Desde el país
del Carnaval de las Culturas
Los niños se
divierten recogiendo papel picado de la calle. Concentrados en su tarea, intentan
llenar sus pequeñas manos antes que lo hagan los demás. Y cuando sus dedos no
pueden más de papelitos, los lanzan nuevamente al aire sin importar quien pase.
Al aire, con una sonrisa que sigue los pequeños trozos de color hasta que caen
otra vez al suelo. El tiempo se ha detenido en esa sonrisa. Por hoy, los autos
no pasarán por esta calle. Llevarán su ruido a otros lados de la ciudad. Por
hoy, esta zona es de los niños y de los adultos que quieren jugar.
Abundan las
pelucas rosadas, las caras pintadas, collares de colores hechos de papel,
lentes de sol que podrían parar un cometa, además de trajes de fantasía o de
tierras muy lejanas. Hoy es el día en que se puede ser alguien más o ser uno
mismo, alguien distinto pero igualado en medio de la diversidad.
Por esta misma
calle, en que quizás desfilaron las camisas pardas de los tiempos nazis, ahora
las familias de todos los colores y combinaciones posibles, ven pasar un
desfile muy distinto, uno en donde la gente de todos los lugares imaginables,
en procesiones hechas de todas las formas posibles de imaginar: camiones
adornados con flores, otros empujados por pedales o sillones tirados con
elásticos. Hay gente que baila, desfila, hace acrobacias o sólo camina. Todo
está permitido para ser feliz, aunque sea por hoy.
Desde una
ventana, una pareja de hombres sostiene a su hijo pequeño. Le muestran el río
de personas distintas, que va de allá para acá y que poco a poco se acumula y
pronto parece desbordarse. No importa qué digan algunos en Chile. En algún
punto de Berlín, hay un niño con dos hombres que se aman y que lo aman a él.
Una serpiente cobra vida... |
En la vereda,
una mujer mira a su hijo autista correr entre el desfile que comienza. Va de un
lado a otro fotografiando lo que le interesa. Aprieta el botón y ríe. Mira a su
madre y vuelve a correr detrás de algún disfraz. Él no es un espectador detrás
del lente. Él es parte del carnaval. Ahí van primero los brasileños y sus
desfiles de garotas con plumas. Detrás, los tambores de la samba que comienza a
inundar el barrio. Una serpiente de papel cobra vida. Corre, se contorsiona, se
yergue y luego nos mira. Se retuerce y se congela por un momento. Pide nuestro
aplauso y vuelve a moverse. Nos saluda y nos dice adiós, mientras suenan los
platillos y los tambores de los antepasados orientales. Mariposas gigantes
aletean sobre nosotros buscando alguna flor perdida entre la multitud. Pasan
anunciando a un grupo de cosacos que bailan como si el piso estuviera con
hielo. Se resbalan de allá para acá como las bailarinas de las cajas de música,
pero con más vida. Hay algo mágico en la sonrisa que van contagiando en quienes
los ven. Un hombre negro lleva pintura en su cuerpo y podría venir de Brasil o
de África o de cualquier otro lugar. Sólo los carteles que anteceden cada grupo
dan alguna señal. ¿Pero qué importa de dónde venga? Está ahí agitándose con los
tambores y quiere que nos movamos con él. Otro toma a su hijo en brazos y lo
alza sobre su cabeza hasta que éste se pone de cabeza. Se mueven como un solo
cuerpo reflejándose en un espejo hacia el infinito. Una niña en zancos se
complace en ser por unas horas más alta que su mamá. De pronto, un Oficial
Prusiano aparece por la calle. Él es un punto aparte en todo el carnaval.
Mientras la mayoría suelta su cuerpo al ritmo de los tambores, él camina lento
y parsimonioso. Y si en el desfile todos van en grupo, él va solitario con su
casco y sus medallas. Se detiene y saluda al público, llevando su mano a la
frente como con un sentimiento de honor y deber hacia quienes lo ven. Una mujer
joven lo encuentra tan solo que se le acerca por detrás e imita su gesto. Él se
da cuenta y se ríe a destajo. Ha perdido por un momento la compostura y el
personaje nos ha devuelto a la persona, para luego de unas fotos, volver a
ocupar su lugar en ese río en que se mezcla el disfraz y lo auténtico. El
pasado nos visitó por un momento y se va más contento que cuando cayó el
Imperio.
Una niña en zancos se complace en ser por unas horas más alta que su mamá. |
...un solo cuerpo reflejándose en un espejo hacia el infinito |
...el personaje nos ha devuelto a la persona |
Más allá, un
hombre se contorsiona sin polera ni zapatos, como una bestia desatada de sí
misma. Va de un lado a otro. Salta y grita frenético junto a los Hare Krishna. Y
aunque él pueda ser perfectamente un nieto o bisnieto de algún soldado de la Wehrmacht o de las SS, su locura es muy distinta a la del nazismo. Lejos de la
violencia, la suya es en realidad el éxtasis que nos toma, nos mueve, nos hace
alzar los brazos por estar vivos y nos saca, aunque sea unos momentos, de las
reglas del mundo gris del “lunes a viernes”.
Un niño lleva en
su piel, en su pelo, en sus ojos, la marca del amor de todas las culturas.
Difícil saber si es un poco negro, un poco blanco, un poco árabe, un poco
turco. ¿Quién puede saberlo realmente? Es todos ellos y se ríe con las mulatas
bailando samba y con los malabaristas. Es la imagen del nuevo Berlín. Es verdad
que hay problemas con la inmigración, que la tolerancia, en particular de las
autoridades políticas, se queda a veces sólo en eso, en aguantarnos lo
necesario para que ojalá nos vayamos pronto. Pero también es cierto que la
convivencia de todas las culturas en una ciudad que no hace mucho era la
capital mundial del odio racial, es algo que debe celebrarse. Y el Carnaval de
las Culturas lo hace todos los años al comenzar la primavera y quiere mostrar
que la convivencia entre todos es algo en que cada uno gana algo del otro: ante
todo, conocernos, a “ellos” y a nosotros.
Fotografías: (c) Nidia Lizama Fica, excepto la última que la tomé yo.
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