Juana Inés de la Cruz
(Winétt de Rokha)
Mi perenne dolor seco y tranquilo, nació de un choque rudo con la vida, se nutrió con convicciones fatalistas y con vulgaridades ineludibles. Antes de formarse y ser un completo dolor fué una forma imprecisa de idealidad. ¡Tantas circunstancias, tantas vagas influencias que descomponen los sentimientos en vulgares estados de alma!
Si yo pudiera desentenderme de las pequeñeces que me rodean y ellas no me hicieran sufrir, mi dolor inicial seria más bello de lo que es, porque dependería sólo del principio que lo formó.
La frivolidad de las palabras deja incompleto el razonamiento de mi meditación.
Cuando nuestras almas se comprendieron enmudecimos; nos bastaba el solo pensamiento que nos unía, por razón.
No recuerdo largas frases de sus labios ni de los míos y aún en aquella tarde trágica en que nos despedimos para siempre, muy poco nos dijimos con la palabra.
Las enredaderas de invierno, las piedrecillas humedecidas por la última lluvia, oyeron el final de una historia que no habré de contarfce a tí, lector curioso, porque la frivolidad de las palabras le quitaría su belleza.
He buscado en los ojos de los humanos, como una obsedida, algo que pudiera fijar mi atención por algún tiempo. He tratado de interpretar la impasible serenidad de algunos y la febril ansiedad de otros. Ojos ha habido que por su verde color no sólo han sido para mí mar, esperanza, sino locura de belleza; ojos negros como la noche que no sólo han sido abismos, sepulcro de ambiciones, sino desesperación de anhelos, cielos infinitos de sin igual pureza, que me han desdoblado trájicamente al obtener en ellos la paz de los sacrificios consumados. En todos ellos ha vagado mi espíritu, brizna pasajera que tiembla al menor soplo, para irse léjos en busca de algo nuevo que lo haga extremecer de placer o de dolor.
El desasosiego de lo incomprendido, la curiosidad de lo que no se ha vivido: he ahi la vida.
Cuando pienso que puede llegar un día en que habré de saborear la Belleza encarnada en las humanas pasiones, siento una angustiosa y torturante inquietud.
Barco sin rumbo es mi existencia que no deja caer el ancla que la fije por un instante. Mañana, me digo, y espero... ¿Llegará un dia en que cruzaré los mares, veré otros ojos y beberé vida?
Amado mio, ante mis ideales, desapareces, te confundes, eres una cosa tan pequeñita y apénas necesaria, que te comparo a un maletin de viaje que quedara olvidado en un wagon. Me harías falta un instante, pero podría comprar otro mas nuevo y acaso que encerrara muchas cosas que tú no tienes.
Anoche te miré fijamente y te expresé mi pensamiento. Me llamaste loca, ¡loca! Tienes razon, loca soy porque no puedo seguir viviendo la monotonía del vivir; loca, porque pienso que si me amaras, satisfarías mi capricho, muriendo, para que yo viera tus ojos a través de la inmovilidad trájica de la muerte. Acaso ellos, así como reflejaban anoche las lamparillas eléctricas del salón, reflejarian el mas allá... mejor que aquellos ojos azules que no miran el sol.
Ya no soy, amor mío, la muñeca que creiste contentar con unos cuantos besos a la caída de la tarde; ya no soi la pequeña mignon que comía bombones en tus rodillas, mientras con sus manecitas ensortijadas te cerraba los ojos; ya no creo en los duendes ni en los espíritus que se empeñan en contarnos cosas de ultra-tumba; pero sí creo en mi fantasía, creo en mi alma que, siempre fiel a esta cabeza de rizos negros con ojos soñadores, tan pronto vaga en las arenas vírgenes de un desierto como en jardines floridos de flores y de fulgores de luna.
—Quiero saber lo que encierran en el cáliz las rosas que me has traído, dijo Ivette al poeta que no sabía llorar, al poeta que reia de las doloras de Campoamor, de los pesares del niño y de la juventud, porque no pensaba que el niño siente el mismo pesar cuando rompe un soldadito de plomo, que el que siente un hombre ante su felieidad perdida; porque no pensaba que una mujer de dieziseis años sufre tanto no amando, como sufre un hombre de talento que no encuentra a la vida una razon de ser, despues de haberla mirado intensamente bajo su analítica percepción. El poeta que no tuvo lágrimas cuando su madre cerró los ojos a la luz del día, deshojó las rosas que Ivette amaba y ante el cáliz sin pétalos rió con una risa salvaje.
—Poeta, dijo Ivette, tú que todolo sabes, dime, ¿por qué no te conmueves?
