por Rosamel del Valle
“Aguárdame allí; no dejaré de reunirme
Contigo en ese Valle hueco.”
Obispo KING.
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Rosamel del Valle (1901-1965) |
“Buena suerte, amigo -le dijo el gendarme-. Espero no
verlo otra vez por aquí.” Dionisio sintió muy adentro esa despedida. Alguien le
tocó el corazón con una aguja y evocó el día y el instante en que la miseria lo
hizo hincar el diente a un trozo de pan duro y a unos tomates podridos. Ninguna
bajeza más grande. ¿Y no era también una bajeza de ese estilo, una aguja
clavada en el corazón, esa despedida un tanto sincera y un tanto burlona? “Es
tu vida -se dijo-. Es tu vida y nada te impide mirar de alto abajo a las
gentes, tener su corazón en el hueco de las manos, escupir a sus pies, castigar
con una mirada hueca y saberte otro a millas de distancia.” Quiso contestar a
esa especie de parabienes, pero su cabeza estaba demasiado ocupada por otras
cosas, bastante ligada a un pensamiento fijo, a un tiempo amenazador. En algunas
partes hay jardines a cielo abierto, a sol libre y algunos hombres se pasean o
descansan en un banco o batallan por librarse del sueño, tanta es la dicha que
dan ciertos instantes y ciertos sitios sin puertas de hierro ni gendarmes.
“Puedes guardarte tus palabras, hijo de nadie. Puedes hacerte con ellas un
rosario o una corona. Para mí es lo mismo. No es bello tu jardín enrejado, ni nadie
envidiaría tan pobre destino. Mano en tu mano, es el acto más asqueroso. No me
bebería ni media pílsener en tu compañía, ni trataría de detener en el aire el
puñal que alguien pudiera arrojarte en mi propia cara. Carne de cerdo, eso
eres. Te dejo. Te digo adiós de malas ganas. Y te escupo.” El estruendo de un
microbús a toda velocidad lo detuvo repentinamente al atravesar la calle. “¡Diablos!”, exclamó fuera de sí y prosiguió la marcha
no sin antes volverse a medias hacia el edificio gris de la cárcel.
La ciudad tiene diez años. Es decir, hace diez años que
la dejaste afuera. El sol bien puede ser el mismo. Pero el aire que la cubre,
el espacio que la sujeta, están recién lavados y seguramente la primavera acaba
de hacer desfilar por las calles a sus trompeteros. Lo dicen las casas, los
árboles, las torres, el pavimento y el bello secreto lo guardan para sí la mirada
despierta de los hombres y el paso de conejo de las mujeres. ¡No ver una,
Dionisio! Ni por nada del mundo. Las rejas no están lejos y no muy lejos debe
andar aún aquella cabeza loca de Irene Baldura. Ni muy lejos estará tampoco tu
amigo querido. Ni tampoco, ¿por qué no?, el cadáver de aquella noche, tu muerto,
tu hombre asesinado, según el juez Leyton. ¡Qué pequeño es el mundo! Todo
sigue lo mismo. El drama no ha envejecido. Parece que acabas de entrar al
cabaret y parece que acabas de estar con Irene; parece que acaban de matar a aquel
hombre y parece que acaban de prenderte. El café amargo y humeante de la
prisión está allí aún y espera que alargues la mano.
El pensamiento he Dionisio Archipreste es ese café. Hace
esfuerzos por respirar profundamente para sentirse libre, para darse cuenta de
que nadie lo espía, de que nadie se pasea en sueños por una galería, de que
nadie suspira o grita en el fondo de una celda. “Los presos tienen otro sol.”
Es un sol apenas tibio que ha pasado por la oficina del alcaide, ha firmado en
un libro de muchos borrones y ha sido llevado al patio por un gendarme. Entonces
el sol se despereza, da algunos
pasos, hincha los pulmones enfermos y brilla, al fin, tanto como una estrellas. Los
presos sienten que el sol ha llegado y empiezan a entibiarse como pueden. “Sí, como
comer pan duro y tomates
podridos.”
*
* *
El cuarto de hotel es como todos. La noche anterior ha
debido estar allí una pareja. Ha sido por algunas horas. Nadie mejor que esas
parejas saben que el amor no es sino una breve eternidad. Lástima que se hayan
solazado entre esas sábanas. Han sido remojadas y planchadas en la mañana. De
eso no hay duda. Abre la cama. Toca. Bien puede ser. Tierra húmeda, pero sin
olor penetrante de la tierra húmeda. Ni una brisa. Solamente un olor lejano a
leña, a carbón, a plancha caliente. Cantaban desmanchándolas.
