Jon Vendon
Marisa había llegado a la cervecería de la calle Serrano poco antes de las seis. Se dirigió hacia una de las pocas mesas disponibles, se sentó y pidió una cerveza Mahou de barril, que le sirvieron con unos cacahuetes. Quince minutos más tarde entró Sonia. Parecía más joven que la última vez que se vieron. Se había cambiado el color del cabello, de su moreno original a un castaño oscuro, también se lo había cortado, ahora lucía media melena. Vestía un traje negro compuesto por una chaqueta y una falda a la altura de las rodillas, lo que contrastaba con la camisa blanca. Calzaba unos zapatos negros con tacones de aguja. El conjunto favorecía su esbelta figura.
Sonia vio a Marisa y esta se levantó.
—¡Sonia, qué alegría verte! Estás espléndida.
—Tú tampoco estás nada mal, parece que te ha sentado bien salir de la ciudad.
Las dos se dieron un par de besos y se sentaron. Un camarero se aproximó para tomar nota de lo que quería consumir Sonia.
—Otra Mahou, Alberto. Bueno, cuéntame qué ha sido de tu vida estos últimos cuatro años.
—Carlos y yo nos compramos un chalé en una urbanización de Guadarrama. Dejé el trabajo, con la indemnización y la paga que le quedó a Carlos tenemos más que suficiente. Me dedico a las cosas de casa y tengo un jardín que cuido con esmero. Ahora leo más. Ya ves, llevo una vida de lo más anodina. Y tú, ¿qué tal?
El rictus de Sonia se tornó serio.
—Me separé de Miguel hace aproximadamente un año —respondió con los ojos vidriosos—. Cambié de empresa y ahora estoy en una asesoría, justo aquí al lado.
—Lo siento de veras. ¿Y Miguelín? ¿Cómo lo lleva?
—Como te puedes imaginar: mal. Echa de menos a su padre, con suerte lo ve cada dos semanas. De todas formas, tampoco es que lo viese mucho más antes de separarnos. —Sonia agachó la cabeza, apretó los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando la volvió a levantar una lágrima corría por su mejilla—. No puedo olvidarlo, lo intento, pero no puedo. Echo de menos su olor, sus caricias, su optimismo, sus bromas…
—Él no lo está pasando nada bien. Esta mañana ha estado en nuestra casa, ha venido a recoger a Carlos para una misión, y lo he visto mal.
—¿Carlos en una misión? ¿No lo había dejado definitivamente?
—Sí, Sonia, ese era el acuerdo al que habíamos llegado, pero supongo que si su país lo necesita él no se va a negar —dejó caer con retintín—. ¿Sabes? Discutimos —continuó Marisa—. Al principio no me lo podía creer, e imagino que Carlos no lo habría aceptado sin mi visto bueno. Vi ese brillo especial en sus ojos, el que a veces tenía antes de retirarse cuando lo mandaban a alguna operación. No me sentía con fuerzas para obligarle a renunciar a sus sueños por mí. No quiero tenerlo como un perrito faldero, y ahora sufro. Tengo miedo de nuevo, como antes.
Sonia se levantó de su silla y la abrazó.
—Tengo miedo Sonia, mucho miedo —dijo entre sollozos, mientras algunos de los hombres sentados en la barra las miraban de soslayo.
—Alberto, por favor. Cóbrate las dos cervezas —solicitó Sonia al camarero—. Ahora vamos a dar una vuelta. Creo que nos vendrá bien tomar el aire.
—De acuerdo —contestó Marisa mientras se enjugaba las lágrimas con unas servilletas de papel.
Después de pagar, las dos salieron a la calle, repleta de tiendas de lujo. Se detuvieron en una de ellas, especializada en ropa y accesorios de bebé. Marisa rompió a llorar de nuevo.
