La obra de Ludwig
Zeller (Calama, 1927) se encuentra influida profundamente por el surrealismo y
por las ideas de Carl Gustav Jung, en especial por su teoría de los arquetipos
y del inconsciente colectivo. Muy cercano poética y personalmente a Humberto
Díaz-Casanueva y a Rosamel del Valle, puede considerársele un continuador de
esta veta de la poesía chilena.
Los poemas publicados
aquí pertenecen al libro Cuando el animal
de fondo sube la cabeza estalla (1976), aparecido en Canadá, país en el que
Zeller vivió durante mucho tiempo hasta su instalación definitiva en México.
Esta obra expresa la profunda unidad entre la experiencia poética y la
experiencia vital. En ellos se unen la expresión visual y lingüística de una
vivencia profunda y trascendental, asociada muchas veces al mundo onírico. Los
textos son acompañados por collages compuestos por imágenes que parecen
provenir de libros antiguos de ciencia o aventuras. Ellos complementan y
amplían la lectura de los poemas. Además, cada uno de los textos está traducido
al inglés y al francés, amplificando la experiencia poética a otras formas de
pensamiento. Recordemos la profunda relación entre idea, palabra y ser, que ya
tiene una larga tradición. Como dijo Heidegger «El lenguaje es la casa del Ser»
(«Die Sprache ist das Haus des Seins») y antes de él Wittgenstein: «Los límites
de mi lenguaje son los límites de mi mundo» («Die Grenzen meiner Sprache
bedeuten die Grenzen meiner Welt.» Con ello veremos que la diversidad de los medios
de expresión nos da la oportunidad de revivir la experiencia poética tanto en
la contemplación visual como en las distintas versiones del texto.
En esta oportunidad
publicamos los textos en español junto con las imágenes que los acompañan.
PS: Un detalle de la
traducción al francés es que pertenece a Thérèse Dulac, viuda del poeta Rosamel
del Valle.
Cuando el animal de fondo sube la cabeza
estalla
Hoy vienen los
fantasmas y en la mesa que gira
Veo crecer las flores
bajo el llanto sediento
Del ojo que en el
centro del plato está mirando
La alcuza con su
aceite y su escorpión.
Los días se cerraron
de repente, crecieron grandes hojas
Como piel de
leopardos al acecho, preguntaron
Mi nombre en arameo,
quebraron las botellas
De centellas heladas,
esos restos de amor que pule el mar.
Seguramente está de
más, dijeron. Equivocó el reloj
Sus engranajes,
voltearon de revés esas poleas
Y entre animales vago
–ser de sangre caliente–
En los caminos,
muerdo sobre los frenos, soledad.
¿Se apagó el sol?
pregunto. Los niños lloran
Y de las cuatro
esquinas siento subir burbujas
Que relamen sin
tregua los tablones, los bordes macerados
De aquél Arca, bajo
un palio de fiebre va el carbón.
No quiero ver
quebrarse la guitarra
No quiero ver subir
la marmita
Aquél ojo con garras
que pregunta de nuevo
Si dos y dos son
cuatro, si las aguas hirvieron de verdad.
¿Dónde estamos
queridos? Las arenas de insomnio se levantan,
Juntemos los juguetes
del terror, encendamos la mecha
Que parta en dos la
luna y esperemos mil años…
Mi calamar
Mi madre entre la
tinta empieza de repente a sollozar.
Último puerto del Capitán Cook
Escrutando sin pinzas
las rocas de su mente
Él cree ver de nuevo
los paisajes extraños
Y el barco y las
tinajas verdes donde la sangre
Oculta daba gritos en
la piel de mujeres ya olvidadas.
Pero, ¿quién se
recuerda? ¡No hay salida! Y el viento
No soplará jamás
sobre estas jarcias, está solo
Y ya no hay nadie más
en las cubiertas donde antaño
Los cautivos
empapados de lluvia, de pavor y de herrumbre
Cantaban en su jerga
hecha de gritos como licor ardiente
Que él querría de
nuevo hoy escuchar.
