Adolfo Bioy Casares (1914-1999) |
Todavía hoy lamento que mi madre no me diera una
hermana. Si yo pudiera convertir en hermana a cualquiera de las mujeres que
trato, elegiría a Verónica. Admiro en ella la aptitud para tomar decisiones
(qué tranquilidad vivir al lado del alguien así), la condición de buena
perdedora, la muy rara de mantener en las mayores tristezas la urbanidad, el
ánimo para descubrir detalles absurdos, aun para reír, y una ternura tan
diligente como delicada. Creo que siempre la he conocido –yo diría que los
inviernos de mi infancia pasaron en casa de Verónica, en el barrio de Cinco
Esquinas, y los veranos en la quinta de Verónica, en Mar del Plata–, pero la
belleza de mi amiga guarda intacto el poder de conmoverme. En sus ojos verdes
brilla por momentos una honda luz de pena que infunde en su rostro insólita
gravedad; un instante después la luz que reflejan esos mismos ojos es de alegre
burla. Con Verónica uno se habitúa a estos cambios y, con otras, los extraña.
Como ocurre con las mujeres que nos gustan, todo me gusta de ella, desde el
color oscuro del pelo hasta el perfume que sus manos dejan en las mías. En la
época de este relato, con veintiocho años y cuatro hijos, Verónica parecía una
adolescente.
Durante mucho tiempo, todos los domingos, comí en su
casa, pero la vida, que nos aparta de nuestros hermanos de sangre y de elección,
rompió ese rito. No sé cuántas veces determiné reanudarlo el próximo domingo;
otras tantas olvidé o diferí el propósito. Luego Verónica se casó; se rodeó de
hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi la familia de paseo en Palermo en
un largo automóvil, un Minerva, que ya entonces tenía algo de anticuado. Aunque
no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba menos que antes. Su
marido, un tal Navarro, era lo que se llama un caballero culto; en círculos
refinados y prominentes de la sociedad lo reputaban escritor, en mérito, sin
duda, a que poseía una notable biblioteca, cuyo catálogo, impreso por Colombo,
él había redactado personalmente. En dos o tres oportunidades los visité en la
casa de la calle Arcos, frente a la plaza Alberti; nunca dejó el hombre de
poner en mis manos por unos instantes, como quien ofrece una caja de bombones,
alguna edición de lujo de Las flores del
mal, de Afrodita o de Las canciones de Bilitis, envuelta en
papel de seda y con ilustraciones en color. Me he preguntado con frecuencia si
el arbitrario encono que yo sentía contra Navarro no provenía de que él
descontaba mi admiración por esos volúmenes. La verdad era otra: yo lo hallaba
(como, por lo demás, al resto del mundo)
indigno de su mujer.
En Montevideo, donde me habían llevado asuntos de
familia, me enteré del accidente en que murió el pobre Navarro. Creo que mandé
un telegrama de pésame. En todo caso, resolví que ni bien llegara a Buenos Aires
visitaría a Verónica. Recuerdo que una noche, en el hotel Alhambra, pensé
–porque la distancia y la noche imitan la locura– que yo debía consolarla, que
obstinarme en tratarla como hermana tenía algo de estupidez y que para ciertas
penas el único remedio era el amor. Una fotografía de Verónica, tomada años
atrás, que siempre llevo entre mis documentos, afloró por unos días a la mesa
de luz. Cuando volví a Buenos Aires olvidé mis intenciones. Meses después
alguien me habló de lo dolorosa que la muerte del marido fue para Verónica. Al
entrar en casa, esa misma tarde, la llamé por teléfono.
–¿Me permites comer contigo? –pregunté.
–Salgo a buscarte –contestó.
La espere junto a la ventana. Al ver el Minerva
recordé los paseos de otros tiempos, cuando el coche repleto parecía un símbolo
de que no cabía nadie más en la vida de Verónica.
