martes, 12 de julio de 2011

Chronicae Germaniae 3



Desde una de las ciudades hermanas


Una ciudad no es sólo un grupo de casas, edificios y personas. En el diálogo entre sus habitantes y su geografía se vuelve una forma de vivir, de ver el mundo. Verdaderos seres vivientes, las ciudades nacen, se desarrollan y, a veces, mueren. Y en los hechos que la marcan en su historia, se forma una personalidad que marca a su vez la vida de sus habitantes.

Mapa actual de Berlín


No hace mucho veía en una serie norteamericana cómo el protagonista neoyorquino se reía de los habitantes de la cercana y muy distinta Nueva Jersey. Él, joven arquitecto, cliente frecuente de un bar y amante de la vida caótica pero sorprendente de la Gran Manzana, se reía de la vida plana y regular de sus vecinos, más preocupados de criar a sus hijos en barrios tranquilos pero sin gracia, que de experimentar las sorpresas de la incertidumbre. Pese a lo artificial que puede llegar a ser una serie norteamericana, no deja de ser cierto que este tipo de relación entre ciudades es más común de lo que uno cree.

Al igual que las personas, la ciudad no está nunca aislada, sino que su existencia está en relación con otras. Muchas veces, la otra ciudad es tan distinta que incluso puede considerársela opuesta. Pero a diferencia de las personas, las ciudades no pueden alejarse y deben permanecer juntas viviendo un destino común.

Las urbes han tenido desde antiguo esta relación de convivencia tensa, como si la otra ciudad fuera un gemelo malvado que, pese a sus diferencias, son una parte de sí mismas que es imposible extinguir del todo. Pueden estar relativamente cerca como Atenas y Esparta o al otro lado del mar como Roma y Cartago, pero la historia es más o menos la misma. En Chile, tal vez con menos historia y menos pompa, tenemos a Viña del Mar y Valparaíso, La Serena y Coquimbo, Los Andes y San Felipe y me parece que la lista podría alargarse mucho más. Cercanas geográficamente, pero lejanas en todo lo demás.


Bandera de Berlín


Algo así ocurre entre Berlín y Potsdam. Mientas que la capital de Alemania es una montaña rusa que parece pasar por los cinco continentes de una calle a otra, la antigua ciudad de descanso de los reyes y emperadores es lo más cercano a Providencia una mañana de domingo. Tal vez con más palacios y turistas y sin el clasismo de los uniformes de las nanas, pero con la misma sensación de la paz que dan los cementerios.


Escudo de Potsdam


Una vez, con mi esposa estuvimos en una celebración organizada por la colonia chilena residente en Alemania para las fiestas patrias en Berlín. Una compatriota que moraba en esa ciudad, al saber que vivíamos en Potsdam reaccionó con un sonido flatulento y dijo “¡Es una mierda!”. No entendía la virulencia de mi conciudadana. Quizás era un poco de la arrogancia de quien vive en una capital del primer mundo, lejos de nuestro país subdesarrollado y en el culo del mundo. Porque al chileno no le gusta ir a Amigny, ni a Ely, ni a Gela, ni a Samara, ni a Golm, sino que prefiere estar en París, Londres, Roma, Moscú o Berlín. Desplazado del mundo, quiere estar en el centro de todo lo que es posible. De todos modos, ella no fue la única en poner cara de asco cuando se sabía que veníamos de Potsdam.


Torre de la televisión (Fernsehturm), Berlín



El antiguo Berlín de las dos cabezas

Pero dejando de lado el arribismo tan característico nuestro, este tópico de las dos ciudades hermanas pero rivales es una expresión de una personalidad. A veces, ese otro lo integramos a lo que somos y en otras ocasiones lo dejamos a un lado, como un espejo deformado de nosotros mismos.

Berlín y Cölln, 1652.


Hace mucho tiempo, antes de que Berlín fuera esa urbe desparramada y capital de un país importante, era un poblado eslavo cuyo nombre significaba en polabo “pantano” o “tierra no cultivable”. Cruzando el río Spree existía otra ciudad llamada Cölln (Colonia). Con el tiempo, ambas ciudades se reconocieron como parte de una unidad no sólo política, sino de vida. Eran una sola ciudad. La división, por lo menos aquella de la Edad Media, ya no existe más y quienes caminan por la calle Unter den Linden, lo hacen despreocupados, sin saber la historia detrás de sus pasos. Podríamos hablar de los dos Berlines, de las dos Alemanias o de los barrios en los que se mezcla el pasado prusiano con las edificaciones comunistas y los trajes del oriente medio, pero de eso hablaremos más adelante. Por ahora, digamos que a veces la historia unifica.


Señalética en el suelo que indica por dónde pasaba el "Muro de Berlín".



Berlín y Potsdam

Aunque Berlín y Cölln se transformaron finalmente en una sola ciudad, la historia con Potsdam es muy distinta. 

Palacio Sans Souci, Potsdam. Ícono de la ciudad.


Bella pero aburguesada, Potsdam es vista como una ciudad fosilizada por sus vecinos más sucios, pero más vivos. Cruzada por el río Havel y con un sinnúmero de lagos, Potsdam era el remanso de los poderosos, por no estar ni tan lejos ni tan cerca de Berlín. Por mucho tiempo fue la segunda capital no declarada de Alemania. Fue así como alentada por los aristócratas, Potsdam se desarrolló como todo lo que Berlín no era. Menos gente, más jardines y palacios, más ocio y más lejanía de todo lo que perturbara esa quietud de los poderosos. Sin embargo, ahora, lejos de aquellos tiempos, su belleza y su embotamiento sirven de atractivo a los turistas que llegan por millares a ver la capital de los palacios prusianos.

Monumento del Holocausto. Al fondo, las Puertas de Brandenburgo. Berlín.


Las diferencias entre estas dos ciudades no pasan sólo porque el reloj pareciera moverse más rápido entre las calles de la capital alemana. Potsdam y Berlín son, después de todo, un continuo temporal. Como si fuesen etapas de una misma vida, uno podría vivir en una u otra ciudad dependiendo de nuestra edad.

Palacio de Marmol a las orillas del Lago Sagrado (Heiliger See).


Calle de Brandenburgo, Potsdam. Al fondo, la Iglesia de San Pedro y San Pablo.


Tienda turca en Gesundbrunnen.


Los parques, los bosques, las calles de adoquines, los animales entre la hierba son el escenario perfecto para una infancia de cuentos, pero real. Una vez que te hayas aburrido de pasear por los senderos de la infancia y consideres a los animales más dignos del zoológico que del bosque, puedes ir a gastar tus horas en las discos berlinesas, ir a las ferias sabatinas llenas de objetos de todos lados y de todos los tiempos, ver cómo las marcas de las guerras ahora son parte del paisaje y que muchas veces pareciera que estás en Turquía o en alguna ciudad oriental. Cuando el cuerpo ya no soporte el vaivén de las calles, querrás la quietud de aquella ciudad tranquila y lejos de todo eso, que ya no es tuyo pero te perteneció. Por ahora, Potsdam me cobija. Mañana veremos dónde nos lleva la vida.


Alrededores de Katerinenforst en Potsdam.


Katerinenforst, uno de los bosques que rodea Potsdam. Al fondo, un ciervo


Nota: Todas las fotos, a excepción de los mapas, fueron sacadas por mí y Nidia Lizama.


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