miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Premio Nacional de Literatura



Cada versión del Premio Nacional de Literatura tiene polémica y este año no fue la excepción. Siempre ronda respecto a la idoneidad de los candidatos, ya sea en lo moral, lo político y, de vez en cuando, de lo literario. Pero, ¿y qué hay de la idoneidad del premio? Esta vez lo ha ganado Isabel Allende y con lo que ha ocurrido antes y después de su elección debe hacernos reflexionar un poco respecto al panorama cultural que vivimos en Chile.
Si bien lo que en teoría se discute es la calidad del autor premiado, me parece que un elemento preponderante es el carácter de jubilación que tiene el premio en su génesis. Según entiendo, la idea de crear el Premio Nacional de Literatura surge de la situción de Augusto D`Halmar, quien ya anciano surgía como una figura necesaria de honrar por su vida dedicada a las letras cubriendo con dinero fiscal sus necesidades hasta su muerte.



Siguiendo esta lógica, a la pregunta "¿escribe bien para merecer el Premio Nacional?" habría que preguntarse "¿es lo suficientemente viejo?" Es sólo cosa de fijarse en la edad de la mayoría de los beneficiarios. Es cierto que para poder demostrar una obra "contundente" hacen falta años. Pero esto mismo hace que quizás autores no tan mayores, pero ya con reconocimiento suficiente queden postergados hasta muy avanzada edad. El sólo pensar en este elemento etáreo debería hacernos pensar si el Premio Nacional está bien "calibrado".


Qué es lo que queremos premiar? o más bien, qué parámetros usamos para considerar "lo mejor"?
La exigencia de los intelectuales

"Me parece una mala escritora, simple y llanamente, y llamarla escritora es darle cancha. Ni siquiera creo que Isabel Allende sea una escritora, es una escribidora"
Roberto Bolaño.



Isabel Allende era un nombre que sonaba hace mucho tiempo como candidata del Premio Nacional de Literatura. Sin embargo, por mucho tiempo fue desestimada por la intelectualidad, pues la consideraba una escritora con más méritos comerciales que literarios. Esta aseveración me parece que es simplista por ser dicotómica, pero no errado en su totalidad.

La intelectualidad boga por una "profundidad" en los escritos. Que lo que se diga sea "inteligente" y apunte a los grandes problemas existenciales del ser humano. Es la imagen del "Escritor- Intelectual" o "Escritor-Filósofo", que debe entregarnos las respuestas sobre los grandes temas o, en último caso, cuestionarse y cuestionarnos respecto a nuestro rol en el mundo. Esto da por descontado que además de pensar, hay que escribir bien.

Con Isabel Allende ocurre que lo que tiene desarrollado como escritora es su lado técnico. Sin duda, que ella sabe "contar una historia" y ese manejo del relato es lo que la ha hecho tan popular. Indiquemos que me refiero al relato en un sentido tradicionalmente lineal y alejado de complejidades narrativas como las de Joyce, Faulkner o, sin ir más lejos, Donoso. Del mismo modo, sin duda, que el mantenerse en el mero marco de la entretención deja a lo literario con una escasa profundidad. Como se le ha criticado en más de una ocasión, ella reitera estereotipos, sobre todo femeninos, que en vez de cuestionarlos o resemantizarlos, los explota y les da validez, manteniéndose en la superficie de los problemas que esboza en sus textos. No sin razón Elena Poniatowska decía que la literatura de Allende, junto con Ángeles Mastretta y Laura Esquivel "entran en la literatura como fenómenos comerciales y hacen literatura femenina".