Durante el trayecto la miré embelesado: era notable la
gracia con que manejaba el carromato. Reflexioné: «Con igual gracia lleva su
dolor. Lo adivino, es imposible dudar de que está ahí, pero Verónica no me
agobia con él; jamás pide nada; siempre da.»
Comimos agradablemente, mirando la plaza. Servía la
mesa una muchacha rubia, una suerte de walkiria alegre, fresca y vulgar, de
manos y piernas toscas, de abundante pecho, que trataba a su patrona con
familiaridad ingenua.
–Parece buena –comenté en un momento en que la
muchacha estaba en el antecomedor.
Mi amiga me respondió:
–¿Berta? Menos mal que me ha quedado Berta. Sin ella
no sé qué hubiera sido de mí.
Estoy seguro de que en esa frase no había intención de
reprocharme nada, pero me avergoncé. No abandonaría otra vez a Verónica. Todos
los domingos comería con ella.
Como me mimaron, me dieron excelente comida y
divirtieron, el propósito de enmienda no era demasiado meritorio; lo olvidé,
sin embargo. Pasé un año y medio sin volver; cuando lo hice, llegué
sorpresivamente. Nos encontramos en la calle, frente a su casa. Mientras ponía
en marcha el Minerva, Verónica me gritó con suavidad:
–Perdóname, salgo.
Tan floreciente hallé su belleza, que dije:
–Tú andas en algún amor.
Se ruborizó como una chica.
–¿Cómo lo adivinaste? –preguntó, sorprendida. Echó a
reír y agregó–: Otro día nos contamos todo.
Agitó una mano y se alejó en el automóvil. Confío que
el episodio no sugiera al lector cínicas reflexiones contra las mujeres.
Pretender que una persona que enviuda a los veintisiete años, después de haber
sido feliz en el matrimonio, quede sola para el resto de la vida me parece
ilógico.
La verdad es que reclamamos la lógica para los demás,
y nosotros prescindimos de ella. Yo había pensado: «De nuevo Verónica no me
necesita.» Yo descontaba que si la visitaba me hablaría de su amor; preveía el
tono portentoso, la historia trillada, el tedio. Pues bien, antes de que
hubiera corrido el mes volvía a entrar en su casa.
Ahora recuerdo: esa noche ocurrió un percance con el
vino.
–Está agrio –exclamó Verónica–. Yo quería que lo
probaras y está agrio. Es un vino nuevo…
Me sorprendí a mí mismo, declarando sentenciosamente:
–Suelen los vinos nuevos agriarse pronto.
Verónica me miró perpleja. Me conoce demasiado para
que yo finja ante ella algún conocimiento sobre vinos. Quizá avergonzada de mi
presunción, rápidamente cambió de tema.
–Una mañana me llamó Salomé Uribe –dijo–, la amiga de
mis hermanas. Cuando tú y yo éramos chicos, ella era una persona grande. Ahora
la hemos alcanzado. Somos todos de la misma generación. Lo increíble es que
esta persona de nuestra generación tiene un hijo en la Facultad. Salomé está
muy orgullosa de él; me dijo: «Juan vive para el estudio, y si no le sale al
camino alguna gran tentación, dentro de poco es medalla de oro.»
El muchacho necesitaba un libro para un trabajo que le
pidió un profesor; lo buscó inútilmente por todos lados, hasta que lo descubrió
en el famoso catálogo impreso por Colombo, que el marido de Verónica había
repartido entre sus relaciones.
–Salomé –añadió Verónica– quería que le prestara el
libro a su hijo. «De acuerdo, si viene a buscarlo», contesté.
Verónica me explicó que nunca tuvo paciencia para
descifrar el sistema de letras de clasificación de los estantes que había
ideado el marido, y que la mañana en que habló Salomé hacía tanto calor que ella
no se resignaba a buscar un libro por toda la biblioteca. Esa misma tarde
apareció el muchacho.