—Ivette, contestó el poeta, no te preguntes nunca el por qué de las cosas y así te conmoverá la gota de rocío resbalando desde la hoja que la ostenta brillante y frájil a la tierra que la consume.
—No lo creo, murmuró Ivette, tu sentir no es igual al mio y si tú solo amas los misterios que no puedes descifrar, yo, en cambio, amo en tí la descifración del misterio. Llévame a la cumbre del alto monte del saber y desde allí muéstrame lo que ocultas por temor de que ya no te ame. Quiero vivir la vida que tú vives, aprender lo que aprendes y no temas por esto que me muestre altiva. Mi corazón será siempre el mismo ignorante o sabio.
—Eres muy niña, dijo el poeta, espera...
Y rio de la cándida Ivette dejándole en el alma un dejo amargo de ironía...
—Tú has tenido la culpa, jimió Ivette, tú que enmudeciste cuando te interrogué.
—Acaso tengas razon, pero creí cumplir con mi deber. Ni tú ni yo hemos tenido la culpa, la tuvo...
—Tu egoismo, dijo Ivette débilmente. Y el poeta que no sabía llorar, por la primera vez lloró arrepentido en brazos de la mujer que no pudo llenar su vida porque él no había sabido crearla para comprenderlo....
La Pobreza, una muchacha flaca y enfermiza, apenas cubría sus desnudeces con un manto hecho jirones. Era la mayor de todos y sin embargo, hubiera podido tomársele por la más pequeña. Iba de prisa... El viento helado de la noche dejaba adivinar sus piernas flácidas, pegando a ellas sus raídos andrajos.
La seguia el Deshonor, muchacho huraño y raro. En sus ojos brillaba una reconcentrada crueldad. Iba dispuesto a introducirse en todas partes no encontrando barrera capaz de atajar su paso.
El último, el más pequeño de todos, era hermoso: su cabecita rubia era un primor; sus manecitas, que el frío no habfa conseguido entumecer, parecían dos azucenas destinadas a calmar mudas heridas profundas. Era este el Amor.
Veinte siglos hacía a que los tres habían abandonado su hogar y una noche, muy parecida a aquella en que salieron, regresaron a la mísera cabaña del Dolor. Blancos cabellos circundaban la frente del anciano y una sonrisa fría y extraña acariciaba sus labios.
—Yo, dijo la Pobreza, he sido causa de múltiples sacrificios: he visitado innumerables hogares y en todas partes he dejado huellas indelebles.
—Sin embargo, es preciso que vuelvas aun al mundo, le aconsejó el Dolor. Tu obra debe ser intensa y hay mucho que hacer todavía. Yo te bendigo nuevamente. Vete.
Le tocó hablar al Deshonor.
—Yo, dijo, llevé la desesperación a muchos padres de familia, doblegué el orgullo de las naciones más poderosas e infundí en los espíritus ese algo que amarga y que no hay tranquilidad capaz de ahuyentar.
—Está bien, dijo el Dolor. Has trabajado con ahinco; más, es preciso que sigas a tu hermana. Vuelve a tu azarosa existencia y, una vez más, lleva mi bendición.
En la triste cabaña solo quedó el Amor, sentado humildemente a los pies de su padre.
—Yo, dijo, durante los primeros siglos fuí el predilecto. Por mí las mujeres más hermosas bajaban de sus tronos; los más gallardos mancebos abdicaban en mi favor riquezas y honores. Me paseé con orgullosa
altivez en los palacios de los reyes y en las humildes cabañas. De pronto, un enemigo formidable salió a mi encuentro y me arrojó el guante. A los rayos del sol brilla y deslumbra y, cuando las sombras de la noche caen sobre el mundo, enciende multiples luminarias para que su brillo no se extinga. Ese es el Oro. El ha ocupado mi lugar. Yo soy el último sentimiento; por lo tanto, mi trabajo ha concluido. Dejad, padre mío, que me refujie al calor de tu hogar; que los que quieran buscarme vendrán aquí y tu responderás por mí.
—Sea, dijo el Dolor y su gran manto envolvió la rubia cabecita del Amor.
Ambas se rien mucho: ¿de qué? Talvez del poeta de luenga melena que las miró doliente... desde una butaca de teatro; talvez de la carta en serio del enamorado militar de bigotes rubios y de ojos con pestañas verdes... (según Ivette, la irónica por excelencia.)
El mundo contempla desde léjos a estas muñequitas de carne sonrosada y las admira.
Ellas son felices, piensa el vulgo, y yo no sé si tiene razón.
Ha llegado el momento de las confidencias. Sentadas en un diván a semejanza de las exóticas hijas del pais del Sol, se cuentan sus secretos...
