Traducción de René Olivares Jara
Orfeo. Eurídice. Hermes.
Era la extraña mina de las almas.
Como silenciosas vetas[1] de plata iban
a través de la oscuridad. Entre raíces
brotaba la sangre que iba hacia los hombres
y duro como el pórfido se veía en la oscuridad.
No había nada más rojo.
Ahí había rocas
y bosques inmateriales. Puentes sobre el vacío
y aquel gran estanque gris y ciego
que colgaba sobre su lejano suelo
como un cielo de lluvia sobre un paisaje.
Y entre los prados, suave y lleno de indulgencia,
apareció recostado el blanco trazo de un camino
como una larga palidez.
Y venían ellos de aquel único camino.
Adelante el delgado hombre en manto azul,
que mudo e impaciente ante sí veía.
Sin masticar devoraba su paso el camino
a grandes bocados; sus manos colgaban
duras y cerradas desde la caída del pliegue
y no sabían más de la ligera lira
que a la izquierda estaba incrustada
como un ramo de rosas en la rama del olivo.
Y rotos parecían sus sentidos:
mientras, la mirada se le adelantaba como un perro,
regresaba e iba cada vez más lejos
y se quedaba esperando en la próxima vuelta, —
su oído permanecía atrás como un perfume.
A veces le parecía que llegaba
hasta la marcha de aquellos otros
que debían seguir aquel completo ascenso,
cuando era nuevamente sólo el eco de su marcha
y el viento de su manto lo que detrás de él estaba.
Pero se dijo que sin embargo vendrían;
lo dijo alto y lo escuchó desvanecerse.
Sin embargo vendrían, sólo serían dos
los que irían terriblemente silenciosos. Pudiera
voltearse una vez (no fuera el mirar atrás
estropear todo ese trabajo
que está siendo logrado), debería verlos,
los dos silenciosos, que callando lo seguían.
El dios de la marcha y del mensaje lejano,
la capilla de viaje sobre los ojos claros,
portando el delgado bastón delante del cuerpo
y aleteando en los tobillos,
y entregada a su mano izquierda: ella.
La tan amada, que de una lira vino más llanto
que jamás de plañideras;
que de la queja fue un mundo, en el que ahí
todo una vez más estaba: bosque y valle
y camino y pueblo, campo, río y animal;
y que alrededor de ese mundo de llanto, completamente
como alrededor de la otra tierra, marchaba
un sol y un silencioso cielo estrellado,
un cielo de llanto con estrellas deformadas —:
Esta tan amada.
Pero ella iba de la mano de aquel dios,
el paso limitado por largas mortajas,
insegura, suave y sin impaciencia.
Ella estaba en sí, como una alta esperanza
y no pensaba en el hombre que iba delante
ni en el camino que ascendía hacia la vida.
Ella estaba en sí. Y su estar muerta
la llenaba como abundancia.
Como un fruto de dulzura y oscuridad,
así estaba ella llena de su gran muerte,
que era tan reciente que ella nada comprendía.
Ella estaba en una nueva doncellez
y era intocable; su sexo estaba cerrado
como una joven flor hacia la tarde
y sus manos estaban tan desacostumbradas
al enlace matrimonial, que incluso
el más leve roce del ligero dios
la ofendía como demasiado familiar.
Ella no era ya más esa mujer rubia
que en las canciones del poeta a veces evocaba,
no más aroma e isla del amplio lecho
y no más propiedad de aquel hombre.
Ella estaba ya disuelta como una larga cabellera,
entregada como lluvia caída
y repartida como abundante provisión.
Ella era ya raíz.
Y cuando de pronto el dios la detuvo
y con dolor en el grito
dijo las palabras: «Él se ha dado vuelta»,
ella no comprendió nada y dijo bajo: ¿Quién?
Pero lejos, oscuro ante la clara salida,
alguien estaba de pie, cuyo rostro
no era reconocible. Veía
cómo en el trazo del sendero de un prado
el dios del mensaje con la mirada llena de tristeza
giró silenciosamente para seguir la figura
que ya volvía por el mismo camino,
el paso limitado por largas mortajas,
insegura, suave y sin impaciencia.
El poeta
Te alejas de mí, Hora.
Tu aleteo me hace heridas.
Solo: ¿qué debo hacer con mi boca?
¿con mi noche? ¿con mi día?
No tengo amada ni casa,
ni lugar en que vivir.
Todas las cosas a las que me he dado
se hacen ricas y me consumen.
[1] El término Adern significa “vena” y “veta”, que alude tanto al concepto de “mina” como al de “sangre” que aparece más adelante. Lamentablemente en castellano no hay un término que mantenga esa doble significación, así que utilizo “veta”, que si bien no alude a la sangre, mantiene en parte la idea original, que se perdería con “venas de plata”.