo vio siempre compartida su
admirable fe en la realidad de la patria es Pau. En la capital del Bearn
–levantada sobre alturas diversas, aun superpuestas, tan hermosa que alguien la
reputó, junto a Grenoble, una de las dos ciudades más hermosas de Francia–, el
nombre del propietario pintado en el frente de la droguería, de la carpintería,
de la panadería, de la herrería, de la peluquería o de la fonda, sugiere que el
peregrino se halla de vuelta en el corazón de la República, precisamente en los
partidos del Azul, de Olavarría, de Tapalqué y, por cierto, de Las Flores.
En Pau, una noche de fines de otoño de 1937 vi por
última vez a Margarita. Yo vagaba un poco perdido, sin saber qué hacer de mi
persona, por los salones desvaídos y monumentales del Hotel de France, en un té
de beneficencia al que me había arrastrado la belle madame Cazamayou, conocida también como la Hija de la Tienda
(porque su padre es dueño de la tienda de
la Poste, famosa por los manteles de hilo blancos y grises con escenas de
la vida de Enrique IV: Levántate Sully,
van a creer que te perdono, Seguid mi penacho blanco, etc.). Como la belle madame –blanca, opulenta, con su
descomunal rodete rubio– debía atender a todos y no quería malgastar sus
minutos conmigo, retuve, perorando sobre el tiempo, sobre cuánto me gustaba
Pau, sobre los méritos relativos de los hoteles de France y Continental,
retuve, ahora confieso, hasta donde el decoro y el amor propio lo permitieron,
a un escribano amigo y a su familia, para caer muy pronto en una soledad de la
que no tenía esperanzas de salir, cuando me hallé entre los brazos rosados,
frescos y fragantes de Margarita.
Diríase que desde entonces la luz del mundo cambio
para mí. Margarita era la mujer más linda de la reunión. La tomé de la mano por
el placer de tocarla y para que todos vieran que yo no estaba tan desamparado y
tan huérfano.
Mientras tanto, abriéndose paso entre la muchedumbre,
progresaba hacia nosotros, con ceremoniosa lentitud, un caballero alto, canoso,
de cara inexpresiva pero hecha de cartón o de madera, vagamente parecido a ese
rey de Suecia que logró fama de tenista mediocre. Margarita murmuró:
–Mi marido.
La solté rápidamente, pero ella, retomando mi mano,
dijo:
–El vejete no importa.
La aparición de este personaje, que me había alarmado,
dio ocasión de una nueva gama de placeres: presentarlo a la belle madame, al escribano y a su
familia, demostrarles que tengo por el mundo mi reserva de amigos (no podían
saber desde cuándo lo conocía). El caballero se inclinaba un poco, levantaba
otro poco la mano de las damas, les besaba los guantes negros o grises con una
cortesía quizá lúgubre, pero elegante.
–Esto es una droga –suspiró Margarita–. Llévame a
bailar a Biarritz.
–De acuerdo –contesté–, pero primero vamos a comer.
Verte despierta el hambre.
Yo quería ganar tiempo en la esperanza de salvarme del
largo viaje a Biarritz. Mi amiga respondió:
–A mí también.
No sé qué quiso decir.
–¿Habrá que llevar a tu marido?
–¿Estás loco? Gustav no cuenta. Tiene eso de simpático
y de práctico: uno puede olvidarlo en cualquier parte.