–¿Te acuerdas los días de calor espantoso que hubo el
último verano? –preguntó Verónica. En el peor de todos llegó Juan. Como yo no
tenía ánimo para salir de mi cuarto, le pedí a Berta que lo atendiera. Dos
horas más tarde entró Berta y me dijo que Juan se iba. ¿Había pasado ese tiempo
buscando el libro? «Lo halló en seguida –me dijo Berta–. Estuvo leyendo y
tomando notas. Mañana vuelve. No le vamos a permitir que se lleve el libro a su
casa.»
Según su experiencia, declaró Verónica, las
bibliotecas eran una invención inútil.
–Por lo menos, la que yo conozco siempre lo fue. Mi
marido, que era el hombre más generoso del mundo, había descubierto un verbo
para defender la biblioteca: «Lo siento –decía cuando le pedían un libro–, pero
no puedo descabalar la colección.» Ahora yo sigo defendiéndola de los lectores
para que Berta y la familia entera no me
acusen de falta de respeto o de algo peor. «Hay que preguntarle si no quiere
tomar algo. Si no va a creer que somos unas viejas avaras», le dije a Berta.
Esta contestó:
–Le preparé un mazagrán.
–Parece que el niño cayó en gracia –comentó Verónica.
Cuando ella entró en la biblioteca, lo que había caído
en gracia –una suerte de insecto con anteojos, un insecto repelentemente joven–,
tropezó con el mazagrán, salpicó la alfombra y ofreció una mano sudorosa. El
muchacho era (según las palabras de mi amiga) por momentos penosamente tímido,
por momentos desaforadamente atrevido. O callaba para siempre o no callaba
nunca. Si hablaba, mantenía la boca demasiado abierta, de modo que las palabras
fluían como una baba.
Esa primera entrevista fue breve. Juan volvió al otro
día. Volvió todos los días.
–Examina, por favor, el libro que leyó durante un mes.
Verónica me alargó un librito, de tapa gris y azul,
con letras blancas, que decían, Otis Howard Green: Vida y obra de Lupercio Leonardo de Argensola. Hacia la derecha del
anaquel donde había estado el volumen de Howard Green divisé una vitrina
rococó.
–¿Qué es eso? –pregunté.
–Todos los hombres son iguales –respondió, moviendo la
cabeza–. Mi pobre marido llamaba a esa vitrina su botiquín espiritual.
Me acerqué a mirar. Traduzco de memoria los títulos de
algunos libros que allí había: El jardín
perfumado, Obras escogidas de Louis Prolat, Justina o las desventuras de la
virtud, Preludios carnales, Ciento veinte jornadas de Sodoma.
–Son libros pornográficos –exclamé.
–No hay duda de que no tienes alma de bibliófilo. Son
libros caros y curiosos. Pero ¿viste el que te di? No alcanza a doscientas
páginas. ¿Cómo puede alguien tardar un mes en leerlo?
–Estudiar lleva más tiempo que leer.
–No soy zonza, che. No venía solamente para leer ese
libro –me miró en los ojos e hizo una pausa para indicarme que recapacitara–.
Tardé en sospechar que el motivo de tanta asiduidad era yo misma. Confieso que
la idea me divirtió. Por curiosidad me dejé arrastrar. Simulé interés en el
trabajo de Juan.
Al principio el resultado de la maniobra fue
humillante. Diríase que el muchacho no advertía nada; pero luego, con audacia
un tanto brutal, acometió.
–Yo aflojé en seguida –reconoció Verónica.
Cuando Juan se retiró empezaron los remordimientos.
Ella cavilaba: «Soy la gran tentación de que habló Salomé. Qué gran tentación
ni gran tentación. Soy una vieja obscena.» Como no lo vería más, escribió una
carta de ruptura, pero antes de que echara la carta al buzón estaba Juan de
vuelta; antes de que ella protestara estaban abrazados.
Partió Juan y de nuevo se encontró avergonzada y
arrepentida. Creyó que debía pedir consejo.
