Pablo Rojas Escobar
1
Lanzo mis ramas al cielo todas las
mañanas. Pongo una raíz en cualquier parte. Voy con mi corteza herida por los
hachazos del rayo y la sierra de la lluvia en los pasillos. Como siempre en
primavera, soy fuerte como el sol y amo el aire y el agua.
Por la noche me retiro. Contemplo
las estrellas pintadas de mis hojas. La savia que corre por mis venas salta a
fines del verano y doy a luz, a mis frutos. Ellos caen como la lluvia, como
racimos de mí. A veces caen por días y semanas y muero de dolor.
En otoño suelo llorar la muerte de
mis hijos y el frío del granizo me abofetea el rostro y no soporto más mi
follaje canoso y termino peleando con el viento odioso que no me deja en paz.
Termino vencido todos los inviernos, muerto por un segundo, knockeado por la
brutalidad de la noche. Pero revivo de esa noche en la mañana, y con el sol que
nace abro un ojo en cada capullo para mirar el horizonte.
Es difícil amar el aire cuando es
humo y hielo y es trabajoso el arte de vestir hojas y perfumar flores. No
busco la belleza deliberadamente, ella aparece y se va. Puedo hacer cientos de
flores y frutos, pero ahora sé que tengo que sufrir por ellos y pagar muy caro
por verlos partir.
Cada año tengo que pasar lo mismo.
Los dioses me dieron esta rutina. Con el tiempo he mejorado algunas cosas, pero
el ánimo del viento o el amor del sol me son por completo indescifrables. Para
pasar los días hablo conmigo mismo. Me cuento historias de la primavera pasada
o dibujo otros árboles al unir las estrellas una a una.
A veces vienen los hombres y les doy
la sombra en el descanso de sus labores. Sus niños se suben a mis ramas. Saltan
sobre mí. Uno se trepa hasta la cumbre y saluda. Desde allí contempla la
pradera y se asombra por primera vez de la belleza. Cuando se aman, tatúan sus
nombres en mi piel y me contagian sus risas y su dolor.
Algunos inviernos se llevan algunas
de mis ramas. Verdaderamente la muerte de algunos beneficia materialmente a
algunos otros. Nunca podré saber si ya no habrá más primaveras, más momentos
de atardecer, lluvia o relámpago. Éste podría ser el último invierno y estas
mis últimas ideas, mis últimos anillos.
3
Hoy desde temprano han llegado los
pájaros. Quieren hacer nidos en mis brazos y en mi pecho. Ellos viven cada día
con la alegría del último día. Nada les falta, ni el alimento, ni el abrigo, ni
la alada libertad. Aprendo de ellos a recorrer el cielo con la mirada. Me
agrada darme como hogar. Pronto serán más y más y cantarán de la noche al
amanecer.
5
La primavera es una cruel hipocresía.
Todos los años nos invita a una fiesta de disfraces para celebrar a la reina de
las promesas. Noche y día paso confeccionando mis adornos, ni el viento me ama
ni la lluvia me consuela, ni el sol me distrae de mi oficio. Todos trabajamos
incansablemente para ella. Y llegado el día las aves más selectas entonan
himnos dulces, y elegantes viajeros llegan a mis ramas. Mas todos ellos,
acabada la fiesta, me dejan solo nuevamente y se van. Entre una primavera y
otra, la soledad; y entre una y otra soledad, la fiesta y la primavera. Algunas
noches de fiesta la embriaguez de la vida nos sorprende pensando en la
eternidad ¡Cuántas veces soñé con la eterna fiesta de la primavera! Pero sólo
es ilusión de las estrellas, del viento, la lluvia y el amor. Todo lo demás
desaparece, las flores, el canto y el calor del sol. Me consuelo al amanecer
pensando en el verano y en los frutos que tendré, hijos de este amor. Y respiro
el polen luminoso esparcido en el aire de la mañana y me muevo bailando aún en
el viento junto al cóndor y al quieto monte que murmura. Y vuelvo al trabajo
irrenunciable de las flores, los perfumes, las tinturas.
