Pamela Uribe Valdés
Esa cálida tarde de noviembre Mr M estaba solo, no por casualidad, sino por propia e irrevocable opción. Pidió expresamente a sus asesores que fueran a planificar lo que vendría más adelante. Quería enfrentar a sus verdugos –esos mismos que hasta ayer fueron sus aliados– con la cabeza en alto como en sus mejores días de la guerrilla. Añoró tener un arma y haberse ido disparando y muriendo como un mártir, pero no lo hizo. Ya era viejo y tenía mucho que perder. Probablemente ni se acordaría cómo cargar o disparar un arma, aunque pensó que las viejas mañas del oficio jamás se olvidan.
Esa tarde los árboles expedían el olor de la naturaleza salvaje contenida por toneladas de concreto. Una naturaleza que le hizo recordar una vaga y luminosa sonrisa resplandeciendo desde el fondo de la oficina. Le hubiese gustado escuchar esa voz ofreciéndole un café o recordándole las citas del día siguiente. Una voz que se había esfumado hace mucho. Era parte de una metamorfosis real que él mismo presenció y de la que probablemente era el primer responsable. Aunque tal vez, pensó por un momento, él habría sido la víctima del engaño. Se sintió inseguro y comenzó a preguntarse si sería así desde el comienzo.
Ni todas sus lecturas tras años de estudio, ni sus experiencias en la guerra, ni sus viajes por el mundo le ayudaron a reconocer la verdad y cayó inocente como un animal salvaje en las trampas de un cazador. Ni las peores experiencias en la guerrilla le ayudaron a dilucidar el engaño desde el comienzo y la realidad explotó en su cara tras más de cuarenta años, como cuando su joven amigo Vatawa, quien lo perseguía cada noche en un bucle interminable, se paró inocente sobre una mina que lo destruyó y lo dejó diseminado en pequeños trozos de carne ahumada por los campos de la alguna vez llamada Rodesia.
¿Cómo reconstruir esta historia? Recordar todo es imposible, pensó. Serían los años los que afectaban de manera implacable los recuerdos añejos o tal vez sería el dinero. Tanto dinero. Cuanto más tienes más fácil es cambiar la realidad a tu antojo, pensó. El dinero se convirtió en mi droga y me confieso un adicto, se repitió a sí mismo mientras esperaba la irrupción de la cuadrilla sublevada del ejército.
Cabizbajo, viejo, somnoliento, apoltronado en su magnífico escritorio recordó a su ex mujer; una morena fuerte de carácter soberbio, pero incapaz de reconocer sus infidelidades. A tu marido no debes humillarlo, decía la difunta. A tu marido no debes enrostrarle nada, decía la mujer quien vivió como una reina silenciosa hasta el fin de sus días. Es paradójico pensar que una mujer tan fuerte, una verdadera mamba jamás lo enfrentara. Jamás llegó la pregunta: ¿te estás cogiendo a tu secretaria? Lady Z no actuaba de esa manera. No era digno de una persona como ella. Jamás hubiese provocado ese tipo de enfrentamientos. Ella prefería un gobierno silencioso, aunque no menos tiránico, a la sombra de su marido.
Ella no necesitaba gritarle su rencor por el engaño y no era porque creyera en la poligamia; para nada. Lady Z se llevó a la tumba el odio en el pecho y él debería vivir con sus miradas de rencor por el resto de sus días. Todavía recordaba su débil cuerpo descansando antes de morir. Allí estaba ella, con su cabello enrollado en un turbante blanco, como un ángel vencido, pálida sobre unos cojines con sus brazos extendidos. Cuando el doctor se acercó para decirle que Lady Z pronto partiría, él se acercó al lecho y estrechó su mano contra su pecho con los ojos húmedos. Los ojos de Lady Z lo miraron con grandeza, para luego girar la vista hacia una pared. Así pasó la tarde hasta que murió; mirando un blanco muro. Prefirió ver la pared que mirar sus ojos antes de morir.
Nunca confíes en la serenidad de una mujer por más silenciosa que parezca; puede contener en su pecho el veneno del mundo, se dijo a sí mismo mientras seguía esperando.
Lady Z había partido hace mucho, probablemente estaría desde el cielo mirando y, tal vez, disfrutando ver su caída. Su actual esposa ya había abandonado el país junto al menor de sus hijos. Según los asesores debía partir por protocolos de seguridad. Lady Gucci se iría a una de sus mansiones en uno de los países vecinos, allí lo esperaría junto a sus otros dos hijos, ambos felizmente solteros. Ese par de muchachotes hermosos; dos dioses de ébano que disfrutaban ostentar su mundo con innumerables listas de amigos desconocidos.