La llevé a un restaurante de la calle Barthou llamado Chez Pierre. Nos atendió un criado viejo
de saco negro; sospecho que se trata de Pierre en persona. Por una mueca de
Margarita descubrí que el saloncito del piso alto donde nos metieron, con
paredes desnudas, de zócalo pintado, con sillas de esterilla y madera rubia,
rodeando una mesa evidentemente destinada a familias burguesas, no la
deslumbró. Las mujeres, aunque tienen el vigor del caballo, se deprimen por
todo. Un restaurante las deprime; prefieren comer en uno de esos lugares donde suena
un piano y donde, al favor de la oscuridad, se besuquean las parejas y tal vez
ingieren cucarachas. Yo olvido estas preferencias y, a lo largo del tiempo, con
diversas mujeres cometo idénticos errores. En la noche de mi relato, Pierre me
reivindicó, exaltó mi fama de hombre conocedor, conquistó (para mi causa, desde
luego) a Margarita bajo el peso de un caldo con migas de pan tostado, al que
siguieron paté de pato con salsa de
uvas y fondos de alcauciles, truchas del gave,
ortolans con papas fritas (no indignas
del Perosio y del Pedemonte), quesos camembert
y del país, omelette surprise y un
café que no valía la pena. Pedí un vinito del Jurançon y, por indicación de mi
compañera, un vino tinto. En homenaje a Toulet, me mantuve fiel a Jurançon,
hasta que trajeron el champagne dulce
al promediar el postre. Cuando salimos a la calle miré las personas de la
ciudad dormida y anuncié
–Ahora a casita. ¿O quieres todavía dar una vuelta?
–¿Una vuelta? Me llevas a Biarritz a bailar.
–¿Con todo lo comido? Tu cuarto y tu cama te esperan.
¿No te atraen?
–Nunca me atraen. Me deprimen. ¿Conoces mayor
depresión que la de un cuarto de hotel? Quizá la de la propia casa. Me gusta
que me lleven de paseo. De noche, de madrugada, soy andariega, como los gatos.
Lo único que me deprime un poco es el café con leche, con pan y manteca a la
mañana temprano en un bar recién abierto, con las sillas patas arriba sobre las
mesas y un lavacopas fregando el piso; pero como es una prueba de que pasé la
noche fuera de casa, lo tolero bien.
La odié mientras la escuchaba, sobre todo cuando
declaró:
–Si me devuelves a casa, ¡te odio!, ¡te odio!, y muero
de depresión.
Ya lo dije muchas veces: junto a las mujeres la vida
es una milicia, una milicia que debiera
ser obligatoria para la juventud, pues completa la educación u forma el
carácter; por ella triunfamos de nuestras debilidades y, lo que es más
importante, aprendemos a cuidar el detalle personal, a atender la cama, a
preparar el té.
Sintiéndome poco menos que heroico, dirigí mi Ford
hacia la carretera que va a Biarritz, por Orthez y por Bayona. No sólo me
abrumaba el cansancio; el vinito de Jurançon estaba activo.
Yo he descubierto que es muy peligroso aplicar a la
conducta ideas literarias. Uno se retira a una estancia con la intención de llevar
una vida natural y con el sueño de convertirse en un gentleman farmer, pero no tarda el corroborar el dicho del viejo
Wilde de que el campo embrutece, envejece, empobrece; o para imitar a modelos
de la Puerta del Sol o de Montmartre abraza la vida de cafés, duerme poco,
pierde la salud, ya no escribe; o para saludar a Toulet, de quien uno es amigo
por algún epigrama leído veinte años después de su muerte, bebe copas de
Jurançon y, por la ruta de Biarritz, una noche, es el hombre más desdichado del
mundo.
Por fin llegamos. En una esquina pregunté a un
transeúnte qué lugar había para bailar.
–El Luna Park –dijo, e indicó el camino.
Encontramos el Luna Park, después de extraviarnos dos
o tres veces.
–Esto no es lo que buscamos –declaró Margarita.
Como si hubiera perdido toda la confianza en mí, ella
misma interrogó a un chauffeur de
taxímetro. Me comunicó después:
–Vamos a La Paiva, en el Casino Bellevue.
Bailamos interminablemente. Yo hubiera querido echarme
en un rincón a mil leguas de Margarita y del género humano. En algún momento
tomé en el bar dos aspirinas, un vaso de agua, dos tacitas de café. Persuadí
luego a mi amiga de que volviéramos. Dijo:
–Perfectamente. Pero volvamos por caminos del
interior. Recorreremos el país vasco antes de que amanezca, pero lo fundamental
es llegar al Bearn, que es la parte linda del trayecto, con el alba.
Todavía no había amanecido cuando le pregunté:
–¿Por qué te casaste con él?
