Claudia Andrade Ecchio
Esta es la configuración actual de las esferas de la magia. Agradecemos a nuestro contacto en el mundo de la brujería.
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La mayor parte de lo que
hacemos y de lo que somos está motivado por la muerte…
(Escritos de Salamanca)
«Conocer el nombre de una persona es nuestra arma más poderosa»,
me dijo mi padre la única vez que quiso que lo acompañara a cazar. Tenía nueve
años. Me hablaba como si fuera un iniciado en los secretos. Un simple niño. No
un brujo como él. «Sabiendo su nombre puedes lograr que haga lo que quieras».
Me sentí ofendido. Claramente me consideraba inferior. Traté de que no se diera
cuenta de mi enojo porque quería observar su arte que, hasta entonces, nunca
había querido compartir conmigo. «Con los brujos es distinto. Necesitamos dos
nombres: uno para atraparlo y otro para retenerlo». Sus palabras tejían
encantamientos, pero yo estaba más concentrado en sus manos, conocedoras de un
saber antiguo, que con destreza modelaban el cuerpo de un arriero de la zona.
Su última presa.
En ese entonces lo consideraba un artista. Sus muertos
tenían una belleza insuperable. Ese pensamiento inquieta a mi sombra, que gruñe
molesta. No le gusta que lo recuerde. Lo detesto. Lo sé. Pero hay que
reconocer que mataba y esculpía como los dioses. Porque lo ayudaba.
Porque era creativo. ¡Bah!
Mi atención se desvía a un grupo de universitarios que
pasa cerca de mi escondite. Hablan fuerte. Despreocupados. No imaginan que
alguien pueda estar al acecho. Menos aquí. En Concepción. Los citadinos son
muy confiados. Demasiado. Los sigo con la vista hasta perderlos. Después,
me concentro en la laguna Los Patos. Sus aguas están quietas. En la orilla
opuesta, cerca del puente, está mi próxima víctima. Sigue acompañada. Todavía
no es el momento. Pronto.
Mientras espero, recuerdo la noche en que mi padre quiso
embrujarme. Fue más que un simple embrujo. Me di cuenta. Me tiró un
maleficio. Uno muy extraño. Por alguna razón quería que me preocupara
por alguien. Que sintiera la necesidad de proteger a otro. «Los brujos
necesitan compañeros», me dijo. Una estupidez. De acuerdo. Pero debo
reconocer que algo de su magia hizo efecto. Por un instante vi a ese otro que
me acompañaría y que, incluso, daría la vida por mí. Dar la vida es mucho
pedir. Hablaba de un brujo, no de ti. Obviamente. Mi existencia es
demasiado placentera como para abandonarla. Siempre tan humilde. Sincero.
Aun hoy me cuesta entender en qué estaba pensando. No iba
con su carácter. Quería dejarte un legado. Sí. Y solo por eso no lo
detuve. Debiste hacerlo. Quizás. Me traicionó. Nos traicionó a
ambos. Pero se lo cobramos. Unos meses más tarde, bajo otra luna, sus dos
nombres me fueron revelados: uno por despecho; el otro por venganza. Se
convirtió en mi primera obra maestra. Nuestra. Cierto. Sus pupilas
culposas adornaron mi pieza por años. Eso sí que es arte. Del mejor.
La chica me distrae de mis recuerdos. La veo decidida.
No quiere irse. Sus amigos insisten. Que ya es tarde. Que puede ser peligroso.
Ella se resiste. La noche está tibia. Quiere quedarse un rato más. Está
haciendo exactamente lo que le pedí. Linda, ¿verdad? Un ángel.
Entre abrazos y besos en la mejilla, se despiden.
Cuando se marchan, ella se sienta en una banca cercana. Ya es tiempo. No puede
haber errores. El llamado debe ser ejecutado a la perfección. No te
preocupes. No lo estoy. He tomado todos los resguardos. Nos han visto
hablando en los jardines de la universidad. Ayudante y alumna conversando
trivialidades.
Nada sospechoso. Nada. En el auto tenemos todo
lo que necesitamos. Conocemos todos los senderos. Todos los escondites. Nos
va a quedar hermosa. Es la idea.
Aguardo un poco más. Quiero que me espere. Qué desconsiderado.
Tengo una reputación que mantener. Te gusta jugar. Mucho. Son solo unos
minutos. Me sirven para observarla. Se parece bastante. Por eso la elegí.
