Ya apareció el quinto número de nuestra revista El descanso en la escalera. Como es la costumbre, sacamos un numero compilatorio anualmente basado en los textos que publicamos en el blog. En este número, como siempre rescatamos algunas joyitas ocultas de algunos autores consagrados y mostramos también el trabajo de otros no tan conocidos. Los invitamos a ver este nuevo número en el siguiente enlace: El descanso en la escalera N° 5
lunes, 12 de mayo de 2025
lunes, 5 de mayo de 2025
El Anticristo es un juego de niños
Sobre El día de la bestia (Álex de la Iglesia)
Pamela Uribe Valdés
Hace unos días nos sentamos a ver en familia El día de la bestia, de Álex de la Iglesia. Una película hilarante que sigue a un cura que, tras descifrar un mensaje oculto en el Apocalipsis, decide consagrarse al mal para acercarse al Anticristo y eliminarlo. Se constituye así una triada de personajes insólitos: un rockero satánico de gran nobleza, un vidente charlatán y él mismo, un sacerdote que ha hecho un pacto con el Demonio. Esta extraña trinidad profana, espejo invertido de la triada divina -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, se lanza a una cruzada alucinante para salvar al mundo del nacimiento del Anticristo, siguiendo señales confusas y padeciendo toda clase de golpes, abusos y desventuras.
A mi hijo le decepcionó el final: después de todo lo que pasaron, los sacrificios, las palizas, las muertes… ¿para qué? Nada cambió, no hubo gloria, ni revelación, ni recompensa. Pero acaso, ¿no es así de absurda la vida? Le respondí. Hay que vivir pensando que la mayoría de las cosas que nos pasan y que hacemos no tienen mucho sentido ni tampoco un final glorioso.
Y entonces, en medio de la conversación nos surgió otra: ¿quiénes son realmente los malos y los buenos en esta historia? Porque el grupo que supuestamente salva el mundo está compuesto por pecadores, marginados, tipos rotos: un metalero que parece feroz, pero tiene una ternura y lealtad inquebrantable; un farsante que no cree ni en los poderes que predica; y un cura que intenta romper todas las reglas de su fe para hacer el bien a través del mal. En cambio, los verdaderos villanos se esconden tras discursos de pureza: los que quieren “limpiar” Madrid de la suciedad y la pobreza, los que proclaman orden y moralidad… son ellos quienes asesinan al supuesto Anticristo, creyendo actuar en nombre del bien. Pero el cura, en su visión final, los ve transfigurados: ellos son la verdadera maldad. El mal disfrazado de virtud.
Si miramos lo que ocurre en la actualidad, es difícil no pensar que los verdaderos villanos de El día de la bestia —los que querían "limpiar Madrid" con violencia— tienen hoy un eco fuerte en muchos líderes políticos internacionales. Han ganado terreno en sus propios países con discursos similares, aunque más elaborados, envueltos en patriotismo, crecimiento económico, fe o seguridad nacional. Pero el núcleo es el mismo: "limpiar", expulsar, aniquilar lo diferente, lo pobre, lo ajeno.
Hoy ya no se trata solo de un vagabundo quemado en la calle. Se trata de migrantes convertidos en amenaza, de minorías racializadas que son criminalizadas, de adversarios políticos demonizados. Todos ellos deben ser "eliminados", simbólica o literalmente, para que el país vuelva a ser grande. ¿Grande cómo? Económicamente, territorialmente, culturalmente… como si ese pasado idealizado por el discurso que ellos mismos han construido no fuera una representación de sus propuestas radicales.
Estos líderes se presentan como víctimas incluso cuando cometen crímenes horrendos. Bombardean, encarcelan, suprimen, deportan y al menor cuestionamiento se atrincheran: dicen estar haciendo justicia por los suyos. Se apropian del dolor colectivo y lo manipulan. Y cuando alguien los critica, levantan escudos discursivos para acallar la disidencia: etiquetas sacadas de contexto, como "antipatriota", "antidemócrata", incluso "antisemita", cuando ni siquiera se está hablando de religión.
Sin ser una persona religiosa, me temo que aquel demonio bíblico superó la iconografía medieval; ya no necesita cuernos ni rituales satánicos. Viste traje, habla con convicción, aparece en cadena nacional, y tiene millones de seguidores que lo aplauden convencidos de que la “limpieza” es necesaria.
Ahora, a nivel nacional, en Chile, se avecinan nuevas elecciones. Y aunque el discurso de “limpiar” suene levemente más suave que en otras latitudes, la disconformidad se hace latente, sobre todo en una clase política que, en mi opinión, está compuesta casi enteramente por la burguesía dominante: alta o baja, capitalina o regional, pero burguesía al fin. Muchos de ellos parecen convencidos de que es necesario "limpiar Chile": de migrantes, de delincuentes, de desempleo, de todo lo que no encaje en su idea de orden.
Pero, ¿quién define qué debe ser limpiado? ¿Y a qué costo? ¿Qué discursos se activan cuando se vuelve aceptable ver al otro - al pobre, al extranjero, al distinto - como una amenaza a erradicar?
En este momento no puedo sino volver al final de El día de la bestia. No necesitamos un Anticristo sobrenatural que exhiba sus cuernos y cola en nuestra sociedad. La verdadera esencia de la maldad está entre nosotros: viste trajes caros, ofrece promesas exacerbadas, agita temores con elocuencia. Al lado de ellos, el Anticristo es casi un juego de niños. Al menos él tenía un destino inevitable. Ellos, en cambio, eligen ser lo que son. Y lo más inquietante: son producto y consecuencia de nuestras propias decisiones.
Créditos de las imágenes:
sábado, 10 de agosto de 2024
"¿Quieres vencer en Olimpia?"
