Jotabeche (José Joaquín Vallejo, 1811-1858) |
Jotabeche
El mahometano tiene que peregrinar una vez en la vida,
por lo menos, a la sagrada Meca y visitar los Santos Lugares de su creencia y
tradiciones. El pintor europeo no es pintor si no ha visitado las capitales de
la Italia y los paisajes de la Suiza. El
anticuario, para pasar de la clase de simple aficionado, necesita ir a
robar algo de las ruinas de Atenas, de los sepulcros de los Faraones, o hacer
viaje a1 Perú a exhumar momias y registrar huacas. El elegante santiaguino que no ha ido a Paris a
estudiar en su fuente, a ver llenos de vida los tipos de la moda que por acá
nos llegan litografiados, debe abandonar toda esperanza de ganar celebridad en
la carrera. Y cuidado,
que los que se meten en ésta, rara vez quedan buenos para brillar en otra.
Tan indispensable como estas visitas es la que tenemos
que hacer los provincianos a la capital de la República. A1 que no ha pagado
este tributo sin causa poderosa a estorbarlo, se le mira como un pobre hombre,
como uno de esos individuos-máquinas, que tienen el triste privilegio de no
sentir las delicias de la música ni ninguna de las celestes impresiones de lo
bello.
En efecto, para que lleguen a viejos los provincianos
sin haber tocado la necesidad o venídoles el deseo de dejar
su aldea e ir a Santiago, es preciso que sus días hayan transcurrido bien animal
y tontamente; es preciso haber vivido sin saberlo, sin que nunca, permítaseme
la expresión, se hayan sorprendido existiendo. Felizmente no tenemos en
nuestros pueblos sino uno que otro de estos autómatas; y ésos no pertenecen a la época
que recorremos. Son, en realidad, los únicos extranjeros que hay entre nosotros,
y el lastre inerte que arrastramos en nuestro gran viaje.
Los jóvenes de la provincia que no han sido educados
en los colegios de la capital, anhelan visitar ese recinto afortunado donde una
residencia de pocos meses les ha de enseñar más que todos los cursos que han
seguido en su pueblo; donde las luces de la civilización, semejantes al fluido
resplandeciente del mediodía, todo lo invaden, todo lo trasminan, todo lo
inundan y a todo dan animación de inagotable vida. No sé si me engañe; pero
creo haber descubierto en muchos de mis amigos provincianos que se preparaban a
dar, por primera vez, una vueltecita por Santiago, cierta placentera confianza,
no de satisfacer su simpe curiosidad, sino de aprender algo útil, de adquirir
conocimientos que instintivamente echaban de menos y de despejar un tanto el
espíritu de esa bruma inexplicable en que le vemos envuelto los que lo hemos
cultivado poco. Ellos han visto que este corto paseo, este ligero baño de Santiago ha obrado prodigios en
otros: que han vuelto trayéndose, a la vez, graciosas maneras y no poco
desarrollo intelectual, los mismos que antes no podían desenredarse de su
timidez y encogimiento habituales; timidez y encogimiento que, sea dicho de
paso, si una fatalidad ha sancionado ya como característicos del provinciano,
casi nunca prueban un mal irremediable, casi siempre no son sino un grosero
capullo dentro del cual se hallan los gérmenes de muy preciosos talentos.
(Sirva esto de consuelo a quien le plazca, y vamos adelante).
No le busquéis un tipo a mi viajero; porque declaro
que no le tiene. Es un sui generis que
no he creado. No es ni chilote, ni penquisto, ni maulino, ni coquimbano: no ha
nacido en ningún lugar de ninguna de nuestras provincias. Y si hay maliciosos
que se lo achaquen a cualquiera de ellas, puede ésta protestarle, diciendo lo
que Quevedo del hijo que, una vez, quisieron colgarle. Con lo cual será cosa
sabida que la criatura es aborto mío, pero que todos han contribuido a
formarlo.