Cuando mira su celular, inquieta, salgo a su
encuentro.
—¡Hola! —hago como que vengo apurado, sin aliento; se
gira complacida—. Perdona el atraso. Es fin de semestre, supongo que sabes cómo
es.
—No hay problema. Pensé que no vendría.
—¿Y dejarte sola en una noche como esta?
Sonríe. Los cisnes de la laguna se asustan con nuestra
presencia. Presienten. Sus graznidos la perturban. Se estremece levemente,
lo que aprovecho para sentarme a su lado. Rozo su brazo desnudo para sentir su
tibieza. La temperatura es la indicada. Quedará perfecta. Se
tranquiliza. Está contenta de que haya venido. Y orgullosa. Porque cree
que me conquistó. Sabes escogerlas. Con pinzas.
—Los despertamos.
—Es raro, habían estado silenciosos. Como dormidos. ¿Le
gustan?
—Me gustan sus cuellos… Pero no me trates de usted. Te
lo pedí la otra vez.
—Lo sé. Es que me cuesta acostumbrarme.
—Señorita Castillo. No sabía que era tan formal para
sus cosas.
—Para algunas no más.
—¿Y
para cuáles no?
Se
sonroja. Eres un encanto. Lo sé.
—Conozco un lugar más privado. Sin pájaros observándonos.
¿Te animas?
Me mira como dudando. Quizás una mínima parte de su alma
trata de prevenirla. No importa. Los seres humanos tienden a desobedecer sus
propias intuiciones y esta no es la excepción. Se pone de pie, acomoda su
vestido y me tiende la mano, tímida. Caminamos en silencio. Para ella debe ser mágico.
Ha logrado lo que muchas intentaron durante todo el año. Ella. Nadie más. Para
mí, es el tiempo necesario para que relaje su musculatura y su sangre fluya con
serenidad. Tranquilos al matadero. Por supuesto. De lo contrario, todo se
estropea.
A lo lejos se escuchan gritos de entusiasmo. No me
interesa. A medianoche, los estudiantes comenzarán a marcharse. La fiesta
seguirá en otro lugar. Eso me dará todo el tiempo que necesito. Más cerca, oímos
jadeos frenéticos. La siento ruborizarse, pero no dice nada. Nos alejamos. Tomamos
camino Einstein hacia el cerro. Allá nadie me interrumpirá.
—Tan silenciosa... Si estás incómoda, me dices y nos devolvemos.
—No, está bien. Es que nunca había estado en la U tan tarde.
Se ve diferente.
—¿Siniestra?
—Sí, eso.
—Me gusta mucho. Es una belleza jungiana.
—Usted…, digo, tú y tu Jung. Siempre pensé que todos los
psicólogos rayaban por Freud y Lacan.
—Son unos pastas.
Esta vez ríe con ganas.
—¿Y por qué te gusta tanto Jung? Te la pasas leyéndolo…
—Para hacerme el interesante.
—Mentira.
—En serio. Y funciona. Lo juro.
—¿Han caído redonditas?
—Algunas.
Todas. Decirle eso sería una crueldad.
—Pensé que eras más profundo.
—Y lo soy. Lo dije para huevearte.
—¿Y sin hueveo?
—Quieres una confesión, ¿no crees que es mucho pedir?
—Quizás…
—¿Y qué me darás a cambio?
—Imagina.
Me aburro del juego. La tomo de improviso y la beso
con fingida pasión. No me aparta. Su boca es jugosa. Suculenta. Eres
insaciable. Tú también.
—La sombra.
—¿Qué?
Sé que está en otra parte, en sus sueños de niña con
su príncipe azul, pero es imprescindible regresarla al presente. Solo así
funcionará. Eres cruel. Ambos.
—El arquetipo que más me gusta.
—Bien siniestros tus gustos.
—Ya me estás conociendo.
—Cuéntame más.
—Primero dime algo de ti.
—Pucha, creo que lo sabes todo.
—Siempre hay algo por descubrir. Algo inconfesable,
por ejemplo.
Se queda pensativa un rato. Sé que es honesta. No lo
hace para hacerse la interesante. Inocente. Como nos gustan.
—Mi papá rayaba con la historia. Cuando era chica me llevaba
con mi hermano a la galería de la historia del parque Ecuador. ¿La conoces?
Asiento.