Mr M cerró levemente sus ojos. El calor apenas perceptible desde el exterior lo hizo dormitar. Su mente descontrolada entrelazó múltiples historias de amor, de odio, de muerte y tortura. Sobre ese caos de recuerdos inconexos levitaba como una hoja la nítida figura de Salomón Vatawa. Estaba tal y como lo vio por última vez; alto y delgado. Su camiseta sudorosa traslucía el desgaste de los años y su rostro esbozaba una sonrisa tan grande como el mundo. Vatawa lo miraba sonriente sobre su nube de caos, mientras a sus pies se repetía una y otra vez la imagen de su cuerpo mutilado. La explosión que lo alejaba de este mundo y lo convertía en una lluvia de carne ahumada que salpicaba el rostro de Mr M. Un recuerdo mucho más antiguo que la sonrisa de Lady Gucci, o las fotografías de sus hijos, el desprecio de Lady Z, incluso mucho antes de la ceremonia de investidura.
Vatawa había sido un buen amigo, se dijo Mr M; muy honesto y servicial. Lo recordaba como un muchachito bastante menor, pero con la estatura suficiente como para portar un AK47 o una RPD. En esa época Salomón era considerado un hombre y un soldado útil al ejército. El muchacho que no superaba los catorce años se vanagloriaba de haber matado a tres Selous Scouts británicos mientras éstos intentaban localizar a las guerrillas para luego abrir fuego desde el aire. Pese a la vehemencia con que el muchacho relataba su historia Mr M, en el fondo, tenía la certeza de que gran parte de ese relato había salido de la imaginación de un niño a quien el mundo le exigía comportarse como adulto.
Lo cierto es que las fantasías infantiles de Vatawa lo conmovieron. Probablemente porque veía su espíritu adolescente reflejado en el joven shona que quería pasar a la historia como libertador de su país.
Solamente la inconsciencia de una muerte rápida
consolaba el corazón de Mr M cada vez que lo recordaba o lo veía en alguno de
sus sueños. Una muerte por explosión sería probablemente mucho mejor que su
propia muerte. ¿Qué pensaría ahora el muchacho? ¿Qué diría al verlo sentado en
el sillón presidencial tras más de treinta años en el poder? ¿Tal vez sería uno
de sus ministros? ¿O tal vez lo combatiría porque se había transformado en el
dictador que tanto intentaron combatir? El muchacho sabía y apoyaba sus
aspiraciones, pero más que nada soñaba con la libertad de su gente, con luchar
por la Unión Nacional Africana para instaurar una república libre.
¿Por qué nos hemos tardado tanto?; le preguntó el muchacho en su última noche de vigilia. Tal vez porque no estábamos preparados, respondió Mr M en esa ocasión. Una respuesta que ninguno de los dos creía, en realidad, nunca o casi nunca se está completamente preparado para algo, eso pensaron, mientras los ecos de las palabras eran tragados por la inmensidad de la sabana.
El día siguiente fue como cualquier otro: pasar revista, asignación de funciones y encargados y comenzar con la primera ronda que, en general, siempre era sin novedad. Lo verdaderamente extraño de ese ataque fue que nadie supo realmente qué fue lo que ocurrió. Nadie siquiera escuchó las hélices del Alouette. En realidad nadie sabe si hubo un helicóptero rondando o si el ejército rodesiano fue el responsable. Tal vez fue un ataque sorpresa del ZAPU que, comandado por Nkikomo, planificó una emboscada para eliminar a sus tropas. Era sabida por todos la rivalidad entre éste y Mr M, no sólo por sus aspiraciones políticas, sino por disputas ancestrales procedentes de sus respectivas etnias: Shona y Ndebele. Ambas aliadas en esta oportunidad contra un enemigo común; la hegemonía blanca de los invasores, pero contrarias ancestralmente por disputas centenarias.
Después de los sucesivos enfrentamientos financiados y
apoyados, como en casi toda la época por los dos grandes bloques del hemisferio
contrastante, la lucha finalizó con el bando de Mr M al mando. Mientras el
pueblo de Nkikomo terminó siendo masacrado por los nuevos líderes. Es así como
se inició el nuevo gobierno con Mr M a la cabeza, electo y reelecto una y otra
vez hasta hoy. Porque hoy era un día importante, por eso Vatawa se aparecía en
sus sueños. Vatawa venía por él y no Lady Z. Ella aún le guardaba rencor.
Vatawa venía a su encuentro como un hermano o un hijo para acompañarlo en su
último viaje como un Vadzimu1.
El reloj seguía su monótona marcha y el personal del ejército sublevado aún no aparecía. Mr M pensó que con esa velocidad de seguro hubiesen perdido su guerra. No se suponía que ahora las tropas estaban compuestas por profesionales. Más parecían un grupo de perezosos sin espíritu sólo interesados en cobrar la paga a fin de mes. Nosotros teníamos espíritu, nosotros fuimos héroes e hicimos historia, se decía mientras dormitaba.
Ahora podría huir sin problemas, pensaba, ya estaría en Sudáfrica si hubiese querido. Estaba tan sumido en sus cavilaciones que no escuchó los golpes a la puerta. Sólo reaccionó ante la patada final que rompió la cerradura.
- Llegan tarde –les dijo–, ya estaba a punto de echarme una siesta.
Notas
1 Espíritu de un antepasado que espera junto al fallecido hasta que su familia celebre su “Bienvenida de regreso”.
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