lunes, 26 de noviembre de 2018

Allá son Uds. gente; aquí no son nadie


René Olivares Jara



Rufino Blanco Fombona (1874-1944)


La anécdota va así. En 1901 el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona se encontraba en París, en donde en febrero de ese año conoce al ya entonces célebre y admirado Rubén Darío. Ellos eran uno de muchos otros escritores hispanoamericanos que con más o menos suerte intentaban desarrollar su carrera en la capital francesa. La afinidad de la pluma y de la extranjería los haría pensar en proyectos en común. Pero la de ambos fue una amistad con tensiones que iban de la admiración al rechazo. Y si no cortaron relaciones del todo, fue porque en el fondo había una mutua admiración. Las escenas entre ambos debieron de ser notorias, pues fueron recordadas por los testigos presenciales y adornadas por aquellos testigos no tan presentes. Como recordará el venezolano en su libro El modernismo y los poetas modernistas:

«Don Arturo Torres Rioseco, chileno, profesor en la Universidad yanqui de Minnéapolis, se propone escribir la biografía de Rubén Darío, y me hace el obsequio de inquirir el género de relaciones que hubo entre el magnífico poeta y yo. ¡Esta sola pregunta me ha hecho remover tantos recuerdos! «He sabido por algunos amigos de Rubén –me escribe el Sr. Rioseco– que entre usted y el gran poeta de Nicaragua existió cierta rivalidad, que algunas veces produjo desagradables incidentes». Tales informes son errados. Jamás tuve rivalidades con Rubén, a quien un tiempo quise mucho y a quien siempre admiré como a un altísimo poeta, como a un maestro. Mío lo fue. Máxime en los principios de mi carrera. Sin Rubén Darío, ni yo ni muchos otros –aunque lo callemos, mezquinos– seríamos lo que somos… Andando el tiempo, y ya en la plenitud de mi sazón intelectual, yo tomé por caminos diferentes a los de Rubén, y no diferentes, sino antagónicos. Yo (…) aspiro a lo humano, a lo eterno, por lo propio de mi ser, de mi tierra, de mi lengua y de mi raza. Él es un magno poeta a la europea, un exotista, un desarraigado.»


Rubén Darío en 1915, un año antes de morir.


La descripción de los intereses de cada uno deja en claro el antagonismo, sino personal, por lo menos poético entre los dos autores y que sintetiza una de las discusiones de por entonces en las letras hispanoamericanas: el cosmopolitismo. Este término se le achacó a Darío y a los modernistas, sobre todo de manera despectiva. Y en un gesto muy suyo, como lo fue con la misma palabra “modernista”, Rubén Darío lo apropió y lo usó como bandera de lucha. Será hasta unas décadas más tarde, en los estertores del mismo modernismo que uno de sus miembros, el chileno Francisco Contreras, intentará resolver la disputa al postular una estética nueva: el mundonovismo. Como lo dice el chileno en 1917: «No se trata, naturalmente, de instaurar un arte local o siquiera nacional, siempre limitado, sino de interpretar esas grandes sugestiones de la raza, de la tierra o del ambiente que animan todas las literaturas superiores, sugestiones que lejos de anular la universalidad primordial en toda creación artística verdadera, la refuerzan diferenciándola. Se trata sencillamente de crear el arte del Mundo Nuevo, quiero decir, de la tierra joven y del porvenir.» Todo esto, desde las páginas del periódico parisino Mercure de France. 


Francisco Contreras (1877-1933)


Sin embargo, antes de esta síntesis planteada por Contreras –y probablemente después– la idea de que lo extranjero, sobre todo si es europeo, es mejor que lo propio, es algo instalado a fuego en la mente de muchos latinoamericanos y, por lo mismo, también de muchos de sus escritores de esta región. A comienzos del siglo XX, el corazón de Europa era Francia y, en particular, París. El  mundo se movía en sus calles y todo artista quería pasar una temporada allí. El mismo Rubén Darío confesaría que: «Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida.» (La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, XXXII) Y si bien este “galicismo mental”, como lo llamaron sus detractores, abrió la puerta a la innovación en la poesía hispanoamericana, trae la pregunta de cuánto valor se le atribuye a lo propio. Y en definitiva, ¿qué es lo propio? 


Enrique Gómez Carrillo (1873-1927)


Sin duda, estas preguntas están detrás de una de las discusiones que marcará la relación entre Blanco Fombona y Darío. Pocos meses ya de conocerse en 1901, en el mismo bar Calisaya, ambos se encuentran ahí junto con Enrique Gómez Carrillo con la idea de fundar en París un periódico dedicado a la literatura. Sin embargo, al poco andar de las copas la discusión marcha hacia una valoración de lo latinoamericano. En su diario Blanco Fombona menciona lo siguiente:

«Después hablamos de América; y ambos se desatan en improperios, invectivas y desdenes contra nuestra pobre patria de Hispanoamérica. Yo la defiendo a capa y espada. De repente Rubén Darío se encara conmigo, y de un modo chocante y agresivo me habla de Venezuela. Si no lo abofeteo al punto, es porque respeto, en el borracho atrevido, al gran poeta. Rubén Darío concluye así, poco más o menos. –Le hablo de Venezuela para hablarle de algo ridículo de que, sin embargo, todavía se puede hablar. Pero yo no quiero deshonrarme pronunciando siquiera el nombre de mi país. Carrillo hace coro. –Sin embargo, señores, –rujo yo, lleno de aguardiente y de rabia– Uds. viven ambos de esa América que desprecian; y este París no les daría para comprar un sombrero. Ud., Carrillo, es cónsul de su país; Ud., Darío, aspira a serlo del suyo. Allá son Uds. gente; aquí no son nadie; allá son Rubén Darío y Gómez Carrillo; aquí el número 10 o el 25 del hotel. Uds., en el fondo son unos filistinos (insensibles), unos burgueses incurables: aman a París, a Francia, a la fuerza, a lo rico, a lo establecido, a lo estampillado, al éxito. ¡Yo no! Yo amo a América, a nuestra América; y aunque pobre, india, salvaje, piojosa, leprosa, la amo por esta sola razón: porque es mi patria, la patria de mi raza, la tierra de mi alma. Mientras más desgraciada y más obscura sea, la amo.»

¿Y cuál será la realidad hoy a más de cien años de estas palabras? ¿Qué pensarán de la América que dejaron los expatriados de nuestros pueblos americanos?


Sudamérica en 1888



Créditos:
Fotografía de los autores: Wikipedia.
Mapa de Sudamérica: "Sexto Padre Larumbe"

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