6
Qué doloroso oficio el de hacer
hojas tiernas de madera seca. Como golondrinas inquietas que quieren escapar,
con el pico escarban en mi piel hasta romperme y estallar en verde. Siento una
fuerza inquieta recorrerme desde la raíz hasta los brotes, una luz secreta que
me hiere hasta las lágrimas y me llena de felicidad. Y pienso en las primaveras
pasadas, en mis primeras flores y mi primer cambio de hojas. Y todo ese dolor,
toda esa alegría no han sido en vano, pienso. Sé por ejemplo, que la oruga come
de mis hojas y sus pies peludos me hacen cosquillas con su lento caminar, y sé
que sus mordiscos diminutos me pican tanto como los retoños que me nacen año a
año al nacer el sol. Pero sé también que luego duermen entre mis cortezas y una
mañana cualquiera veré nacer la mariposa al viento desatada. No podría
describir la alegría de una nube de alas coloridas revoloteando entre mis
ramas, pequeñas flores bailarinas, jugando brevemente. Al otro día desaparecen
tan rápido como aparecieron, súbitamente. Cuando se van, todo queda en silencio
recordándoles, y pienso si son acaso como la alegría misma, tan ligera, tan
breve, tan fugaz.
9
Al atardecer, con la brisa fresca
retomo la perdida labor de pintar hojas.
Al llegar los primeros soplos
comienzo a remover mis recién doradas ilusiones, y en el aire dejo una palabra
que nunca volverá a ser dicha.
En ocasiones mis hijos, dulces y
maduros caen rodando a la tierra hambrienta. El tiempo los devora, siempre
verdes en mi mente jugando entre las ramas. Cuánto me cuesta verles caer y
desangrarse, cuántos días amándoles entre mis maderas más calientes y
fecundas, y cuánto me cuesta verles partir. Debo dejarlos repartirse y
deshacerse para volver a hacerse árboles amables, frondosos, frutales,
cimbrándose en las nubes, amando las montañas; así los veré un día.
Pero al atardecer los dejo, en las
entrañas de la muerte, doloroso como el cóndor en lo alto, solo como el mar
consigo mismo, como el viento girando, abalanzándose sobre el campo ondeado.
Los dejo viajar al principio, al fuego escondido. Y siento que pierdo a
alguien para siempre como una nube viajera que jamás volveré a ver.
13
De pronto
siento que todo se acaba. ¿Qué son cien, doscientos, trecientos años? Sólo más
dolor, más aburrimiento y desesperación. He visto al padre de mi ingrato
leñador, y al padre del padre de mi ingrato leñador, quién sabe si acaso he
conversado con el padre del padre de su padre. Pero ya no hablaré con los
hijos de sus hijos, y no me importa.
Ya he visto
suficiente.
Mi madera se ha
cimbrado en los vientos violentos, conocí el rayo, el aguacero y el verano
inagotable. Ahora me entrego al olvido, a la orilla del tiempo, y naufrago en
la incertidumbre.
Comprendo que
esta caída es el final. Ya he dejado el dolor para siempre. No habrá más
retoños después de talado. Me pierdo en la última sensación de mis raíces.
Hace muchos
años un niño me enseño esta canción. Quisiera cantarla mientras caigo, mientras
me pierdo entre la ola del follaje desmembrado.
Se me quiebran
las ideas en el pecho. La tierra es tan dulce como el abismo y el cielo es
ahora más lejano que nunca, porque nunca llegaré a besarle.
No me importa.
Un olor a
tierra se levanta con la brisa de la tarde. Todos volvemos al lugar de origen.
Pablo
Rojas Escobar (Temuco, 1981) es docente, Licenciado en Letras, Magister
en Análisis del Discurso. Se ha desempeñado como profesor de Expresión
Oral, Lectura y Escritura Académica en algunas universidades de La
Araucanía. Actualmente es profesor de Español en la Secundaria East de
Chapel Hill de Carolina del Norte en Estados Unidos.
En 2007 publicó El bosque está en mis ojos y yo estoy en el bosque en
la ciudad de Buenos Aires; y más tarde en 2020, Caminantes en la
nieve. Ha publicado cuentos, ensayos y poemas en revistas literarias.
Crédito de las imágenes:
Dorftlandschaft bei Morgenbeleuchtung (Einsamer Baum) y Der Sommer, David Caspar Friedrich (Wikipedia).
Árbol caído, Martín Rico y Ortega (Museo del Prado).