—Todavía voy, una vez al año. No por él, sino porque
me gusta escuchar esas voces en off que te cuentan la historia de Conce.
¿Muy perno?
—Auténtico.
—A
veces sueño con esas voces…
—¿Y qué te dicen?
—Que tenga cuidado.
No puedo evitar sonreír. A veces es demasiado fácil. Te
las dan en bandeja.
—Te estás riendo.
—Perdona. Se ríe mi psicólogo interior.
—¿Me citarás con tus alumnos y tus pacientes?
—Por supuesto.
—Eres malvado…
—Mucho. Pero a ti te gusta, ¿no?
Me abraza y es ella quien toma la iniciativa. La dejo hacer.
Es más fácil moldearla de esta manera. No se resiste. Intenta recostarse sobre
la gravilla, bajo unos arbustos, pero la detengo.
—Aquí no. Más arriba.
—¿Tu lugar favorito?
—¿Te molesta?
—No.
Todo fluye. No hay viento esta noche. Ideal para
convocarlo. Estás más ansioso que de costumbre. He esperado mucho por
esto. Yo también. Pero no podemos apresurarnos. Todo a su tiempo.
Exacto. Ahora concentrémonos en lo que sabemos hacer mejor.
—¿Conoces la virgen del santuario? —pregunto.
—¿Quién no?
—¿Sabías que está ahí desde principios del siglo
pasado?
—Mi papá me lo mencionó una vez.
—De veras que rayaba con la historia —se ríe—. ¿Y te contó
que antes ese lugar era usado para concebir a los brujos más poderosos?
—Preferiría no hablar de mi papá ahora.
—¿Para no decirle a tu psicóloga que te gusta pensar
en él cuando estás… así?
—Eso sí que sería inconfesable. Su beso es distinto. Caliente.
Nunca
se termina de conocer
a una persona. Nunca. Se apresura. Hubiese sido
ideal estar en el santuario mismo, exactamente bajo la virgen, para que sus
cuencas de porcelana nos observaran. Riesgoso.
Por eso lo hacemos acá. Después podré llevarla al
lugar preciso, bajo sus pies, como ofrenda.
Mis manos se van a su cuello mientras ella intenta
excitarme. Lo logra, pero no como imagina. Me acerco a su oreja derecha, para que
me escuche con claridad. Debe entregarle el mensaje.
—Lorena.
No responde. Insiste en que la recorra, pero es solo
su cuello lo que me interesa.
—Lorena… Cuando te pregunte, debes decirle que ya es tiempo.
—Ya es tiempo…
—Sí, ya es tiempo de que venga.
—…de que venga…
—Lorena.
Levanto su cabeza para que sea lo último que vea en
esta vida. Entre el placer que la embarga percibo un cambio. Te está viendo. No
pude aguantarme. Él también te verá. No importa. Soy mutable. Eso es
precisamente lo que más admiro de ti.
—Dilo: «Ya es tiempo de que vengas hacia mí». Compláceme.
Me observa, como tratando de decidir si lo que ha
visto a mi espalda es real o no. Opta por lo último. Piensa que son las sombras
que le juegan un mala pasada. Mi sombra. La nuestra.
—Eres raro, Alejandro.
—Soy un gusto adquirido.
Su sonrisa es bonita. Decido dejársela como regalo. Un
lindo gesto. Desliza sus suaves dedos por mi pelo y con increíble convicción,
susurra:
—Ya es tiempo de que vengas hacia mí.
Su cuello se disloca con facilidad. Mis manos casi no dejan
huella. Lo poco que han dejado será borrado por mi sombra. Pienso en mi padre.
En su traición. Mientras comenzamos a hacer el trabajo que más nos gusta,
siento la muerte regocijarse en mi interior. Estamos listos. Ahora solo
queda esperar.
Sobre la Autora:
Claudia Andrade Ecchio (1977) es una escritora chilena,
coautora de La Espera (2016) junto a
Camila Valenzuela y de Maleficio: El
brujo y su sombra es su primera novela en solitario y que aquí, en El descanso en la escalera publicamos su
primer capítulo. Además de su labor como escritora, Claudia Andrade Ecchio se
ha dedicado a investigar y a promover la literatura para la infancia,
adolescencia y juventud. Fruto de ese interés encontramos su investigación de
doctorado y su participación constante como expositora en distintos eventos sobre el tema. Hoy nos complace publicar parte
de su obra.