Va de cuento. Es una noche de ansiedad y de insomnio
la última que pasa el provinciano en su camino a la capital. El día siguiente
va a ser un día de acontecimientos, de pasmos y grandes novedades, cuya sola
imaginaria previsión empieza a aturdirle y agobiarle. Le sucede lo que a todos,
que, al aproximarse la realización de lo que más ardientemente hemos deseado,
se nos ahoga el corazón u el alma en sofocaciones mortales. ¡Malditos engorros,
ellos nos confiscan la mitad de la dicha, ellos nos arrebatan la ocasión de
saborearla desde que, a la distancia, la vemos venir por nuestro lado! Un
minuto antes de oír, por primera vez, cantar a la señorita Rossi, mi corazón
parecía inflado y latía borrascosamente: cuando ella empezó yo estaba casi
accidentado.1
La primera impresión que recibe nuestro viajero al
acercarse a Santiago, es la aparición lejana de sus blancas torres, descollando
sobre una mancha confusa de objetos que no alcanza a distinguir la simple
vista. Colocada como está nuestra ciudad reina al pie de los Andes, con cuyas
alterosas moles forma un humilde contraste la elevación pigmea de sus alamedas
y de sus más soberbios edificios, no permitiendo la llanura que la rodea que
desde lejos pueda uno contemplar su vasta extensión, el conjunto simétrico de sus
divisiones y la variedad de sus pintorescas localidades, el provinciano se
aproxima a ella desprevenido, no preparado para recorrer sus interminables
calles, para soportar sin aturdirse la sucesión de tan extrañas escenas y para
no sucumbir al ruido y batahola de aquel gritón y alborotado gentío.
Embebida su atención en la muchedumbre de viajeros de
todas clases que alcanza o encuentra por los callejones donde se ha metido,
penetra de repente en los suburbios de la ciudad, en esos hormigueros de
democracia, que siempre en gresca y algazara, ofrecen de ordinario a las
puertas de la capital, las mismas babeles dominicales de los campos de
provincia en que tienen lugar las partidas de chueca o las carreras de
caballos.
Acostumbrado el provinciano al yermo de las calles de
su villa, al silencio de medianoche que al mediodía reina en todas ellas, su
extrañeza es indefinible cuando llega, por ejemplo, al conventillo, y se ve rodeado de su tremendo tumulto, de su hacina
impenetrable de bestias y carretas, de hembras y machos, de cuadrúpedos y
bípedos que le obstruyen el paso, le tiran el poncho, le animan el caballo, le
gritan, le saludan:
– Adiós ñor quien.
– Cómo quedó su ñaña.
– ¿A cómo las lanas?
– ¿Dónde dejó la tropa? –haciendo en fin otras mil
diabluras que siempre tienen a mano para conseguir que se alborote el caballo y
que el jinete se vea en amarillos afanes antes de sosegarle y traerle al buen
camino. Infeliz de nuestro amigo si, por no agarrarse
lo suficiente, viene a tierra al ruido chifladero de aquella turba beduina, que
aplaude el porrazo lo mismo que si fuese un lance de equitación nunca visto.
Todos entonces se le van encima a favorecerle, levantarle y sacudirle: en un
dos por tres, le dejan al pobre aliviado no precisamente del dolor de sus
contusiones sino del peso de su bolsillo, de sus espuelas, de su sombrero, amén
de varias piezas de la montura, que, como lo demás, desaparecen por encanto
entre esta gente honradísima.
Y luego si el vigilante se presenta en la escena y
empieza a averiguar lo que ha motivado aquel escándalo, suele pasar adelanta la
aventura.
– Mira Ud., vigilante –exclama el provinciano–, estos
pícaros me han salteado. Haga Ud. Que aparezcan mi sombrero, mi dinero…
– ¡Miente! –gritan cien voces a la vez.
– No le crea Ud., ño Juan –dice una.
– No traía sombrero –asegura el mismo que lo está
acariciando bajo el poncho.
– ¿Quiere que le diga, ño Juan? Lo que hubo fue que el
hombre venía galopando y tropezó el caballo y… yo no vide más.
El vigilante, que antes de serlo ha tenido que pasar
indispensablemente por la escala de espantador de caballos y desnudador de
caídos caballeros, sabe por experiencia que negocios como el que se ventila son
otro nudo gordiano sin más solución que la consabida. Así, pues, proclamando en
alta voz la ley marcial, o lo que es
lo mismo notificando que procederá a resolver el problema del susodicho nudo si
no se disuelve el tumulto, todos se hacen azogue por aquellas madrigueras,
menos el provinciano, que todavía tiene que sufrir una peluca por haber galopado a
caballo, en contravención de las ordenanzas municipales.
– No le cobro a Ud. la multa –le dice el juez ecuestre–,
porque veo que Ud. es del campo.
