lunes, 13 de mayo de 2013

Chronicae Germaniae 11




Desde el país del carnaval en medio de una isla


La gente conversa en voz alta debido a la música fuerte y que cambia de ritmo a medida que se avanza por la calle. El ritmo electrónico da paso a una cumbia en español. Uno se ha quitado la polera para capear el calor junto a un borgoña. Hay otro que canta. Alguien lo mira con un choripán en la mano a medio comer. Y hay quienes siguen el ritmo bailando por la calle. Y cuando la cumbia ha cedido a una canción en alemán, se rompe el hechizo y ya no estoy en el Parque O’Higgins, sino en Werder. Y lo que se come el sujeto de más allá no es un choripán, sino un Rostbratwurst. Y lo que parece ser un borgoña, no lo han comprado en una ramada, sino que en un carro adaptado en el que atiende un vikingo gigante con su casco con cuernos. Arriba de su puesto tiene escrito “Zum durstigen Germanen” (“para germanos sedientos”). No estoy en el 18 que me imagino, sino en un día a comienzos de mayo, en una pequeña ciudad en una isla en medio de un río, lejos, muy lejos de Chile. Pero la alegría es la misma. La primavera ha llegado. Los árboles florecen y hay que celebrar la vida que comienza nuevamente. Por eso esta fiesta se llama Baumblütenfest (Fiesta del florecimiento de los árboles).


La gente sale en manada del tren en Werder.


La primera vez que fuimos al Baumblütenfest con Nidia, tomamos el tren. Es tan raro subirse a uno en Chile, que siempre aprovechamos la oportunidad de hacerlo en Alemania. Cuando quisimos entrar a los vagones, tuvimos que empujar a alguien para que no nos dejaran abajo. Todos los carros estaban llenos. Los trenes venían repletos desde Berlín. La gente estaba de pie, almacenada a presión por todos los pasillos del vagón. Incluso hasta en la escalera entre los pisos. De pronto, los trenes de Brandenburgo eran el metro de la línea 4 saliendo de Puente Alto por las mañanas. Pero aquí la gente en vez de empujarse y apretujarse para ir a malgastar el día en trabajos mal remunerados, aguanta el malestar por la promesa de un día distinto. De un carnaval. Berlín completo se trasladaba hasta Werder para probar la mayor cantidad y variedad de vinos con fruta, que es la especialidad del lugar. Ahí los tienen en unas botellas gigantes parecidas a grandes vasos, en mezclas de todo tipo. Por ahí hay uno con piñas. Por allá uno con frutas orientales. Un poco más allá, otro aderezado con marihuana. ¿Cómo será todo eso? Hay que probar para saber. Y a eso venimos, como todos.
Copas llenas de sabor.

Aunque ir en tren siempre atrae, ante la claustrofobia y el olor a axila, preferimos en los siguientes años llegar a Werder en bicicleta. Así, aprovechamos de ver cómo de a poco se extingue la ciudad y los departamentos dan lugar a casas con patios decorados por flores y duendes de colores. Un poco más allá, Golm nos recibe con sus cigüeñas acampando frente a la iglesia y las vacas que amueblan los campos. Alrededor, los bosques guardan a las ardillas y los ciervos salen a veces a pastar. Pronto el campo se mezcla con el lago Zern, que es en realidad el río Havel que se ensancha. A lo lejos, la música del Baumblütenfest nos anuncia que estamos cerca. Hay que apurarse y atrapar el día.

En la ciudad, las personas van en grupos y algunos llevan guirnaldas de colores colgadas al cuello. Otros también llevan pelucas y lentes de sol con diseños estrambóticos. En la mano, alguna botella de vino de frutas sirve para entretener la lengua y bajar la sed. Un camino lleno de puestos de comida, vino (y cervezas) nos guían al centro histórico de Werder. Una isla conectada por un puente. Ahí está el corazón de la fiesta. Por ahí pasa también el desfile el primer día de celebraciones (dura una semana). Los tractores que se usan para llevar la fruta durante el año, acarrean ahora carros con personas disfrazadas de distintas maneras o vestidas con trajes tradicionales. Nos saludan y algunos les dan dulces a los niños. Nos invitan a seguirlos. No es un carnaval como el de río. Ni siquiera como el de San Antonio de Padua en Santiago. Pero todos participan y se entretienen.


A un lado del puente, una escultura hecha con basura y botellas tiradas al río nos dice “Respekt”. Al otro, la iglesia y el molino de la ciudad, rodeados por juegos y una rueda gigante que los supera a todos. Se mueve sólo para mostrar el mundo desde arriba y señalar a kilómetros, que ahí está la fiesta. Arriba podemos ver los campos de heno, los bosques de Brandenburgo, los veleros y botes que se empequeñecen hasta ser manchas blancas sobre el Havel, que parece derramarse todo por esos lugares, abraza Werder y continúa su camino hacia Potsdam y Berlín.





Alrededor de la rueda, unos niños giran dentro de pelotas de aire sobre una piscina, como si fueran hámsters también gigantes. Más allá, un hombre intenta hacer sonar una campana golpeando la base con un martillo gigante. Un Tor moderno y delgado que quiere impresionar a su pareja. A lo lejos se ve a alguien que salta de una rampla a unos 50 metros de altura. El elástico sujeto a sus pies lo salva de azotarse en el río. Y yo lo veo desde la seguridad de tierra firme, comiendo un Dresdner Handbrot (“pan hecho a mano de Dresden”) recién sacado del horno y acompañado de una cerveza. No necesito más esta tarde. La isla me sonríe después de un invierno que parecía no terminar. Ella se abre como las flores de los árboles que se celebran. No quisiera volver al tedio de la semana. A los libros interminables que me esperan.

Handbrot




Cuando nos vamos con Nidia de vuelta a Potsdam, llevo conmigo una botella de vino de Werder. Uno de frutilla, como el que hacíamos en verano en Chile. Como si eso me trajera un poco más de mi tierra e hiciera durar un poco más el carnaval.


Fotografías: (c) Nidia Lizama Fica

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