Mauricio Amster
Venís desde muy lejos… Mas esta lejanía
¿qué es para vuestra sangre que canta sin fronteras?
Rafael Alberti
En la retirada de Cataluña nos tocó albergarnos en una rústica posada a pocos kilómetros de Figueras. En el cuarto de arriba encontramos camas limpias y en el rincón había un lavamanos con palangana y jofaina. Era como volver a la vida civilizada, mas por encima de todo queríamos comer algo. Pedimos cena a la posadera, pero nos contestó que nada podía darnos. – No tenemos bastante ni para nosotros mismos– se excusó en catalán.
Bajamos, pues, al zaguán para calentarnos un poco. La chimenea estaba encendida y sobre los leños colgaba un caldero con agua caliente para los huéspedes que traían provisiones propias. En el tosco suelo de tierra apisonada estaban sentadas algunas personas. Esperamos encontrar compañía y conversación y disipar la tristeza de aquellos días. Saludamos a los presentes y estiramos las manos hacia el fuego.
Algunos contestaron a media voz y de mala gana. No parecía ser el momento para trabar amistades. Un hombre muy alto nos sonrió sin decir palabra. Llevaba boina como todos y su ropa, vagamente militar, era la del país. Pero, a juzgar por su corpulencia y sus ojos azules, parecía extranjero. Un “internacional”, pensamos. A su lado tenía un niño.
Nadie hablaba ni se movía. El silencio se prolongaba y llegaba a lo insoportable hasta que algún chisporroteo del hogar, más ruidoso que otros y seguido de una llamarada más viva, lograba aflojar la tensión hasta la vez siguiente. Miré al hombre que nos había sonreído y sentí una súbita simpatía por él y por el niño. No debía ser suyo; era un niño español, de pelo rizado. Tendría unos ocho años y estaba demacrado como todos los niños españoles en la guerra. Sus facciones infantiles eran serias como las de un adulto. Pero había ternura en sus ojos cuando miraba al hombre. Y con la misma ternura miraba el hombre al niño.
Entró un grupo nuevo, ruidoso y seguro de sí. Resultaron ser gente conocida. Llegaban en coche, traían comida y nos invitaban a cenar. La posadera arregló una mesa junto a la pared y sobre el mantel apareció pan blanco y manjares echados de menos durante largo tiempo. Nos sentamos a charlar y tomar vino, de espaldas al hosco grupo junto a la chimenea. Reinaba camaradería y las penas pasaron al olvido. Al presente había algo de comer y el futuro era incierto para todos por igual.
Al tomar el primer bocado me acordé de pronto del internacional y del niño y al punto me volvió toda la congoja anterior. La guerra, ciertamente, nos había curado de sentimentalismos, así que ningún escrúpulo de conciencia atajaba mi apetito. Pero no pude alejar la impresión que me había causado la pareja a mis espaldas. Comer ahora me parecía un atentado a la reciente solidaridad del hambre. Pasar privaciones en común resulta a veces más reconfortante que hartarse uno solo. Me sentía miserable e indeciso. Expuse, pues, la situación a mis anfitriones y les pedí permiso para compartir mi pitanza con los dos refugiados.
Asintieron sin entusiasmo, pero me concedieron más de lo solicitado. Me dirigí al hombre y le hablé.
No sabía castellano, de modo que continué en alemán. Aceptaba la comida agradecido, por el niño. Él podía aguantar. Toda la vida había estado a media ración. Era obrero portuario de Hamburgo, comunista, como era de esperar. Por eso pasó algunos años en prisión. Los nazis volvieron a prenderle y le torturaron hasta que logró escapar a Francia. Trabajó de minero en la región de Lille, tenía mujer e hijo, estuvo de nuevo en la cárcel, volvió a la mina –ya sabes, la vida de un obrero–. Se alisó en las Brigadas Internacionales tan pronto como pudo. La familia quedó en Francia. Pensaba llevarla a España después de ganada la guerra. Ahora había perdido contacto con su grupo de voluntarios. Iba a donde iban todos –camino de la frontera–.
¿Y el niño?
Me contó su historia. Su unidad internacional, licenciada por el gobierno, acampaba en un pueblo. Allí hizo amistad con una familia. El padre estaba en el frente, de modo que él ayudaba a la mujer y jugaba con el chico. En un ataque aéreo una bomba destruyó la casa y mató a la madre. El padre estaba precisamente de permiso por un día y ahora tenía que regresar a las trincheras. –Dios sabe lo que va a pasar aquí –dijo el padre–. Parece que los fascistas van a ganar. Este chico no tiene ni casa, ni madre, ni padre tampoco, pues yo tengo que irme. Llévale al extranjero y haz de él un hombre libre y que aprenda un oficio. Aquí, con Franco, no sería más que un monaguillo primero y una bestia de carga por el resto de su vida. No hemos luchado para esto. Y si hubiéramos de ganar todavía, ya volverá contigo y con tu mujer y con tu chico, pues habrá en España sitio para todos.
El hombre contaba la historia con voz pausada, en dialecto hamburgués, no siempre comprensible para mí. Con su navaja de bolsillo cortaba limpiamente el pan y preparaba gruesos bocadillos para el niño, pero éste no quería comer nada mientras el hombre no se reservara otro tanto. Era un forcejeo sin palabras en que los ojos negros del chico seguían el reparto de la comida y los ojos azules del grande miraban con ternura infinita al pequeño.
Pasamos la noche en la posada y al bajar, a la mañana siguiente, el internacional y el niño se habían ido y no les volvimos a ver más. Años de derrota y amargura han transcurrido desde entonces, pero recuerdo a aquellos dos más vivamente que los grandes acontecimientos con que se teje la historia. Porque en este cariño entre el obrero alemán y el niño español, en esta confianza de un padre hacia un extranjero que no habla su lengua, creo hallar más solidaridad que la que nace en el fragor de las batallas.
*
El valor incomparable del combate español proviene de que los acontecimientos se formulan en él con nitidez casi simbólica. La licha de un pueblo desprovisto hasta entonces de todos los conocimientos y de todas las técnicas modernas, contra todas las internacionales de opresión, contra todas las potencias europeas y mundiales (cristianismo, capitalismo, pseudodemocracias liberales), reviste una apariencia homérica en que late el nacimiento de un mito. Característica es la llegada espontánea de combatientes de todos los países del orbe; no de los especuladores –ambiciosos los habrá habido ciertamente–, sino de todos los desesperados, de cuantos sufren; estos desdichados habían reconocido en ese drama su propio drama, su última esperanza en la tierra de un vivir a la postre humano.
PIERRE MABILLE
Texto recopilado en Recuerdos de un Bibliófilo, de Mauricio Amster y publicado por Carbón Libros.
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