– Muchas gracias –contesta a este cumplido nuestro
paisano, y coge su camino con Dios y esta primera lección de mundo recibida.
Pero supongámosle alojado ya en una de esas casas-ómnibus de las inmediaciones de la
Alameda, cuyos dueños tienen a bien llamar posadas, y que, si ellos no me lo tienen
a mal, yo llamaré ratoneras. Sí, señor; tan ratoneras como las que en Peñaflor
ha fabricado el amable D. Pedro Valenzuela, para que se aniden de noche los
petimetres de Santiago, que, por economía, van a pasar en aquel Edén la buona vita y el verano. Supongamos,
repito, a nuestro viajero hospedado en una de esas casas que están a
disposición de los provincianos y que por su aspecto en general parecen hechas
a propósito para aclimatación de sus huéspedes; es decir, para que no tengan
que extrañar sus habitaciones natales. Cuatro paredes cubiertas de letreros y
jeroglíficos, un techo con cielo raso de telarañas, colgaduras de lo mismo,
piso de suelo color plomo y el todo con olor a inmediaciones de cocina; una
mesa más que coja, un catre de madera rezonglón y rechinante y dos sillas
indígenas: he ahí el menaje que se proporciona en Santiago un provinciano neto,
quizás por no tener el instinto de buscar otros mejores. Si a estos muebles
añadís la carga de baúles y la montura del patrón, los chismes del criado y el
aparejo de la mula, que también se coloca dentro para evitar que los perros
trunquen sus cueros y correajes, tendréis el total de comodidades de que se
rodea el huésped, para creerse establecido a qué quieres boca.
En este sitio para la primera noche. Después de
confiar a su almohada ese vago sentimiento de tristeza que se apodera de
nosotros cuando recién llegamos a un punto donde nada nos pertenece, donde todo
nos es desconocido, hombre y clima, objetos y costumbres, el provinciano se
queda como un ángel profundamente dormido. Pero vencida la fuerza del primer
sueño, una pesadilla horrenda le acomete, los rotos del Contentillo le asaltan, le cogen, arañan, rasguñan, punzan y
desuellan vivo; y él no puede dar voces, ni pedir socorro, ni desasirse de
aquel enjambre de verdugos. Largo tiempo pasa poseído de estas fantásticas
angustias; larga es y furibunda la batalla que sostiene con los agresores,
hasta que, al fin, consigue despertar y se siente devorado por una fiebre
horrible. Salta de la cama; enciende luz, y se convence que siempre la mentira
es hija de algo. Los bichos del catre y no del Conventillo son los que acaban de darle tormento.
Excusado es decir que el madrugón de nuestro amigo
tiene, con tan poderoso motivo, su si es no es de trasnochada. Cuando Dios echa
sus luces, ya él se ha echado al cuerpo de doce mates para arriba y el duplo de
cigarros por lo menos. Concluido lo cual se afeita y prepara para salir a curiosear, mientras llegan horas
adecuadas a lo que se propone hacer o cumplir.
Grandes, espesas y alborotadas patillas que sirven de
marco a una cara rechoncha y tostada; dos cuellos largos, puntiagudos, doblados
horizontalmente, formando una peaña sobre la cual descansa toda la cabeza;
corbatín de terciopelo; chaleco vistoso por cuya abertura se ostenta la calada
camisola y su vivo color rosa, los botones de brillo y las puntas bordadas de
los suspensores; pantalón con peales de tobillo a tobillo; botas de alto taco y
bulliciosas; fraque de arrugados faldones y cuya hechura prueba que el sastre
se empeñó no poco en imitar la moda que, seis meses ha, apareció en la
provincia; sombrero negro de felpa, cargado pretenciosamente sobre la oreja
derecha, y guantes enormes como para manos crecedoras, he ahí la decencia con que el provinciano suele
exhibirse, poco después de amanecer, por las calles de Santiago.
Entre chanzas y veras le han repetido muy a menudo,
antes de partir de casa, la amonestación siguiente:
– Cuidado, amigo; no vaya usted a quedarse con la boca
de par en par, al ver esas maravillas; mire usted que le tomarán, entonces, por
un huaso.