Carlos y ella lo había intentado todo, incluso habían recurrido a la reproducción asistida. Después de seis abortos había perdido toda esperanza. Los especialistas no encontraban el motivo por el que sus embarazos se interrumpían espontáneamente, los dos eran fértiles. Un afamado ginecólogo les comentó que, a veces, había problemas de incompatibilidad, que los dos podrían tener hijos, pero con otras parejas. Ella quería a Carlos, y aunque su marido le había propuesto utilizar la inseminación in vitro con un donante anónimo, Marisa siempre se negaba. Quería un hijo, pero de él.
El mismo ginecólogo les dijo que, a veces, la obsesión por el embarazo y el miedo al aborto eran los responsables de que algunas parejas no pudiesen tener hijos. Que cuando dejaban de obsesionarse ocurría el milagro, y que, en esos casos, después del primer hijo llegaban los siguientes, como si el cuerpo que los traicionaba de pronto se hubiese convertido en su aliado.
—Lo siento, Marisa.
—No te preocupes, no es culpa tuya. No podemos borrar del mapa todas las tiendas para bebés.
Siguieron caminando, en silencio. Llegaron hasta la avenida de Concha Espina y giraron a la izquierda hasta el parque de Berlín. Se sentaron en un banco, frente a otro ocupado por un anciano que daba de comer a las palomas trozos de pan.
—Creo que deberíamos vernos de vez en cuando —sugirió Marisa—. ¿Sigues quedando con Carla y Paloma?
—Hace tiempo que no nos vemos, más o menos desde que me separé de Miguel.
—Pues es una lástima. Formábamos un buen grupo, ¿verdad? Al menos nos servía para desconectar y echar unas risas.
—Es cierto, las echo de menos —asintió Sonia, y añadió—: ¿Qué te parece si las llamo yo y concretamos un encuentro en mi casa?
—Estaría bien.
Sonia sacó su móvil del bolso.
—¿Carla? Soy Sonia. ¿A que no imaginas con quién estoy?
—Ni idea —respondió Carla.
—Con Marisa. Hemos pensado que estaría bien que nos volviésemos a reunir, como antes.
—Por mí no hay problema. ¿Has hablado con Paloma?
—Aún no. ¿Crees que le apetecería?
—Seguro que sí, cuando nos vemos siempre salís las dos en las conversaciones.
—Habíamos pensado en quedar mañana por la tarde en mi piso, a eso de las seis y media —dijo mirando a Marisa en búsqueda de su aprobación. Ella asintió—. ¿La llamas tú y me devuelves la llamada en un rato? Ah, y por los niños no hay problema, podéis traerlos.
—De acuerdo, ahora la llamo y te lo confirmo en un rato.
Carla colgó y Sonia miró sonriente a Marisa.
—Creo que nos vamos a poder ver de nuevo las cuatro.
—Ojalá —afirmó sonriendo Marisa.
Tras unos minutos, el teléfono de Sonia comenzó a emitir el timbreo de una llamada entrante. Era Carla.
—Hola, Sonia. ¿Aún estás con Marisa?
—Sí, está a mi lado.
—Pues dile que tiene un morro que se lo pisa, pero que mañana nos vemos en tu casa. Las cuatro juntas de nuevo.
Sonia se giró hacia Marisa.
—Dice Carla que..., que mañana nos volvemos a reunir las cuatro. Supongo que no te has olvidado de donde vivo.
—Claro que no. Hay cosas que no se olvidan.
Sonia retomó la llamada.
—Hasta mañana, y no os retraséis.
—Hasta mañana. Dale un beso de mi parte a Marisa.
Jon Vendon: madrileño afincado en Barcelona, publica su primera novela: El Visitante en 2020. Tras el éxito de ventas y de críticas literarias de El Visitante, publica El Hijo de Caín
en abril de 2022, convirtiéndose en una de las novedades literarias más
vendidas en Amazon en el día del libro. El texto que aquí publicamos
pertenece al cuarto capítulo de esta última novela.
Crédito de la imagen: Pamela Uribe Valdés
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