lunes, 17 de junio de 2024

Nuevamente Bartleby

René Olivares Jara

 

 “Bartleby escribía como un autómata, en silencio y distante.”

Herman Melville

 

 


Hace poco apareció publicada por la editorial chilena Carbón Libros una nueva versión del ya clásico relato de Herman Melville Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street, (1853, 1856) bajo el título de Bartleby, el escribano, traducida esta vez por el multifacético escritor chileno Roberto Contreras Soto. Digo “clásico”, pues esta corta narración parece resonar cada cierto tiempo en personas de distintas épocas, pero que, pese a la distancia temporal, parecen compartir una experiencia similar. 

 

Melville expresa en su texto la estupefacción de un abogado neoyorquino que debido a la mayor carga de trabajo decide contratar a alguien más que refuerce a su equipo de ayudantes. Sin embargo, Bartleby, el nuevo empleado, en vez de aligerar la carga, comienza a crear problemas con su pronta negación a hacer lo que se supone tiene que hacer. Y cuando se le intenta obligar, repite siempre la misma frase casi a modo de conjuro: “Preferiría no hacerlo”. Y es así como Bartleby pasa sus días en la oficina cumpliendo sin cumplir. Puntual en el trabajo, no falta ningún día, pero jamás copia los documentos que debería. Su jefe, el abogado y narrador, no sabe cómo imponer su voluntad sobre él, sus “colegas” no lo quieren, pues la situación es injusta: ellos trabajan y él no, pero de todos modos éste recibe su paga. Y aunque con el tiempo las molestias ocasionadas por Bartleby se normalizan, nunca se aceptan del todo, por lo que su jefe buscará deshacerse de él, aún a costa de cambiarse de oficina.

 

Si bien el final del texto parece advertirnos de las consecuencias negativas de la inacción humana, no deja de inspirar simpatía la situación del personaje. Si bien los compañeros de trabajo de Bartleby parecen moverse en su medio sin mayor esfuerzo, en él parecen repercutir las malas condiciones de trabajo. Como nos lo cuenta el abogado y narrador de su historia:

 

«Hice colocar su escritorio junto a una pequeña ventana lateral, por el costado de la oficina que daba al patio trasero y el muro de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, había quedado con una vista donde apenas llegaba algo de claridad. A menos de un metro de la ventana había una muralla por donde bajaba una luz que traspasaba dos altos edificios, como si fuera una cúpula. Para completar la instalación, dispuse un alto biombo plegable, de color verde, que entonces mantendría a Bartleby fuera de mi vista, pero al alcance de mi voz. Así, de alguna manera, se aunaban en un mismo espacio, cierta privacidad y también un grado de socialización.»

 

Es aquí en donde Bartleby vive, pues pronto sabremos que no sólo trabaja ahí, sino que duerme en ese mismo lugar. ¿Por qué? No lo sabemos. Hombre sin historia, sólo nos enteramos de un trabajo anterior en el correo, pero nunca podremos asegurar que esta actividad influyó en el propio abandono, que progresa a medida que avanzamos en la historia. Estos pequeños datos nunca explican los motivos de su comportamiento. Su situación parece ser tan superflua como lo era su actividad de copista.

 

Escribano que no escribe. Bartleby es un empleado que se niega a trabajar, pero persiste en estar ahí. Este absurdo desconcierta al lector y a su narrador, el abogado. Pero éste además ve desarmada su autoridad. La historia de este extraño escribano es también el testimonio de la impotencia de ese jefe que no puede ejercer realmente su jerarquía. Pese a su posición, no es capaz de imponer su voluntad ante una simple negativa: “preferiría no hacerlo”. Lo que Borges llamó una “humilde terquedad”, es la expresión de la protesta de un individuo que responde ante ese ambiente de ventanas que van a dar a muros y copias de documentos sin trascendencia. Se trata de una resistencia pequeña pero efectiva. Su minúscula negativa desarma el poder de su jefe y narrador y parece trastornar el orden establecido:

 

–¡Las copias, las copias! –respondí impaciente–. Hay que revisarlas. Tome, le dije, extendiendo la cuarta copia.

–Preferiría no hacerlo– contestó, para luego avanzar con toda calma hacia su biombo y desaparecer.

                Durante algunos segundos me quedé estático como una estatua de sal junto a la fila de mis empleados. Me reincorporé, para ir hacia su biombo a indagar sobre el motivo inusual de su conducta.

–¿Por qué se niega a hacer lo que le pido?

–Preferiría no hacerlo.

                Ante cualquier otro empleado, me hubiera abalanzado sobre él furioso y, sin mediar palabras, con total indolencia lo habría puesto en la calle. Pero había algo en Bartleby, que no solo conseguía desarmarme, sino que además lograba, asombrosamente, conmoverme a la vez que desconcertarme.

 

El mundo exige de Bartleby que produzca. Pero las condiciones de ese mismo mundo no lo invitan a hacerlo con gusto. Su aporte a la producción económica, su “grano de arena”, es la copia sin fin de documentos sin trascendencia existencial: documentos cuya validez no sobrepasan el litigio respectivo.

