lunes, 24 de junio de 2024

Vampiro

 Emilia Pardo Bazán

 


 

 

No se hablaba en el país de otra cosa. Y ¿qué milagro? ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

 

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo –distante tres leguas de Vilamorta– bendijo su unión con el Sr. D. Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, mal pocadiño! subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse á caballo, se discurrió que dos fornidos carretones de Gondelle, hechos á cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen á D. Fortunato á la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

 

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos á ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio; ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de D. Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado ó mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; sólo que… ¡pch! ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

 

Que el Sr. Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; sólo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio. –¿No le bastarían a ese viejo chocho siete piés de tierra?– preguntaban entre burlones é indignados los concurrentes al Casino. Júzguense lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que D. Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente á la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como D. Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fué preciso dejarle, encomendado su castigo á su propia locura.

 

Lo que no se evitó fué la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas; cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron á dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrear una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz á los cónyuges y en soledad la plaza.

 

Entretanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y á sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fué al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía á la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «no tengas miedo, boba»; los «cásate tranquila» de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que la tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

 

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche –la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba á su lado, pegado á su cuerpo, un abrigo dulce– se comprometía á atenderle, á no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios la deparaba uno. Se portaría como hija, y aun más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía D. Fortunato encontrar algún remedio á la decrepitud. «Lo que tengo es frío –repetía, – mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo á ti como si me arrimase á la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más.»

 


 

 

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés á quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de robustez, su intacta provisión de fuerzas, debían reanimar á D. Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían á aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase á Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

 

Grande fué el asombro de Vilamorta –mayor que el causado por la boda aún– cuando notaron que D. Fortunato, á quien tenían pronosticada á los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía á pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, á cada paso más derecho, con menor temblequeteo de piernas. A los dos ó tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla! jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos; sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror: «Mala rabia me coma si ni tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.»

 

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad á Inesiña, la cual murió –¡lástima de muchacha!– antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre ética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado á otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron á la sobrina del cura; pero D. Fortunato busca novia. De esta vez, ó se marcha del pueblo, ó la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y D. Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

 

Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

 

 

Esta versión de Vampiro está sacada de El fondo del alma, tomo 31 de las Obras Completas de Emilia Pardo Bazán (Madrid: Administración, pp. 106-112). Hemos mantenido la ortografía de la época, a excepción de algún notorio error de imprenta ("hacía" cuando era "hacia").

 

Créditos de las imágenes

Capricho 31: "Ruega por ella" (1791), de Francisco Goya: (cc) Wikipedia.

Alter Mann auf dem Totenbett (1900), de Gustav Klimt: © Österreichische Galerie Belvedere.
Retrato de Emilia Pardo Bazán (1896) por Joaquín Vaamonde Cornide: (cc) Wikipedia.

lunes, 17 de junio de 2024

Nuevamente Bartleby

René Olivares Jara

 

 “Bartleby escribía como un autómata, en silencio y distante.”

Herman Melville

 

 


Hace poco apareció publicada por la editorial chilena Carbón Libros una nueva versión del ya clásico relato de Herman Melville Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street, (1853, 1856) bajo el título de Bartleby, el escribano, traducida esta vez por el multifacético escritor chileno Roberto Contreras Soto. Digo “clásico”, pues esta corta narración parece resonar cada cierto tiempo en personas de distintas épocas, pero que, pese a la distancia temporal, parecen compartir una experiencia similar. 

 

Melville expresa en su texto la estupefacción de un abogado neoyorquino que debido a la mayor carga de trabajo decide contratar a alguien más que refuerce a su equipo de ayudantes. Sin embargo, Bartleby, el nuevo empleado, en vez de aligerar la carga, comienza a crear problemas con su pronta negación a hacer lo que se supone tiene que hacer. Y cuando se le intenta obligar, repite siempre la misma frase casi a modo de conjuro: “Preferiría no hacerlo”. Y es así como Bartleby pasa sus días en la oficina cumpliendo sin cumplir. Puntual en el trabajo, no falta ningún día, pero jamás copia los documentos que debería. Su jefe, el abogado y narrador, no sabe cómo imponer su voluntad sobre él, sus “colegas” no lo quieren, pues la situación es injusta: ellos trabajan y él no, pero de todos modos éste recibe su paga. Y aunque con el tiempo las molestias ocasionadas por Bartleby se normalizan, nunca se aceptan del todo, por lo que su jefe buscará deshacerse de él, aún a costa de cambiarse de oficina.

