Cuando decimos sur esa palabra no nos sirve para describir esta tierra. El sur para los habitantes de la mayor parte de Chile llega hasta Puerto Montt. Aquí hablamos de un sur absoluto. Chile se interrumpe hacia este lugar en una serie de islas, fiordos, ensenadas, glaciares, ríos, lagos, etc. La única forma más o menos directa de llegar hasta acá es por Argentina o en avión.
Magallanes es una isla. Desprendida del territorio nacional y sacudida por un viento constante, sus habitantes han generado una forma de vivir propia en donde, aunque hay dos países que se han repartido la tierra, no podemos hablar de chilenos o argentinos, sino de -como ellos mismos lo señalan- "magallánicos".
Cultura al margen de capitales distantes y producto de un sincretismo poco común entre la naturaleza y pueblos diversos, han generado una forma de vivir con un acento especial. Vida que se mueve entre distancias extendidas a lo largo de una llanura amplísima, sólo interrumpida por montañas que buscan rasgar el cielo profundamente azul que cubre esta tierra. Las ciudades son los accidentes.
Soledad casi absoluta. Los cerros se roban la atención y las miradas se pierden en la lejanía de un valle que parece sin fin y que puede ser muy verde o muy áspero según donde se vaya.
Glaciares, pampa y desierto. Los hombres que habitan aquí han aprendido a convivir con un terreno que se le ofrece en su inmensidad, pero que a la vez los obliga a estar a la intemperie.
El cobijo suele ser precario. Los pueblos ancestrales usaron sus canoas dadas vueltas en la tierra, tiendas hechas con varas y pieles de guanaco. Aún así, se le llamó a estas rocas, hogar.
El gaucho es el resultado del mestizaje. Del hombre extranjero con el nativo y con la naturaleza. En sus facciones vive el aonikenk, tal vez el selknam, eco de los hombres de mantas de guanaco y jinetes pampeanos. Sin embargo, no es el vestigio, sino el presente mismo de todas las edades. Cuando el gaucho lleva su boina, sus botas y sus pantalones anchos, no va disfrazado. En medio de los extranjeros, generalmente caucásicos, es habitante donde los demás son visitantes, turistas de un mundo visto en postales.
Hombre libre, sus ataduras son con la tierra y con los animales que le dan sustento. No hay fronteras acá. Esas son burocracias que poco tienen que ver con los cerros y praderas.
Hombre de tierras hermosas y hostiles, festeja su forma de vida para sentirse vivo en medio de la soledad. Los animales que le dan el sustento son el medio de sus juegos. Probablemente sus ritos y ceremonias parezcan repulsivos para muchos quienes ven en la doma de animales un salvajismo atávico. Pero detrás del ritual está la escenificación de la lucha por sobrevivir. El gesto de decir "existo", en medio de las rocas.
Con las piernas sueltas rodeando el animal montan su lomo casi en el aire mientras éste brinca ofuscado al contacto del peso de un humano y la fuerza del rebenque que le hiere el costado. Diez segundos desde que le sacan al caballo la venda de los ojos y lo empujan del palenque, en donde el hombre es un objeto inestable que casi se cae, que se agarra, que toma con una mano al animal y con la otra lo azota para moverlo y que lo mueva. Probar que se puede ser víctima y victimario al mismo tiempo, y salir airoso.
Entiendo que sea incomprensible para algunos una práctica que catalogarían de maltrato animal, pero sin duda, el verlo sólo desde ese ángulo limita el sentido a una práctica social tan central en la identidad del hombre patagónico. ¿Se trata sólo de golpear con un rebenque a un pobre animal? ¿Es sólo por diversión?
Otra es la duda que me queda. Nosotros en la ciudad, ¿qué tenemos?
Fotografías y video: (c) Nidia Lizama y René Olivares Jara
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