Desde el país de
los fuegos artificiales
No tengo idea
por qué el año comienza el 1º de enero. No hay cambio de luna, no hay cambio de
estación, sólo un “uno” arbitrario en medio de algo que nos dice que comienza
el año. Para mí éste comienza con el solsticio. Pero como también me gusta el
carnaval, cualquier motivo de celebración es bueno. Nada pasó un 1º de enero
como para comenzar nuestra cuenta desde ahí, pero sin duda es necesario quebrar
la rutina con el rito del fin y el comienzo. Así podemos tener en Chile una
fecha que marcar como el término del año escolar o del trabajo. Acá, en el
norte del mundo, todo sigue andando, un poco más lento, pero el semestre en la
universidad no termina hasta abril. Nada termina realmente el 31 de diciembre.
Sólo el papel del calendario.
Como ven, aunque
el año comienza para todos el mismo día (excluyendo a las culturas más
tradicionales como nuestros indígenas, los chinos, iraníes, entre otros, que sí
comienzan su año con uno de los dos solsticios), el tiempo se vive distinto. Y
distinto también es el clima. Mientras la mayoría de las veces los abrazos de
año nuevo se dan bajo el frío y la nieve, en Chile la gente va en polera por la
noche abrazando a quien se le cruce. En la Torre Entel vi más de alguno
abrazando carabineros. Acá, mis amigos alemanes me dicen de lejos un “Frohes Neues Jahr!” o un “Die beste Wünsche für dieses Jahr!”. El
último no estoy seguro si es así, porque me lo dijo un amigo brandemburgués y
eso significa un alemán distinto al que se aprende en los cursos, uno rápido, en
voz baja y a tropezones. Sé que es más bien un problema de mi oído que de él,
que todo el mundo le entiende, pero así se escucha.
No he visto a
nadie todavía comiendo lentejas sin sal o las doce uvas, usando ropa interior
amarilla (no lo descarto, pero mi estado civil me impide investigaciones más
profundas sin temor a terminar durmiendo en la calle) o paseando una maleta por
el barrio. Sí he visto que venden plomo en los supermercados, que los niños
derriten con una cuchara y una vela. Cuando el plomo se ha fundido, lo arrojan
a un vaso con agua. El plomo toma alguna forma extraña que después, los que
saben, interpretan como una señal de lo que vendrá durante el año. Una especie
de Test de Rorschach pero tóxico y potencialmente dañino. Probablemente los
niños hacen esto más porque es peligroso y entretenido, pero dudo que este
“juego” pueda ser vendido en Chile, en donde ya se erradicó el divertido pero
venenoso tolueno (¿quién no recuerda los “pegalocos”?).
Alemanes comprando Feuerwerk. Acá están calmados. |
Pero si de
peligro hablamos, lo primero que llamará la atención de quien pase el Año Nuevo
en Alemania, es la gran cantidad de fuegos artificiales. Cuando yo era pequeño
en Chile, se podía comprar cohetes en la micro y chispitas en el almacén de
barrio. Con mis amigos juntábamos pólvora debajo de una piedra y la hacíamos
sonar con un golpe del talón. Hacíamos experimentos mezclando tipos y
cantidades de diferentes fuegos artificiales. En ese tiempo éramos científicos
locos haciendo bombas sólo porque era divertido. Porque las piedras se rompían,
porque salían chispitas, porque a uno le pasaba un cohete rozando la cara.
Luego los prohibieron. Cuando crecimos entendimos las razones. Yo sólo entendía
en esos años que el mundo se había apagado un poco y ahora había que ir a ver
los fuegos artificiales al shopping o
a la Torre Entel. Todo más domesticado. Menos salvaje. Más seguro.
Hace mucho
tiempo ya de eso. Por este motivo, cuando en un supermercado de Potsdam vi una
sección completa de cohetes, bengalas y cajas preparadas para que salieran uno
detrás de otro, quedé pasmado. No podía creerlo. Es como si mi infancia
estuviera realmente frente a mí. Junto a los carros estaba una horda que sacaba
de a montones, a cualquier precio, paquetes y cajas de fuegos artificiales.
¿Llevar o no llevar? En Chile ya no se puede hacer esto, pero aquí, sí. Tuve
una sensación de atracción y miedo. Pero como en Chile ya no se pueden comprar,
lo prohibido fue una invitación al fuego. Ese año nos llevamos una bolsa con
cohetes tan grades, que mi yo de niño habría llorado de felicidad. No
necesitaría botellas, sino una garrafa, para “posicionar” mi cohete que con un
poco de suerte podría llegar a la luna. Cuando los lanzamos revivimos esos tiempos
en que todo era posible. Al lado de nosotros, nuestro vecino estaba desatado
lanzando cohetes al cielo y petardos a las pozas de agua. Todos éramos niños
esa noche.
Este año fue
menos movido para nosotros, porque en vez de salir a quemar el mundo, nos
quedamos en casa cuidando de nuestra hija. La noche del año nuevo la pasamos
abrazados los tres, mientras ella tomaba leche de su madre y yo las veía
sonreír en la penumbra de los colores pintados en el cielo. Por la ventana,
truenos artificiales que rompen la noche por toda la ciudad. Minutos que no
terminan, un año que va naciendo y gatea a fuerza de pólvora y fuego. Y tantos
son los cohetes y tanto dura el espectáculo, que por la ventana vemos una bruma
que no es niebla, sino humo. No es Londres ni Santiago. Es Potsdam y me pregunto
si habrá sido así en otros lados de este país tan lejano. Ya se fue Sylvester. Ein frohes neues Jahr!
Fotografías: (c) Nidia Lizama Fica y René Olivares Jara