 

Si bien el final del texto parece advertirnos de las consecuencias negativas de la inacción humana, no deja de inspirar simpatía la situación del personaje. Si bien los compañeros de trabajo de Bartleby parecen moverse en su medio sin mayor esfuerzo, en él parecen repercutir las malas condiciones de trabajo. Como nos lo cuenta el abogado y narrador de su historia:

 

«Hice colocar su escritorio junto a una pequeña ventana lateral, por el costado de la oficina que daba al patio trasero y el muro de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, había quedado con una vista donde apenas llegaba algo de claridad. A menos de un metro de la ventana había una muralla por donde bajaba una luz que traspasaba dos altos edificios, como si fuera una cúpula. Para completar la instalación, dispuse un alto biombo plegable, de color verde, que entonces mantendría a Bartleby fuera de mi vista, pero al alcance de mi voz. Así, de alguna manera, se aunaban en un mismo espacio, cierta privacidad y también un grado de socialización.»

 

Es aquí en donde Bartleby vive, pues pronto sabremos que no sólo trabaja ahí, sino que duerme en ese mismo lugar. ¿Por qué? No lo sabemos. Hombre sin historia, sólo nos enteramos de un trabajo anterior en el correo, pero nunca podremos asegurar que esta actividad influyó en el propio abandono, que progresa a medida que avanzamos en la historia. Estos pequeños datos nunca explican los motivos de su comportamiento. Su situación parece ser tan superflua como lo era su actividad de copista.

 

Escribano que no escribe. Bartleby es un empleado que se niega a trabajar, pero persiste en estar ahí. Este absurdo desconcierta al lector y a su narrador, el abogado. Pero éste además ve desarmada su autoridad. La historia de este extraño escribano es también el testimonio de la impotencia de ese jefe que no puede ejercer realmente su jerarquía. Pese a su posición, no es capaz de imponer su voluntad ante una simple negativa: “preferiría no hacerlo”. Lo que Borges llamó una “humilde terquedad”, es la expresión de la protesta de un individuo que responde ante ese ambiente de ventanas que van a dar a muros y copias de documentos sin trascendencia. Se trata de una resistencia pequeña pero efectiva. Su minúscula negativa desarma el poder de su jefe y narrador y parece trastornar el orden establecido:

 

–¡Las copias, las copias! –respondí impaciente–. Hay que revisarlas. Tome, le dije, extendiendo la cuarta copia.

–Preferiría no hacerlo– contestó, para luego avanzar con toda calma hacia su biombo y desaparecer.

                Durante algunos segundos me quedé estático como una estatua de sal junto a la fila de mis empleados. Me reincorporé, para ir hacia su biombo a indagar sobre el motivo inusual de su conducta.

–¿Por qué se niega a hacer lo que le pido?

–Preferiría no hacerlo.

                Ante cualquier otro empleado, me hubiera abalanzado sobre él furioso y, sin mediar palabras, con total indolencia lo habría puesto en la calle. Pero había algo en Bartleby, que no solo conseguía desarmarme, sino que además lograba, asombrosamente, conmoverme a la vez que desconcertarme.

 

El mundo exige de Bartleby que produzca. Pero las condiciones de ese mismo mundo no lo invitan a hacerlo con gusto. Su aporte a la producción económica, su “grano de arena”, es la copia sin fin de documentos sin trascendencia existencial: documentos cuya validez no sobrepasan el litigio respectivo.

 

«Una de las tareas fundamentales de un escribano, es corroborar la fidelidad de su copia, palabra por palabra. Labor que, habiendo más de dos amanuenses en una oficina, hace más fácil su verificación; así mientas uno lee lo copiado, el otro corrobora en el original. Es una acción repetitiva, aburrida y somnífera. Entiendo que para las personas de carácter explosivo habría sido una acción insoportable. Me costaría imaginar, por ejemplo, al impetuoso poeta Lord Byron sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar paciente un mamotreto de quinientas páginas, con una letra minúscula.»