–Ustedes no entienden eso, pero las mujeres tenemos
ansia de seguridad. Como decía la descocada de Rómula, sin ropa de hombre en la
casa no es vida. La más aventurada de nosotras clama por un puerto, por un
hogar sólido, por un protector. Cuando lo vi a Gustav me dije: Este es el
marido que busco: experimentado, tranquilo, varonil. Hay momentos en que la
mujer necesita a su lado un hombre de veras. El loco de Julio –eso no es hombre
ni es nada– me había dejado medio deshecha, y, lo que es peor, ya sabes cómo, y
con la frasecita que me repetía con la cara impávida: «Vieja, es cosa tuya.» Nunca
tuve tiempo de preguntarme a quién se lo cuelgo, y ya apareció, tan cortés, el
vejete, y no había pasado una semana sin que fuéramos el más flamante
matrimonio en Montevideo, eso sí, porque su primera mujer está en Europa y yo
de Clemens no me olvidaré mientras viva: debí de tener una venda en los ojos
cuando me casé con el monstruo. ¿Sabes que de noche despierto en un mar de
lágrimas porque sueño que todavía estoy casada con Clemens? Gustav es otra
cosa. Me dio prueba sobre prueba de mi acierto en elegirlo. Con el nacimiento
del niño se reveló como un caballero de proporciones considerables. ¿Tú crees
que se rebajó a determinar el grupo sanguíneo? Nada de eso. Como tabla
reconoció a su hijo. Por su parte, mi padre me había arrancado la promesa formal
de que le llevaría al heredero a Lima ni bien naciera. Pero cuando llegó
Gustavito me entró una flojera absoluta que le dije al Gordo…
–¿Quién es el Gordo?
–¿Cómo quién? El vejete, Gustav, mi marido. Entre
nosotros lo llamo el Gordo.
–No tiene barriga.
–Pero es un hombre como queremos para la casa las
mujeres. No está en la pavada como tú, no es frívolo. Tiene los dos pies
firmemente enterrados en el piso y piensa en problemas de su casa, de su
familia, de mi dinero. Es un burgués. Cuentas con él para lo bueno y para lo
malo; a su manera es muy seguro. Los hombres de este tipo generalmente son
calvos y barrigones; éste, por casualidad, tiene pelo y no tiene barriga, pero
corresponde al tipo. Bueno, me entró tanta flojera que le dije «Que papá se
enoje, que Gustavito pierda sus millones, pero yo no viajo a Lima.» Pensé, con
lo que le importa el dinero, que Gustav se convertiría en un loco furioso o más
bien en un elefante enojado, porque tarda en indignarse, pero cuando se indigna
es terrible. No te caigas de espaldas: Gustav se mostró comprensivo,
cooperativo, como él dice, lleno de recursos. Consiguió de un medico un
certificado de que yo pasaba por una demencia puerperal o algo así, con la
cláusula de que viajar en mi estado no era prudente.
–¿Sabe que el hijo no es suyo?
–¿Cómo quieres que yo lo sepa? No se lo pregunté; pero
tú debes compenetrarte de que no es gente como tú y como yo. Hace planes,
piensa en el mañana. ¿Te acuerdas de la fábula de la cigarra y de la hormiga?
Cuando era niña la recitaba. Tú y yo somos cigarras, Gustav es la hormiga.
Siempre trabaja, siempre esa cabeza está revolviendo algo. Cuando mi padre me
escribió para anunciar que había puesto el dinero a nombre del niño, no le dije
nada a Gustav, porque tan tonta no soy, pero vaya uno a saber qué hice con la
carta, porque debió de leerla. ¡Con lo curioso que es con todo lo que se
refiere a mi plata, a la de Gustavito y a la de mi padre! Lo cierto es que poco
después de recibir yo esa comunicación, a Gustav le entró la manía de declararme
insana –loca de atar–, y un día se me aparecieron en la puerta dos individuos
de guardapolvo blanco que pretendían llevarme, pero los conquisté y me dejaron,
y otra noche tuve que guarecerme en el Santísimo con Gustavito porque los
médicos del loquero me buscaban en serio.