De modo que, al echarse por las calles de la capital,
a lo que más atiende es a su boca, temiendo que algún descuido la deje en un
insubsanable descubierto. Todo le pasma, todo le admira; la concurrencia, el
bullicio, las lindas casas, los nobles edificios, las elevadas torres, las
vastas alamedas, las buenas mozas, todo, en fin, es nuevo y sorprendente para
nuestro recién llegado; pero creyendo de conveniencia y de buen tono no
dispensar a nada atención alguna, lleva pintadas en su cara y talante gran
indiferencia, mucha seriedad y todo el tufo oficial del juez de primera instancia
de su tierra.
En la mayor parte de los pueblos de provincia la vista
de una cara nueva es una fiesta que hace furor, alborota a las gentes lo mismo
que a la aristocracia de
Santiago, la aparición, en sus salones,
de algún conde o marqués verdadero o apócrifo. Nuestro provinciano, pues,
recordando lo que pasa en su pueblo con las caras nuevas, marcha con la
aprensión de que la suya es también muy notable en las calles de la capital y
de que cuantos la encuentran, querrán tener el honor de conocerla y el gusto de
saber de dónde ha llegado. Por eso a1 enfrentaros os fija la vista como para
averiguar lo que pensáis de su persona; por eso, a fin de pareceros bien, va
tan encolado y con todo el aire que estudiosamente se da el que se acomoda para
que le retraten; por eso, queriendo conquistar simpatías, le veréis saludar y
gastar los cumplidos de pase Ud., gracias, no se incomode Ud., con los que van y vienen, sin que
le hagan maldito el caso y sin darle muchas veces otra contestación que la de vaya Ud. a un demonio.
Eso sí, con los
rotos no capitula jamás. Siempre anda disputándoles la vereda, arrojándoles
a1 medio de la calle y apostrofándoles de canallas
y ladrones: hasta que en una de esas
se complotan tres o cuatro; le cargan, le sumen la boya; le dicen chillanejo bruto o colchagüino
bestia, y se queda
nuestro amigo con una segunda lección de mundo, para no olvidarla mientras ande
rodando tierras.
En ese día recorre muchas calles, se acerca a muchas
iglesias y conoce de vista una infinidad de objetos de cuya celebridad ha oído
varias veces ocuparse a los vecinos de su villa. Visita el edificio de la
Compañía2, al que, no pudiendo los clérigos extender por ningún
lado, le están elevando hacia el cielo como quien guía una añosa enredadera de
flor de la pasión o de suspiros. También ve las antiguas Aduana y Moneda; cosas
que, según parece, se están refaccionando para que sean la expresión tipo de
nuestro progreso; lo nuevo remendando lo viejo; lo viejo apuntalado por lo
nuevo: con lo cual se conserva y perpetúa la polilla lo mismo que si
diariamente recibiese las bendiciones del cielo. Todo es progreso. ¡Viva el
progreso!
Al día siguiente se dirige el provinciano al Instituto
Nacional; tiene un primo hermano para quien trae varias cosas en efectivo y
muchos recados de toda la parentela. El portero le dice:
– Pase Ud., siga ese corredor y pregunte por ahí.
Sigue el corredor, pregunta y un colegial dice que el
tal su primo vive en el patio de allá
atrás. Pónese a proseguir el nuevo derrotero: entra en nuevas
averiguaciones, y otra buen alhaja le señala una puerta abierta, por la cual
penetrando el provinciano, que anda ya medio corrido, se encuentra en un salón
con cuarenta o cincuenta niños, en clase; los cuales no bien divisan aquella
exótica figura, se echan a reír a pierna suelta. Sale de aquí con viento
fresco, y hay todavía inhumanos que le hacen meterse en el comedor y en la
capilla. Ello es que no da con el primo a quien busca, sino después que le han
metido donde se les ha antojado, como al que se da por vencido en el juego de
adivinanzas, o como al que hacen ir, volver, andar y tornar en el otro de los
huevos.
Se despide del pariente y de la casa, dando un abrazo
al primero y echando su cordial maldición a todos los demás que viven en le
segunda. Una vez en la calle, toma por la que va a la plaza de la
independencia, cuya pila, portales, palacios, catedral, casa de correos le han
recomendado extraordinariamente. Pero el diablo le lleva de la mano. Por mirar
en su camino la inmensidad de chiches de una joyería francesa, no ve la cáscara
de melón que unos muchachos han acomodado en la vereda; pisa la trampa; carga
el cuerpo, y el resbalón es tan grande como la caída ruidosa, la befa brutal y
tremenda:
– Allá va eso.