Y empiezan a caer, primero como gotas de rocío las confidencias blancas y luego como un nubarrón de granizo las confidencias rojas... (aquellas que el confesor de la parroquia cercana habrá de oir horrorizado.)
—¿Sí?... ¿Y después?
—Después... ya ves: lo dejé ir porque hube de engañarme a mí misma, porque yo era una señorita y no estaba bien todo aquello...
—No sé. Acaso la esperanza de encontrar otro como él...
—Y lo encontrarás...
Y dá Mimí una mirada que envuelve a Ivette y acaso en su interior la encuentra bella porque sus ojos parecen reflejar una confirmación a su respuesta.
Ivette entre tanto baja el cuadrito de la madona de Rafael, quita el carton y de entre este y la cartulina saca un retrato.
—Vaya que es hermoso, dice con orgullo.
—Sí, ya lo creo. Y al fin de cuentas ¿cómo es en la intimidad un poeta? ¿cómo habla? ¿qué dice?
—No seas simple. Un poeta, es un hombre como todos, habla como todos y acaso sea un poquito más falso que el resto de la humanidad...
— Y así le quieres tú...
—Es que él no pertenece al rebaño, él es un poeta porque nació poeta así es que en la vida real es tan normal como yo que sueño solo para mí y que para los demás soy tan vulgar como cualquiera. El arte verdadero no necesita de vana exteriorización para surgir de entre la turba que pretende hacer de él un ridículo baluarte.
—Sin embargo, esas melenas, esos chambergos y esas corbatas que ondulan son sujestivas. Un hombre sin esas cosas no me hace la ilusión de un poeta.
—Acaso tengas razón, acabo de quitarle en mi imaginación a un amigo mío todas esas bagatelas y ha quedado un simple figurón de teatro.
—Y ¿cómo distinguiste a tu poeta si no usa tales bagatelas, como tú les llamas?
—Presintiéndolo y familiarizándome con él, leyendo las hermosas estrofas que ha escrito y que son precisamente las que me han hecho penetrar de lleno en su alma.
Y se ríe de nuevo Mimí con la ocurrencia de Ivette que sin querer se ha entristecido...
Con paso lento, la mirada vaga, con un libro de filosofía bajo el brazo, el sabio marqués caminaba dejando en libertad su pensamiento que, como en espirales de humo, traspasaba quizás los umbrales del misterioso país de los Ensueños.
Entonando la eterna canción de los bosques la pastora María sueña con castillos encantados y príncipes de réjias vestiduras. Nada sabe del mundo cuando impregnada de místicas ensoñaciones se apodera de ella el éxtasis que embarga a las almas que saben de la contemplación.
Se encontraron, se acercaron, sus miradas se confundieron, sus espíritus en una muda comunión se elevaron y, sumidos en una idealidad sin límites pasaron algunas horas dignas de ser eternales.
Las sombras del atardecer caían.
El adios que separa a la vulgaridad los separó con ironía cruel.
—¡Si hubiera sido marquesa!
—¡Si hubiera sido pastor!
Ni una mirada hacia atrás, ni una lágrima...
¡Oh cerebros que aún pensais en las distinciones de cuna!
Cierta tarde se encontraron el Amor y el Olvido; ambos iban con distinto rumbo: el uno, iba a dar calor a un corazón que se consumía en una playa lejana; el otro, iba a calmar el ardor de otro corazón que amaba demasiado. Se miraron recelosos. El Amor, por la primera vez le echó en cara su traición y la obra de destrucción con que perseguía su causa. Discutieron acaloradamente. En la lucha, el Amor perdió los ojos y el Olvido las alas.
Intercedió la Mente Infinita:—Todo sentimiento debe existir, ninguno vale más que otro y sobre todo, todos se necesitan entre sí. Y ahora, en castigo de esta discución, os obligaré a que no podais vivir uno sin el otro. El Amor, que ha quedado ciego, trasportará en sus alas al Olvido, que perdió las suyas.
Hoy son hermanos, se comprenden y se buscan. El Amor va de aquí para allá: el Olvido lo sigue sin decir una palabra y eternamente se posa donde cae el Amor, que dulcemente le sonríe...
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Juana Inés de la Cruz (1915) |
Juana Inés de la Cruz es el pseudónimo que Luisa Anabalón Sanderson (1892-1951) utilizó en sus primeros dos libros (Lo que me dijo el Silencio y Horas de Sol) y que posteriormente será conocida como Winétt de Rokha. Los fragmentos que publicamos aquí pertenecen a su libro Horas de Sol (1915), el que en cierta medida, con su mezcla de narraciones simbólicas y prosa poética, viene a complementar su volumen de poemas publicado el mismo año.
La versión que presentamos aquí respeta la ortografía original de la época.
Para leer el texto completo en una versión pdf: Horas de Sol.