Epicteto
En cada cosa mira los preceptos y las consecuencias y acércate a ello de acuerdo con eso. Si no, al principio iras animoso, como el que no ha tenido en cuenta nada de lo que va a venir; pero luego, al presentarse algunas dificultades, te apartaras bochornosamente.
¿Quieres vencer en Olimpia? ¡Y yo, por los dioses, pues es agradable! Pero mira los preceptos y las consecuencias y, de esa manera, pon manos a la obra. Has de llevar una vida ordenada, someterte a un régimen alimenticio, abstenerte de dulces, entrenarte por fuerza a la hora señalada con calor o con frío, no tomar agua fría, no tomar vino a tu antojo. Sencillamente: ponerte en manos del entrenador como de un médico. Y luego, en el combate, andar cogiendo tierra; a veces, desencajarte la muñeca, torcerte un tobillo, tragar mucho polvo, y otras veces, incluso, ser azotado y, después de todo eso, ser vencido. Teniendo eso en cuenta, si aún sigues queriendo, ve a hacerte atleta. Si no, te estarás portando como los niños, que tan pronto juegan a los luchadores como a los gladiadores, como a tocar la trompeta, como a representar. Así también tu: tan pronto atleta como gladiador, luego orador, luego filósofo, pero nada con toda tu alma, sino que, como el mono, imitas cualquier imagen que ves y cada vez te gusta una cosa. Porque en nada te metiste con reflexión ni tras haberlo examinado, sino al azar y con deseo poco ardiente.
Así algunos, al ver a un filósofo y al oír hablar a alguno como habla Eúfrates (aunque, ¿quién es capaz de hablar como él?), quieren también ellos filosofar. Hombre, mira primero de qué clase es el asunto y luego examina tu propia naturaleza, a ver si puede soportarlo. ¿Quieres dedicarte al péntatlon o ser luchador? Mira tus brazos, tus muslos, tu espalda; conócelos. Cada uno ha nacido para una cosa. ¿Crees que haciendo lo que haces puedes comer igual, beber igual, desear de la misma manera, contrariarte de la misma manera? Es preciso velar, esforzarse, apartarte de tus familiares, ser despreciado por un muchachito, ser objeto de burla para los que te salgan al encuentro, ser menos en todo: en honras, en gobierno, en tribunales, en cualquier asuntillo. Piénsate esto si quieres obtener a cambio impasibilidad, libertad, imperturbabilidad. Si no, no te acerques, no sea que actúes como los niños: ahora filosofo, luego recaudador de impuestos, luego orador, luego procurador del Cesar. Eso no concuerda. Has de ser un hombre o bueno o malo. Has de cultivar o tu propio regente o lo exterior. O aplicas tu habilidad a lo interior o a lo exterior. Es decir, o mantener el puesto de un filósofo o el de un profano.
Créditos
lunes, 29 de julio de 2024
Amor fati
Epicteto
No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino quiere los sucesos como suceden y vivirás sereno.
Aclaración:
Si bien el término amor fati (amor al destino) ha sido asociado a esta actitud de la escuela estoica ante las vicisitudes de la vida, el nombre mismo es obra del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, quien lo usa por primera vez en su libro La gaya ciencia (1882).
Créditos:
lunes, 24 de junio de 2024
Vampiro
Emilia Pardo Bazán
No se hablaba en el país de otra cosa. Y ¿qué milagro? ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo –distante tres leguas de Vilamorta– bendijo su unión con el Sr. D. Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, mal pocadiño! subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse á caballo, se discurrió que dos fornidos carretones de Gondelle, hechos á cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen á D. Fortunato á la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos á ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio; ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de D. Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado ó mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; sólo que… ¡pch! ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el Sr. Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; sólo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio. –¿No le bastarían a ese viejo chocho siete piés de tierra?– preguntaban entre burlones é indignados los concurrentes al Casino. Júzguense lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que D. Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente á la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como D. Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fué preciso dejarle, encomendado su castigo á su propia locura.
Lo que no se evitó fué la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas; cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron á dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrear una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz á los cónyuges y en soledad la plaza.
Entretanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y á sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fué al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía á la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «no tengas miedo, boba»; los «cásate tranquila» de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que la tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche –la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba á su lado, pegado á su cuerpo, un abrigo dulce– se comprometía á atenderle, á no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios la deparaba uno. Se portaría como hija, y aun más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía D. Fortunato encontrar algún remedio á la decrepitud. «Lo que tengo es frío –repetía, – mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo á ti como si me arrimase á la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más.»
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés á quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de robustez, su intacta provisión de fuerzas, debían reanimar á D. Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían á aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase á Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.
Grande fué el asombro de Vilamorta –mayor que el causado por la boda aún– cuando notaron que D. Fortunato, á quien tenían pronosticada á los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía á pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, á cada paso más derecho, con menor temblequeteo de piernas. A los dos ó tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla! jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos; sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror: «Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.»
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad á Inesiña, la cual murió –¡lástima de muchacha!– antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre ética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado á otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron á la sobrina del cura; pero D. Fortunato busca novia. De esta vez, ó se marcha del pueblo, ó la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y D. Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.
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Emilia Pardo Bazán (1851-1921) |
Esta versión de Vampiro está sacada de El fondo del alma, tomo 31 de las Obras Completas de Emilia Pardo Bazán (Madrid: Administración, pp. 106-112). Hemos mantenido la ortografía de la época, a excepción de algún notorio error de imprenta ("hacía" cuando era "hacia").
Créditos de las imágenes
Capricho 31: "Ruega por ella" (1791), de Francisco Goya: (cc) Wikipedia.