El jurado

La calidad de un premiado está garantizada por la calidad del jurado. Se supone que éste debe estar a la altura de lo que se quiere premiar. En el caso de nuestro Premio Nacional de Literatura, el jurado está conformado por el Ministro de Educación, dos representantes del Consejo de Rectores, uno de la Academia Chilena de la Lengua y uno de los premiados anteriores, que generalmente es el último que lo recibió. Así puestas las cosas, sin personalizar las "culpas", está claro que, como dijo Diamela Eltit, "El problema del Nacional es que tal vez hay déficit en los jurados, que no conocen bien el campo que están premiando." (Diario El Clarín) Por ejemplo, si bien los rectores son personas dedicados a la docencia, no por ello son expertos en literatura. Del mismo modo, la Academia Chilena de la Lengua, aunque es una institución que tiene como meta "colaborar con otras instituciones en materias relacionadas con el idioma y con su literatura, especialmente la chilena" (finalidad C en su reglamento), tiene un tinte más lingüístico. Sin desmerecer al Profesor Goic, que representó a la Academia este año, la institución misma debería tener un tinte más literario como para darle más sentido al Premio.

Con poca especialización en el área, y con un pie más que grande de un ministerio politizado y cada vez menos educado, está claro que la puerta está abierta para candidatos más conocidos que leídos y más superficiales que críticos. Si es que en la época militar se premiaba la adhesión militante o amarilla, ahora se tiene la tentación del populismo. No quiero echar a todos los premiados en el mismo saco. Armando Uribe, entre otros, lo tiene bien merecido. Pero desde hace tiempo que existía el peligro de que el Premio Nacional "se chacreara".


El "público" lector


No hace mucho leí un comentario en facebook de una persona que aplaudía el premio otorgado a Isabel Allende, pues era alguien que escribía cosas para las personas comunes que no tenían tiempo para cuestionarse mucho las cosas. Este comentario debería hacernos refelxionar sobre el tipo de lector que existe mayoritariamente y por qué. Tengo la impresión de que la sociedad de consumo ha generado un público y una oferta en el circuito literario en el que la poca exigencia intelectual genera una oferta del mismo tenor,  lo que potencia una demanda mayor cuando estos libros o autores "de consumo" son integrados a espacios en que son "consagrados", pues los lectores, irreflexivos como parecen ser, suponen que "son buenos" por haberse ganado premios. De todos modos, me cabe la duda de si las personas fuera del mundo profesionalmente literario conocerán a los anteriores autores premiados o a los candidatos. Yo creo que con suerte retendrán unos cuántos nombres. Aquí la pregunta es por qué sucede eso.

Lo que se está alentando es una cultura con personas que, aunque alfabetizadas, son iletradas. El Premio Nacional de Literatura, como se plantea, no pretende tener mayor relevancia y, particularmente por el contexto político actual, se ha vuelto populista en consonancia con un lector consumista y poco reflexivo. Se ha premiado a una autora conocida en detrimento de otros autores quizás más meritorios en lo literario. En contra de este juicio se han esgrimido argumentos relacionados con el machismo, pero eso no explica por qué la candidata más cercana a ganarlo fuera Diamela Eltit. Eso sólo oculta los conflictos entre la intelectualidad y autores populistas como Isabel Allende que apunto más arriba.


El Premio Nacional de Literatura debería redefinirse, pues actualmente sólo tiene un valor para los pares, valor que por lo demás está cada vez más en descrédito. Al mismo tiempo, se ha vuelto sólo fuente de conflicto entre escritores que no interesan a la gente común, que malamente se acordará en un tiempo más de quién ganó este galardon.

Tanto lo anterior, como el carácter de "jubilación" que posee el Premio podría solucionarse, o aminorarse en parte, si es que se hiciese, como en España, un reconocimiento a la obra completa de un autor, pero también se premiase al "mejor texto escrito" durante el año por categorías. Eso, aunque generaría sin dudas mucha chimuchina como ha ocurrido hasta ahora, tiene la ventaja de generar expectativas que sin duda redundan en una mayor promoción de la escena literaria, que es lo que debería realmente importar.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Guillermo Blanco

Hay escritores que sencillamente uno conoce tarde. Probablemente porque aunque los ha escuchado, la ruma de libros que espera en el velador es demasiado larga. O sencillamente por falta de voluntad. Como sea, de pronto se hace tarde y la gente se muere. Lamentablemente, la muerte es la mejor de las publicistas. Y ahora que ya ha muerto, me doy cuenta de la calidad de Guillermo Blanco, quién falleció el 25 de agosto de 2010.

