Roberto Arlt
Los nutridísimos elogios que me trasmiten a diario,
por teléfono, y carta, lectoras de mis crónicas femeninas –entre las que pueden
contarse solteras, casadas, jóvenes y ancianas–, me animan a continuar en el análisis
de las innumerables tretas sentimentales que utilizan las madres con hijas en
estado de merecer, para asegurarse un novio cuyo “raje” es inminente.
Suicidio inexorable
Cuando una madre barrunta que el novio de su párvula
alberga las alevosas intenciones de piantar, después de haber “profitado” las
ventajas culinarias que reporta la repostería de un hogar, en tren de agasajar
un futuro; cuando una señora, con pujos cabreros, tiene la leve intuición de
que el nene flaquea en concurrir al Civil, se produce el fenómeno que yo
denominaría “suicidio en puerta”. Abra los ojos, caballero, y atienda:
La señora, como quien no quiere la cosa deserta del
asunto. Pongamos el cuadro, usted en la cocina. Como novio, tienen confianza
para estar en la cocina. Usted la trabaja de utilería a la vieja. Le ausculta
el humor, para ver de qué manera aceptaría un “raje”. Las viejas, que son
vivísimas (la anciana, quiero decir), también lo observa a usted y lo estudia.
De pronto la aspirante a ser su suegra, comienza la cantinela:
– Yo no sé qué ha hecho usted para que mi hija lo
quiera de esa manera. Es una barbaridad. Nunca he visto cosa igual. Siempre que
entro al dormitorio me la encuentro a ella contemplando su retrato. No hace más
que pensar en usted, la pobrecita. Dios mío. Vea que soy vieja; pero nunca en
mi vida he visto cosa igual. Estoy segura que si usted la dejara, esta muchacha
se mataría. Y no le digo esto porque sea mi hija, no…
Usted, para no ser menos, larga la mentira grande como
una casa:
– Sí, y también la quiero mucho…
La anciana, poco convencida de ese tibio “la quiero
mucho”:
– No veo la hora en que ustedes se casen… Porque si
no, esta muchacha se muere. Usted la ha vuelto loca. Si usted la dejara, cosa
que gracias a Dios no puede ocurrir, porque usted es un caballero, la nena se
mata. ¡Qué cosa bárbara! Yo no he visto nunca enamoramiento igual.
Mientras se calientan las
milanesas
La vieja, en la cocina, recalienta unas milanesas.
Usted en la sala conversa con la futura damnificada. De pronto ella:
– Mirá, no sé por qué se me ocurre que vos pensás
dejarme. ¡Mirá que me mato, si llegás a dejarme!
– Nena… No pienso dejarte… Pero, ¿vos serías capaz de
matarte por mí?
Ella, a quien no le cuesta absolutamente nada decir
que sí:
– Sin dudar un minuto me mataría. Sos el único hombre
que he querido (mentiras). Sos el último hombre que querré (mentira). Te adoro
(puede ser). ¿Qué sería de mí si me dejaras? No podría resistir (globos).
Tendría que matarme, aunque no quisiera. Ya he pensado… Me tiraría bajo el
tren…. Sí, bajo el tren… Y vos te arrepentirías. Decime, ¿vos pensás dejarme?
– No, ricura… ¿Cómo te voy a dejar?...
El cuento del suicidio
Un día, la madre; otro día la hija, con la historia
del suicidio. Si Ud. no era completamente estúpido, acaba por imbecilizarse. Se
incluye en la categoría de esos individuos que le dicen a los amigos, a quienes
martirizan con confidencias:
– Mirá: yo la dejaría a Fulana… Pero tiene un metejón…
Se mata la pobre si la dejo. Se mata. Tenés que ver cómo está metida. Se
suicida. Ya me dijo. Se tira bajó el tren. El otro día quiso tirarse. Yo tuve
que convencerla de que no se tirara.
Si Ud. es un hombre equilibrado y sensato, le dice al
confidente:
– La hubiera dejado que se tirara. Hubieras visto que
no se tiraba nada… No bajo el tren… ¡Ni a un charco de agua!...
El que escribe estas líneas conoció un caso curioso de
comedia de suicidio. Tenía un amigo que se caracterizaba por gastar cierta
sangre fría, digna de un esquimal. Una noche, al despedirse de la novia, que
vivía a una cuadra de la vía férrea, esta se lanza a la carrera hacia los
rieles. Otro hubiera echado a correr. Mi amigo, flemático como un pato nórdico,
permaneció con las manos en los bolsillos, junto a la puerta de la casa.
Indudablemente, lo que esperaba la comedianta, era que el individuo la
persiguiera convenciéndola de que no se matara; pero al hacer cincuenta metros
y constatar que el individuo fumaba tranquilamente en la puerta de calle –actitud
que era de presumir guardaría hasta el día del juicio final–, la dama pensó en
la estupidez de correr en la soledad de la calle, y se volvió, un poco menos
“suicida” de lo que se había marchado.
Desde entonces amenazaba suicidarse con veneno casero.
El tipo, un día harto de mojigangas, se marchó, y hasta la fecha su ex novia
goza de robustísima salud.
Mírese al espejo
Mírese al espejo. No sea vanidoso. Nadie se va a matar
por usted. Tenga esa seguridad. Cuando le digan que se van a suicidar por
usted, ríase amplia y bonachonamente. No albergue temores de provocar una
intervención de la Asistencia Pública. Sea sensato. La persona que revele
disposiciones necróforas por usted, lo está engrupiendo. Lisa y llanamente. Lo
atacan por el lado flaco. Piedad o sentimentalismo. Y menos crea, si en la
novela del suicidio se mezcla una benemérita anciana. No tenga miedo de
suscitar ninguna catástrofe. Lo máximo que puede ocurrir, es lo siguiente: La
madre tomará del brazo a su párvula y le dirá:
– Hija… Ese hombre es un caradura y no te conviene. No
te aflijás. El mundo está lleno de hombres. Y mucho mejores que él…
3 de agosto de 1931
Las "aguafuertes porteñas" fueron una serie de escritos que Roberto Arlt escribió como columnista en el diario argentino "El mundo". Acá recogemos la versión aparecida en Roberto Arlt: Aguafuertes
porteñas. Buenos Aires:
Ediciones Corregidor, 1995, pp. 99-101.
Fotografía del autor: Wikipedia.
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