Pero por fin
comprende que no ha salido
Nunca de esta prisión
y sólo era leyenda
De marineros ebrios
la aventura de explorar
Esos cuatro costados
de la tierra en que bullía el polvo.
El orgullo lo tienta
y su rostro se enfría
Para toda ternura
cuando apoyado en el bastón
Contempla lo que guardó
por años en secreto, su escudilla
Con lágrimas, las
mismas que a torrentes lo volcaron
En la rada materna.
Y mira aquellos huesos calcinados
Que recorrió cantando
o maldiciendo, el viento al fin
Que golpea las
jarcias como un ala y el mentido camino
Que lo invita a
partir junto a los otros que ahora van
A recorrer el mapa de
sus sueños, y se pregunta dónde
Y hay silencio, y
grita y enronquece hasta ser el lamento
De aquellos
peregrinos que arrastran las mareas
Al abismo sin fondo,
y para siempre.
Para abrir la mente
Enterrado hasta el
cuello en las arenas
Oigo zumbar las
hélices del grito,
El cielo está
cubierto y para siempre
Veo caer la red sobre
las aguas.
Siento entonces mover
piedras en lo alto
Y unas manos
descienden a mi cráneo pintado
Que abierto en dos,
muestra su gajo amargo,
Amargo y sin
consuelo.
El cuervo de marfil
no tiene plumas
Y las aguas
descienden al abismo ignorado.
¿No habrá piel, no
habrá mano que se abra en la caída?
Con una brasa
ardiente me cegaron.
Ya no tengo
recuerdos, me quitaron la luz
De esa memoria, sólo
quiero bajar, ser uno con la tierra
Y olvidarme, poder
cerrar el ojo que me abrieron
Y ya no ver jamás el
sol que hierve.
Un sueño repetido, ¿es sólo un sueño?
“Era de noche. Me
encontraba recorriendo un matorral de hojas gruesas y polvorientas, uno de esos
lugares desérticos y escondidos donde cualquier cosa puede suceder. Examinaba
la vegetación y parecíame que los árboles eran espinos y que a sus flores les
crecían como ojos hacia adentro; todo estaba quieto, en silencio y al acecho.
De pronto me veía rodeado de gatos y la sensación de peligro se tornaba casi
intolerable. Agiles y agresivos, su piel me parecía ahora cubierta de uñas y
veíanse sedientos de rencor, amenazantes. Los felinos crecían, eran muchos,
amarillos y negros y su tamaño alcanzaba al de los leopardos. Toda fuga me
parecía inútil.
Desesperado cogía un palo de dos
o tres metros cuya punta ardía como una antorcha y así armado me enfrentaba a
la jauría que ahora era un animal tan sólo, que no atacaba, sino que huía entre
las ramas. Con este tizón, pensaba, podré quemar cada intersticio, cada hueco
en donde pueda esconderse mi enemigo.
¿A dónde voy? ¿A dónde lo
persigo? Me veo al borde de un abrupto barranco acosando al felino, pero cuando
ya estoy a punto de cogerlo, me doy cuenta de que se ha transformado en la
figura del león de Belford y es el soporte de hierro de una pequeña balanza,
escaño de un parque donde tiene que ser pesado un día eterno. Me río, al ver
esto, a carcajadas, pero ellas no tienen eco. La floresta, las rocas del lugar
no tienen eco y su respuesta es tan sólo un largo gemido. Entonces, en mitad
del sueño, no sé quién soy yo mismo, si el cazador o el gato.”
(Noche, 10
de febrero de 1972, Toronto.)