 

«Una de las tareas fundamentales de un escribano, es corroborar la fidelidad de su copia, palabra por palabra. Labor que, habiendo más de dos amanuenses en una oficina, hace más fácil su verificación; así mientas uno lee lo copiado, el otro corrobora en el original. Es una acción repetitiva, aburrida y somnífera. Entiendo que para las personas de carácter explosivo habría sido una acción insoportable. Me costaría imaginar, por ejemplo, al impetuoso poeta Lord Byron sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar paciente un mamotreto de quinientas páginas, con una letra minúscula.»

 

Y es en esa disyuntiva, en aquella tensión entre las aspiraciones del individuo y sus actividades reales producto de las condiciones materiales del mundo, que esta narración tiene su mayor atractivo. Al decir de Borges: «Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.» El absurdo expresado por Bartleby explica la poca repercusión que tuvo esta narración entre sus contemporáneos, pero también su éxito entre los lectores del siglo XX. Una historia kafkiana en medio de un mundo en donde todo parecía tener sentido todavía. Bartleby pone la duda y nos invita a preguntarnos por la validez de la vida “útil”.

 

 


La traducción

 

Borges tiene razón respecto a que cada época hace que un texto signifique algo diferente (Estoy pensando aquí en su “Pierre Menard, autor del Quijote”). Pero en el caso de las traducciones, ese entramado entre ideas, palabras y lectores se vuelve mucho más complejo. ¿Por qué no sólo editar una vez más una traducción ya disponible de Bartleby –como la del mismo Borges–, sino que emprender una nueva versión en español de este texto? ¿Una más?

 

Es probable que las intenciones de Roberto Contreras vayan más allá de lo económico, al evitar el pago de los derechos de publicación de una traducción ya hecha. No dejaría de ser lícito, pues las condiciones materiales de la publicación de libros no dejan de ser parte del contexto desde donde surgen y estamos ante una editorial independiente. Sin embargo, creo que todo parece apuntar a una situación más personal: recrear lo más fielmente la experiencia de su propia lectura. En el gesto de realizar una nueva versión en español de este clásico estadounidense no hay –sólo– una estrategia comercial, sino que cariño hacia lo que se hace.

 

La traducción de Contreras no se queda en verter palabras “con el mismo significado” en otra lengua, sino que es una versión meditada de los alcances de las palabras que arman el mundo narrado. Por lo menos, así me queda claro en su justificación inicial de preferir “escribano” y no “escribiente” o “amanuense”, como lo han hecho otras traducciones más influyentes hasta ahora; en no aplicar sin más la ya canónica “preferiría no hacerlo” (I would prefer not to), sino que usar distintas versiones según lo exija el contexto en que aparece la frase cada vez; y en el cuidado de los apodos de los personajes compañeros de trabajo, que para mantener su “sentido” se ha optado por mantener el original inglés: Turkey, Nippers, Ginger Nuts. Quisiera enfatizar esto último, pues en general, el traductor está tentado a traducirlo todo y a veces, la mejor opción está en no hacerlo. Como nos lo dice el mismo Contreras:

 

«Los personajes de la oficina funcionan como sobrenombres propios dentro del argot neoyorkino de la época, por lo que sería inadecuado cambiar a Turkey simplemente por Pavo en español, ya que en su fin estaba describir a un tipo borracho, alguien con cara de alcohólico; en el caso de Nippers es Pinzas, aludiendo a su habilidad con las manos, por inmiscuirse en “trabajos sucios” e ilícitos, y Ginger Nut, Galleta de Jengibre, cuyo equivalente se ajustaría a una traducción literal, o bien reducida al “Galletas”, por ser quien abastece y come esos bocados en el trabajo.»

 

Siempre recordaré una traducción española de una novela de Jean Paul Sartre en la que el muy parisino Jacques aparecía ya ni siquiera como Jacobo, sino que como Santiago. Se podrá justificar etimológicamente esta decisión, pero ¿por qué no entonces “Diego”? ¿O “Iago”? ¿O, ya con más confianza, Chago?

 

La versión de Contreras es una traducción que no oculta las marcas de su origen y no apela a una norma peninsular española. Por ahí se verá a Turkey preguntando a su jefe sobre lo que podría hacerle a Bartleby: “¿Voy a pegarle un combo?”. Sin duda, esta opción no busca encriptar la historia entre palabras de poca comprensión fuera de Chile, ni intenta cambiar Wall Street por la Calle Nueva York en Santiago (la calle donde se encuentra “la Bolsa”). La traducción de Contreras busca ser una versión chilena para el mundo hispanohablante. Pues, en definitiva, el Bartleby de Melville ya no es el Bartleby neoyorquino de 1853, sino un Bartleby que, aunque nos habla desde otra época, nos habla de la época en que lo leemos, y ése es el valor no sólo de publicarlo, sino de traducirlo nuevamente. Este Bartleby pudo quedarse en silencio, pero prefirió no hacerlo.

 

 

Herman Melville (1819-1891) Retrato de Joseph Oriel Eaton (1870)
 


Ficha




Créditos de las imágenes:

Portada del libro: Carbón Libros
Retrato de Herman Melville: (cc) Wikipedia.

 


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