Desde el país de
la nieve (I)
Neues Palais, Potsdam |
Aunque Chile
está cruzado por la Cordillera de Los Andes y pese a que en Santiago es posible
ver las alturas blancas de los cerros que pasan por él, la verdad es que mucha
gente de mi tierra no conoce la nieve o no ha visto nevar.
Probablemente,
si naciste en el extremo sur de Chile, o de pueblos más cercanos a las alturas,
la nieve es un elemento más del paisaje anual. Pero como santiaguino que soy y
de familia lotina (Lota es una ciudad al lado del mar), la nieve, como para
muchos otros, me es algo nuevo, casi inventado, misterioso y mágico.
Cuando era niño,
un panorama de fin de semana era ir al Cajón del Maipo a conocer la nieve. Sin
dinero como para ir a los centros de esquí, además del cocaví para el viaje y
lo necesario para hacer un asado, llevábamos bolsas de basura para deslizarnos
por alguna ladera ya cubierta de blanco.
Más adelante, cuando
estudiaba literatura en la Universidad de Chile, un día nevó por poco tiempo,
muy poco. Eso bastó para que muchos compañeros salieran al ágora de la Facultad
a ver esta rareza natural y que algunos de ellos comenzaran a girar y a bailar para
sentir cómo caían los copos en sus caras. Si bien no todos teníamos esa
“personalidad” (o como quieran llamarlo), de todos modos compartíamos la
sensación de algo excepcional. Por más que una amiga de la ciudad de Los Andes
se esmerara en decir que eso no era nieve, sino aguanieve. Santiaguinos
nosotros, poco sabíamos de esa diferencia.
Mi acercamiento
más real y profundo con la nieve fue acá en Alemania. Si bien este país no es
ese desierto de hielo parecido al Polo Norte que algunos se imaginan, sí es
normal que con el frío llegue también la nieve.
Después de un
primer verano en el que casi me derretí y fui atacado por mosquitos como si
estuviera en una selva tropical, vino mi primer invierno nevado. De esos que
nos prometen las películas navideñas, mientras las vemos asándonos bajo el sol estival
del sur del mundo. Y si bien no morí de frío, fue vivir algo desconocido por mí
durante mucho tiempo.
Lentamente, sin
prisa, a veces como si el tiempo se hubiese detenido, caen los copos de nieve.
Sin previo aviso, desde una altura indeterminada, aparecen sobre nosotros y nos
tocan con un beso helado. Algunos, antes de llegar al suelo, suben nuevamente y
se van más lejos. Otros, lo alcanzan, pero no se quedan en su sitio. Bailan por
un buen rato antes de amontonarse sobre el pasto, sobre los lagos y los ríos
congelados, sobre el pavimento y los peatones que vamos o venimos de nuestras casas.
Si está muy helado, los copos no se deshacen y permanecen como la arena. Se
forman dunas con el viento y el paso de los vehículos. La nieve pronto se
volverá hielo, y los padres pasearán con sus hijos en trineos de madera, y en
más de algún lugar habrá hombres de nieve en medio de un silencio profundo
esperando por algún aburrido que los derribe de una patada.
"Schneemann" frente al Kolonnade en la Universidad de Potsdam |
Con el tiempo,
la magia se transformará en lo cotidiano y no será el misterio lo que bese
nuestra frente, sino la incomodidad del frío, la suciedad pegada a las botas y
que entra a la casa manchando el piso o las alfombras, el hielo negro al
costado de los caminos, esperando por hacer resbalar a los caminantes
desprevenidos, la espera en algún paradero y la molestia de no llegar a la
hora. Cuando pienso en esto, sólo recuerdo lo lejos que se veía la nieve en
Santiago y lo cerca que la tengo en estos momentos.
Fotos: (c) René Olivares Jara
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