 

Y es en esa disyuntiva, en aquella tensión entre las aspiraciones del individuo y sus actividades reales producto de las condiciones materiales del mundo, que esta narración tiene su mayor atractivo. Al decir de Borges: «Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.» El absurdo expresado por Bartleby explica la poca repercusión que tuvo esta narración entre sus contemporáneos, pero también su éxito entre los lectores del siglo XX. Una historia kafkiana en medio de un mundo en donde todo parecía tener sentido todavía. Bartleby pone la duda y nos invita a preguntarnos por la validez de la vida “útil”.

 

 


La traducción

 

Borges tiene razón respecto a que cada época hace que un texto signifique algo diferente (Estoy pensando aquí en su “Pierre Menard, autor del Quijote”). Pero en el caso de las traducciones, ese entramado entre ideas, palabras y lectores se vuelve mucho más complejo. ¿Por qué no sólo editar una vez más una traducción ya disponible de Bartleby –como la del mismo Borges–, sino que emprender una nueva versión en español de este texto? ¿Una más?

 

Es probable que las intenciones de Roberto Contreras vayan más allá de lo económico, al evitar el pago de los derechos de publicación de una traducción ya hecha. No dejaría de ser lícito, pues las condiciones materiales de la publicación de libros no dejan de ser parte del contexto desde donde surgen y estamos ante una editorial independiente. Sin embargo, creo que todo parece apuntar a una situación más personal: recrear lo más fielmente la experiencia de su propia lectura. En el gesto de realizar una nueva versión en español de este clásico estadounidense no hay –sólo– una estrategia comercial, sino que cariño hacia lo que se hace.

 

La traducción de Contreras no se queda en verter palabras “con el mismo significado” en otra lengua, sino que es una versión meditada de los alcances de las palabras que arman el mundo narrado. Por lo menos, así me queda claro en su justificación inicial de preferir “escribano” y no “escribiente” o “amanuense”, como lo han hecho otras traducciones más influyentes hasta ahora; en no aplicar sin más la ya canónica “preferiría no hacerlo” (I would prefer not to), sino que usar distintas versiones según lo exija el contexto en que aparece la frase cada vez; y en el cuidado de los apodos de los personajes compañeros de trabajo, que para mantener su “sentido” se ha optado por mantener el original inglés: Turkey, Nippers, Ginger Nuts. Quisiera enfatizar esto último, pues en general, el traductor está tentado a traducirlo todo y a veces, la mejor opción está en no hacerlo. Como nos lo dice el mismo Contreras:

 

«Los personajes de la oficina funcionan como sobrenombres propios dentro del argot neoyorkino de la época, por lo que sería inadecuado cambiar a Turkey simplemente por Pavo en español, ya que en su fin estaba describir a un tipo borracho, alguien con cara de alcohólico; en el caso de Nippers es Pinzas, aludiendo a su habilidad con las manos, por inmiscuirse en “trabajos sucios” e ilícitos, y Ginger Nut, Galleta de Jengibre, cuyo equivalente se ajustaría a una traducción literal, o bien reducida al “Galletas”, por ser quien abastece y come esos bocados en el trabajo.»

 

Siempre recordaré una traducción española de una novela de Jean Paul Sartre en la que el muy parisino Jacques aparecía ya ni siquiera como Jacobo, sino que como Santiago. Se podrá justificar etimológicamente esta decisión, pero ¿por qué no entonces “Diego”? ¿O “Iago”? ¿O, ya con más confianza, Chago?

 

La versión de Contreras es una traducción que no oculta las marcas de su origen y no apela a una norma peninsular española. Por ahí se verá a Turkey preguntando a su jefe sobre lo que podría hacerle a Bartleby: “¿Voy a pegarle un combo?”. Sin duda, esta opción no busca encriptar la historia entre palabras de poca comprensión fuera de Chile, ni intenta cambiar Wall Street por la Calle Nueva York en Santiago (la calle donde se encuentra “la Bolsa”). La traducción de Contreras busca ser una versión chilena para el mundo hispanohablante. Pues, en definitiva, el Bartleby de Melville ya no es el Bartleby neoyorquino de 1853, sino un Bartleby que, aunque nos habla desde otra época, nos habla de la época en que lo leemos, y ése es el valor no sólo de publicarlo, sino de traducirlo nuevamente. Este Bartleby pudo quedarse en silencio, pero prefirió no hacerlo.

 

 

Herman Melville (1819-1891) Retrato de Joseph Oriel Eaton (1870)
 


Ficha




Créditos de las imágenes:

Portada del libro: Carbón Libros
Retrato de Herman Melville: (cc) Wikipedia.