Habíamos llegado a Mauleon. Cargué nafta en la plaza.
Indicando el castillo, pregunté:
–¿No te gusta?
–Claro que me gusta –contestó–. Pero si nos quedáramos
tú y yo a vivir en él me gustaría más.
¡La subjetividad de las mujeres! Todo lo vinculan a
cuestiones personales. Sin ningún amorío adentro, no aprecian este melancólico
y digno castillo de provincia.
–En realidad –prosiguió Margarita– si yo tuviera algún
seso te obligaría a quedarte conmigo. Pero no temas, cuando estoy resuelta no
vuelvo atrás.
Continuamos el camino entre laderas labradas, vivos
verdes, ocres de tierra desnuda, caseríos con techo de pizarra y, de tanto en
tanto, un castillo. El europeo desdeña este paisaje ordenado; Byron y Lamartine
le enseñaron a maravillarse ante la naturaleza feroz del valle de Ossau, hasta
el punto de que si en la guía usted lee camino
pintoresco descuente que va a serpentear por las alturas entre barrancos y
peñascos. Cada uno se admira de lo que no tiene. El criollo prefiere el orden y
el trabajo humano, porque el potrero y el cardo, la laguna y el duraznillo, lo
aguardan en el primer hueco, a unos pasos de la plaza San Martín. Mientras
tanto, Margarita contaba:
–Las peleas arreciaron, hasta que intervino un
noviecito mío que es abogado y todo se calmó. Gustav anunció que tenía que irse
a Islandia por una temporada. Tan bueno se había puesto, que se excusó de no
llevarme y prometió que el próximo viaje lo haríamos juntos. En cuanto se fue,
creo que al otro día de la partida, llegó una carta para él de un compatriota
suyo que le escribía en su idioma. El noviecito mío, el abogado, la incautó;
una vez traducida por otro amigo, el doctor Pulman resultó que reseñaba la
dirección de un médico del Open Door
de Reykhavic. Después de tres meses de tranquilidad, en que engoré tres kilos,
volvió Gustav. Estuvo tan cariñoso que seguí engordando. Hace cosa de veinte
días me dijo, de buenas a primeras, que nos íbamos a Islandia. Pusimos pupilo a
Gustavito y aquí me tienes, de paso. Mañana salimos para París y Londres; desde
allá, el jueves, un avión nos lleva a Reykhavic.
Estábamos entrando en Pau. Le dije:
–No vayas.
–¿Por qué? –preguntó.
–Va a encerrarte el crápula.
–Quizá no sea un crápula. Ya te expliqué: a veces creo
que, al verse engañado, juntó rabia, como un animal grande de reacciones
lentas.
–Lo cierto es que va a encerrarte. ¿Cómo te
defenderás? No hablas el idioma y allá nadie entenderá el español.
–Habrá algún cónsul del Perú que conocerá a mi padre,
aunque sea de nombre.
–No creo que en Islandia haya representación del Perú.
–¿Puedo saber por qué? Si no la hay del Perú, tampoco
la habrá de la Argentina.
–Peor todavía. No es cuestión de patriotismo. Si te
encierran…
–No te preocupes. Me arreglaré de algún modo. Una
mujer debe seguir a su marido, a menos que…
–¿A menos que encuentre a otro? Quédate conmigo.
–Para eso me hubiera quedado con el noviecito. Por lo
menos trabaja en su estudio.
–Como no te quedaste con él, lo damos por eliminado.
Yo soy la última tabla de salvación…
Me apretó la mano, me besó la mejilla y bajó en su
hotel. Con pena en el corazón la vi alejarse, pero la verdad es que a esa hora
yo sólo podía pensar en mi cuarto y en mi cama.
El cuento "Todas las mujeres son iguales" está sacado del libro del autor titulado Historias de
amor (Buenos Aires: Emecé Editores, S. A., 1995, pp. 29-37). Es una especie de contraparte del cuento "Todos los hombres son iguales" que publicamos la semana anterior.
Fotografía del autor: Wikipedia.