Las Torres del Paine son una isla. Abandonada de la cordillera, se erige silenciosa en medio de ríos, lagos, praderas y glaciares.
Su hermosa soledad es quizás la razón de que cientos de extranjeros, principalmente europeos atraviesen prácticamente el planeta para llegar a la Patagonia. Los cuernos bicolores que salen de la tierra a encontrarse con el cielo llaman tan poderosamente la atención que es casi imposible no quitarles la vista mientras se camina por cualquiera de sus bordes. La impresionante visión de sus alturas obnubila a muchos visitantes y hay sectores que se inundan con turistas que quieren ver y rever lo que ya habían apreciado en catálogos y revistas, dando después la media vuelta hacia sus hoteles. Pero hay quienes se quedan. Porque no es sólo lo escarpado de ciertas laderas lo que atrae al aventurero. Es la experiencia de estar ahí en medio de esta isla.
Caminar por los senderos, quedarse una noche mirando el cielo recortado por los árboles y las montañas. Recorrer los caminos hechos por el agua o el hielo en medio de una soledad casi absoluta. Horas sin ver a nadie. Sólo la montaña al frente y el viento que quiere tumbarte, porque no eres la montaña y probablemente no deberías estar ahí, en el reino de las rocas, en donde hasta el hielo se asemeja a una.
Ríos que fueron glaciares horadan praderas que antes fueron bosques, pero que los antiguos dueños de estas tierras arrasaron para poder sembrar. Aún quedan vallas de esos tiempos hay estacas tumbadas ya sin alambres.
Ahora puedes ir a cualquier lado. Los senderos están marcados en la tierra y se recomienda no salirse de ellos para que no te caigas de un barranco o a las correntosas aguas de un río producto de un mal paso o el viento.
Aquí eres extranjero, pero puedes ir donde quieras y decidas lo que decidas, siempre será más de lo que tenías.
Fotografías: (c) Nidia Lizama Fica y René Olivares Jara
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