– Casi había caído.
– Venga, lo levantaré –y mil carcajadas de demonio son
el único eco que encuentra la descomunal y provinciana costalada.
Andando los días, llega uno en que mi querido paisano
va por una de las otras calles, como quien dice, sin destino ni concierto. Ve venir de frente un hombre; cree
reconocerle, y en efecto es Don Pedro,
el apreciable santiaguino que, en la primavera última, anduvo comprando bueyes
en la provincia de nuestro amigo; el mismo que en su casa fue hospedado,
servido, celebrado como un padre comendador; no por recomendaciones ni por
plata sino porque era forastero y parecía un buen sujeto. ¡Qué encuentro! Al
fin tengo un amigo, dice para sí el provinciano. Y lleno de alegría, con la
mano y brazos extendidos y paso apresurado, se dirige al bienvenido huésped de
la casa de su padre. El santiaguino ha reconocido también al huaso; el buen tono no permite ser grato
a los servicios recibidos en provincias; tampoco sería bien visto que en una
calle pública se parase Él a hablar
con aquel hombre; todo lo cual
considerado, hace su excelencia como que mira hacia atrás y pasa rozándose con
el recién llegado, sin atender al expresivo ¡Señor
Don Pedro! que éste lanza poseído de un indefinible alborozo. Un chasco tan
inesperado es para mi amigo una lección fecunda y preciosa. Desde este
instante, el resentimiento anima su coraje y le entona de manera que empieza a
brillar en su frente cierto airecillo de dignidad no traído de su tierra.
– ¡Bribón –dice pasada su sorpresa–, algún día volverás a comprar bueyes!
De este linaje son las caídas y chambonadas en que suele incurrir un hijo de las provincias que por
primera vez llega a Santiago. No hay paso que dé, palabra que pronuncie, ropa
que vista, ni género de cosa en que se meta que no sea para su ruina, que no
promueva la burla y la risa de cuantos con él topan. Por eso yo aconsejaría al
provinciano que su primera diligencia, así que se encuentre en la capital, sea
de ponerse en rigurosa cuarentena, no haciendo su entrada en aquel mundo sino después de pasar este período de
maldición, más o menos largo, según el carácter y antecedentes del individuo.
Porque, al fin, es cierto que el tal período tiene
término. Si el recién llegado hace conocimiento con alguna de esas excelentes
familias que abundan en Santiago, debe a ella sus primeras reformas. Las niñas
de la casa, que no pueden ver una buena talla cubierta con un feo vestido, se
interesan en el arreglo de aquel personal, para poder tomar su brazo sin
peligro de que por ahí señalen la pareja con el dedo. Y bajo la franqueza que
desde luego inspira esa especie de inferioridad social en que se halla todo
neófito, le advierten: hoy, que ya no se usa la camisa bordada; mañana, que ese
frac es espantoso y los pantalones y chaleco malditamente cortados; después,
que la cabeza y patillas necesitan ir a la peluquería; e insensiblemente obran
tal revolución en el alumno, que, al cabo de poco tiempo, parece otro, y es ya
digno de hacer cualquier papel al lado de sus amables protectoras. El primero
que se le encarga es, por lo regular, de substituto, auxiliar o suplefaltas.
Sus méritos suelen o no elevarle, después, al desempeño en propiedad de algún
empleo.
El
Mercurio, 6 de abril de
1844.
1
Teresa Rossi, cantante italiana que pasó por Chile en varias temporadas.- N.
del R.
2
Destruido el templo de la Compañía de Jesús (calle de Compañía entre Bandera y
Morandé) por un incendio en 1841, estaba tres años después en plena
reconstrucción. Con el incendio de 8 de diciembre de 1863 no fue ya
reedificado. En ese solar existe ahora el Congreso Nacional.- N. del R.
Jotabeche es el seudónimo con el que se hizo conocido José
Joaquín Vallejo (Copiapó, 1811 – Copiapó 1858). La versión de “El provinciano
en Santiago” que publicamos a continuación es la que aparece en Antología (Santiago: Editorial Andrés
Bello, 1970, pp. 241-250) y revisada con la edición de Colección de los artículos de Jotabeche (Santiago: Imprenta
Chilena, 1847, pp. 207-218).
Fotografía del autor: Wikipedia.
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