Repetición del sueño
Hay que entender de
tigres, hay que amarlos
Para clavarlos sólo
en cruz cuidando de doblar
Sus bramidos hacia
los cuatro puntos cardinales,
Se les hunde hasta el
fondo de la oreja el tizón
Y si no hablan en un
inglés correcto, se repiten
Las sílabas en un
sentido inverso, se les mata de a poco,
Por error, por
costumbre, como se hace con todo,
Tan sólo por
fastidio.
Ya despierto me
angustia aquel recuerdo
De un ser que me
habla en sueños, me interroga
Y no entiendo.
El paisaje se
apaga, no hay un eco,
Quizás sea yo el
tigre y sea otro el que juega
Persiguiéndome con
carbones ardientes.
Los muñones golpean
contra el vidrio, no comprendo
Por qué caen las
plumas y en los días cegados,
Entre flores de hielo
veo un rostro que brota
Todo cubierto de ojos
y de espinas.
Poesía y verdad
Hastiado de
proverbios, acodado en un nudo
Que crece cual raíz
desde su cuerpo,
Ve transcurrir los
días, los fragmentos de vidrio
Que ensordecen al sol
con sus bramidos.
Un gran garfio
tatuado se levanta
Pegado a su esqueleto,
anzuelo en lo profundo,
Sin paz, sólo por
agua, Un Rostro
Que es su rostro, lo
contempla y no entiende.
Extraviado en el
humo, siguiendo el hilo
Del carbón recuerda
cómo se alza la luz en dos
Mundos distintos:
sobre el Rano-Raraku cambia
Su piel la esfinge,
las tormentas de piedras venidas
De lo hondo, las
cabezas-enigmas que el mar roen
Con su fija mirada,
el antiguo grabado que se mustia
En su mano y, adelante, aquella flor de lava, su
pregunta.
La Esfinge en Toronto
…Y para esto anduve
cuarenta y tantos años,
Tropezando en los
muebles, quebrándome en los filos
De todas las murallas
que sin párpados
No tienen agua aquí,
sólo carbón sediento, sólo ceniza
Polvo que nos lleva…
Y
el viento allá en mi infancia
O aquí las ráfagas
que rebanan el rostro con su fría
Mirada, y andar y
preguntarse adónde en tanto que alguien
Cose en nuestra
espalda la sentencia ignorada.
¡Tantos años! Las
máscaras se repiten al fondo
De una hoguera en
donde arden las últimas abejas;
Mi madre en el balcón
movía al viento sus anillos de pelo,
¿Éramos niños hoy,
ayer o siempre? Las cifras
Se repiten sobre el
tímpano en lenguajes extraños,
Como quien ve en sus
palmas crecer aquella estrella
Que entre graznidos
se alza, surca el azul y es ave.
Y ahora aquí, desnudo
ante la Esfinge
Sin piedad, sin
temores como el que se pregunta
Por el curso de un
desastre olvidado en los latines
De Plinio el Joven,
ese que sin alardes contaba a otros
Su huída bajo el
torrente negro que venía en cascadas
Desde el fondo. “No
veía el Vesubio, dice, sino esa cicatriz
De fuego y la noche
total que había descendido.
Se apagó el sol e
indiferente yo leía las páginas de Livio.
Porque así es la vida
y el precio verdadero, la arrogancia.”
Y surcamos un túnel y
otro y otro, en donde a cada paso
Sólo veo estaciones
de mi mente, fragmentos que he vivido,
Cuerpos en los que he
sido sólo el alma.
Pero aquí estoy. Tres
años bastan para que el sol
Cambie de nuevo
cáscaras y alumbre cual huevo
De serpiente a los
humanos; llamaradas lascivas nos rodean,
Recuerdo que hay en
toda mujer que fué quimera,
Unos zapatos negros
en la arena, y el humo azul que canta
En su mirada…
Pero, ¿no he
adivinado? ¿Estoy a salvo?
En sus ojos diviso la
tormenta, ese ramo de lágrimas que caen.
Afuera, rompe el mar.
Dentro murmura el viento.
¿He llegado tal vez?
¿Estoy despierto?
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