En esta entrada de El descanso en la escalera, como un homenaje póstumo a Guillermo Blanco, les dejamos el cuento "La espera".




La Espera

Guillermo Blanco


(Premio único. Concuso Interamericano de Cuentos de "El Nacional", México, 1956)



Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero.

Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas.

Tuvo miedo de nuevo.

Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.

Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila.

Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena.

Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.

Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.

De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . .

Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . .

Duerme. No te importe.

El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra.

(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.)

Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.

Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo.

Pobre amor: estás cansado.

Cerró los ojos.

Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:

—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!

Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.

—¡Me lah vai a pagar!

Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:

—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!

El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.

Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?

Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte; amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar paso de nuevo a la fuga.

Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.

—Párate, Negro. Arréglate.

—Deje mejor, patrón.

Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa.

—Párate.

—Le prevengo, patrón.

Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:

—Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.

Y él mudo.

—Yo tengo mi gente, patrón.

Silencio.

—Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . .

El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.

—Sería una pena que enviudara la patroncita...

Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia.

—. . . o que enviudara uhté . . .

—Si dices media cosa más, te meto un tiro.

—¡Por Dioh, patrón!

—Cállate.

—Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.

—¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.

Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.

Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo:

—¿Quién es?

—El Negro.

Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia.

—Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo..

—¿Tiene heridas graves?

—No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia.

—Yo lo curaré.

Él la cogió del brazo.

—¿No te importa?

Sonrió débilmente.

—No. No me importa. Déjame.

Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.

Se veía más repuesto, sin embargo.

—Buenas tardes—musitó.

La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada ironía:

—Güenah tardeh, patrona.

Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos.

—¿Duele?

El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio—apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento.

Terminó.

Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir.

—Patrona . . .

Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible.

—Le agradehco, patrona.

—No hay de qué—balbució.

Mas él no había acabado:

—Si me llevan preso, me van a joder.

Pausa.

—El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda. . . Sería una pena.

Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta.

—Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía.

De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz:

—¡Y a ti tamién te mato, yegua fina!

Salió precipitada, yerta de espanto.

En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso.

—¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?

—Yo.

—Amor.

—Estás loca.

—Hazlo. Te. . .

—Pero si es tan absurdo.

—No voy a vivir tranquila.

—Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?

¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas?

—Va a escapar.

—No veo. . .

Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.

Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:

—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!

Por un instante la vio.

—¡Y voh tamién, yegua!

La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.

...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería.

O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor) , y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos perros. . .

Despertó con sobresalto.

Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.

Suspiró.

Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.

¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cesó: estaría desmontando el jinete.

—Amor.

El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.

—¡Amor!—repitió ella.

—¿Qué hay?

—Alguien viene.

—¿Dónde? ¿Qué hora es?

—No sé.

De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.

—No. No prendas la luz. Venía por el camino.

El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo.

—¡Diablos!—exclamó.

La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones:

—Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.

La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra.

Esperó.

Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga bien.

Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.

Sopló una ráfaga de viento.

Otra gota.

Silencio.

Sintió un frío que la calaba.

Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable.

Una tercera gota se desprendió del alero.

¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota.

Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . .

Quinta gota.

¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo. No podía.

Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.

Nuevo crujido.

No se encontraron. Viene ahí.

El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:

—Amor . . .

Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.

—¡Por Dios, qué hice!

Él:

—Pobre amor. Huye.

Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.

—Voy a curarte.

El hombre no respondió.

—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.



Agradecimientos a  http://www.angelfire.com/la2/pnascimento/cchilenos.html