–Yo no podía ser juez y parte –dijo–. Necesitaba a
alguien que viera las cosas desde afuera.
Eligió a Berta, la criada, como confidente.
–¿Qué hay de malo? –preguntó Berta, con una inopinada
vehemencia, que la volvía casi bella y casi feroz; en tono tranquilo agregó
luego–: Juan es un muchacho que me gusta, y ¿qué más quiere que tener una
historia con una señora como usted?
Verónica atinó a decir:
–Nunca me perdonaré si por mí no es medalla de oro.
–Si no cae con la señora –afirmó Berta–, caerá con alguna
otra arrastrada. Es la ley de la vida. El amor es como el biógrafo: al salir de
la sala usted está cambiada. A usted misma la sentará distraerse con un amor
inocente.
El amor, me aseguró Verónica, entre personas honestas
nunca es inocente, ni parece cuerdo que lo sea; de modo que para ver a Juan sin
causar un escándalo que perjudicara a los chicos, ella alquiló un departamento.
Me dijo:
–Queda en Juncal al 3000. Cuando quieras te lo
muestro: creo que lo arreglé bastante bien. Lo que es incomprensible es la
reacción de la gente. Tan furiosa estaba Berta que no me hablaba. Un día me
interpeló: «¿Andan paseando por las calles? ¿O ya se cansó del pobre muchacho?»
Casi debo asegurarle que lo veía en otra parte. Con Juan, desde el primer día,
fuimos felices. Tuve una preocupación, es verdad: el automóvil. Si algún
conocido pasaba por Juncal, al ver el Minerva en la puerta se preguntaría: ¿Qué
hará Verónica en este barrio? Lo que es más grave, podría preguntarse: ¿Qué
hará Verónica en este barrio todas las tardes? Entonces tuve la gran idea de
que Juan llevara el coche a un garage. Al principio no tardaba demasiado en
volver, pero cada día tardaba más. Por último, no volvió.
–¿No volvió? –pregunté.
–Cuando volvió yo no estaba. Me había cansado de
esperar –contestó Verónica.
–Entre el garage y el departamento –seguí preguntando–, ¿la distancia es considerable?
–Quinientos metros, más o menos. Esperé una hora y me
fui.
–Después ¿lo viste?
–Es claro.
–¿Tardó siempre lo mismo?
–Lo mismo no. Alguna tarde volvió en seguida.
–¿Y las otras?
–Las otras lo seguí en un automóvil de alquiler.
–¿No me dirás que recogía mujeres?
–No.
–Ni que visitara a las mujeres de otros departamentos
de la casa.
–No.
–Ya sé. ¿Iba a la calle Arcos a recrearse con esos
libros raros y curiosos?
–No. Tampoco iba a abrazar a Berta. No hay nada que
hacer. Tu mente no está menos depravada que la mía. Somos de otra generación.
Somos viejos. No podemos entender a la juventud de ahora. Lo que descubrí…
–¿Qué descubriste? –pregunté, bajando la voz y la
mirada.
–Me cuesta confesarlo. Es tan horrible, tan deprimente
para mi amor propio. Descubrí que Juan salía a manejar el automóvil. Nada más
que manejar el automóvil.
Levanté los ojos con alivio, seguro de encontrar una
sonrisa; Verónica parecía tristísima. Estuve a punto de lanzar la exclamación.
¡Esa juventud mecanizada!, pero dudé por un momento de su originalidad y me
contuve.
Faltaba el aire en ese cuarto.
–Salgamos –dije.
–Es tarde para ir al teatro, y en el cinematógrafo no
dan nada.
Yo anuncié:
–Esta noche inauguran el Salón del Automóvil.
Verónica me miró enigmáticamente y replicó en un tono
por demás desabrido:
–Vamos donde quieras.
El cuento "Todos los hombres son iguales" está sacado del libro del autor Historias de
amor (Buenos Aires: Emecé Editores, S. A., 1995, pp. 19-27).
Fotografía: Wikipedia.