Se quitó el paletó y se tendió en el lecho. La pieza da
a la calle, por lo tanto el hotelero ha obsequiado el ruido. Y si el huésped no
carece del todo de imaginación, puede desechar pensamientos confusos, ideas
amargas. Los pequeños muebles permanecen impasibles a pesar de tantos
secretos. Los cajones estarán vacíos. Un poco de polvo. Pedazos de papel.
Restos de periódicos. Algún trozo de jabón. Una horquilla olvidada. Y sobre
todo un olor a género o metal, más que a madera.
Al anochecer salió. En la escala se topó con una joven
de mirada alegre y tal vez con unos deseos terribles de hacerse amiga de
alguien. “Ese alguien no soy yo, Sonia. Por algo así (como tú se ensombreció mi
vida. Yo amaba a las viajeras, a las que se da en llamar “las desconocidas”. Yo
amaba la aventura. Cada día una mujer. Y un poco el juego. Mujeres y cartas.
Cada noche la angustia de algunas monedas mías que se iban o la dicha de
algunas monedas ajenas que venían hacia mí. Y con eso, y en eso, el amor. El eterno
amor de una noche. Pero yo no soy ese alguien, Sonia.” Cruzó la calle y miró. Hotel
Arco Iris. ¡Hum! No
está mal. Y se encaminó al restaurant.
*
* *
A la vista del primer plato pensó que antes de nada debió
tratar de comer. Pero aquella horrible comida universal de la prisión duraba
para mucho. Qué hacerle. “Cada cosa a su turno.” La fruta le refrescó el
estómago y el vino le pareció
una lenta llovizna a cabeza descubierta. Dejó el importe justo de la cuenta. Pero al instante revolvió la
billetera y agregó un billete de diez pesos. “Allá me dieron algo alguna vez”,
pensó. “Hay que devolverlo en parte.” El mozo le dió emocionadamente las
gracias. “Otra vez los gendarmes”, dijo y salió.
La noche era agradable. Se echó a andar sin sentido.
La repentina placidez le trajo algunos recuerdos. Evocó su Casaslilas, el pueblo industrial y minero.
Los duros trabajos y las excelentes horas en el club de entretenciones. Entonces
su vida se deslizaba. Ni muchos contratiempos, ni ambiciones en exceso. Nada
lograba adherirse a sus costumbres o a sus sentimientos. Era casi el último de
la familia Archipreste. Alguna hermana vivía en la ciudad. Los padres estaban bien muertos en su memoria. Y todo
era color azar. Trabajo y distracciones, a veces peligrosas. El aburrimiento
llegó pronto, por supuesto. Y abandonó Casaslilas. La capital era la vida. Y el
hechizo cosmopolita lo inclinó más hacia sus gustos y preferencias. “Una vida
de rata”, se dijo. “El hombre cree haber salido del hoyo. Mentira. La tierra lo
sigue. El polvo lo alienta y lo
complace. Hábitos, relaciones, quehaceres. Inútil. La luz aburre. Salvo si se
tiene dinero. El dinero da la virtud, ya se sabe. Se tiene ideas. Viene la
moral. Los prejuicios. Se forma la costra y he ahí al hombre de valer. El
hombre de respeto. El hombre de sentido común, de responsabilidad. Ningún acto
despreciable en esa comedia. “Pero siempre lleva su vida de rata.”
A menudo pensó volver a Casaslilas a vivir como antes y a congraciarse con los huesos
familiares. Pero eso le resultaba absurdo. La ciudad tenía sus luces, su drama profundo.
La rata no era rata y podía pasar por un ser humano fácilmente. La vida
nocturna era un paraíso. Las mesas de juego cantaban y las mujeres cultivaban cómodamente
su jardín. Y había que volver a eso. Los sueños de la cárcel fueron en su
generalidad horas junto a las cartas. Ganaba en abundancia. Y amaba. Pero ahora
había otro asunto.
*
* *
Un hombre pasó por su lado. Dionisio se estremeció, pero
no se volvió a mirar. “Es él”, se dijo en lo profundo. Y lo había olvidado. Es
curioso. Las cosas se encadenan. La trampa empieza a funcionar. El mismo la
busca sin darse cuenta. Llegará hasta ella. Y caerá. Lo juro, no pensaba en él
ya. Pero ahora comprendo que sin la existencia de ese hombre no habría valido
la pena haber dejado la cárcel. Era su idea. “Lo volveré a encontrar. Nada lo
impedirá ya. No necesito buscarlo ni seguirlo. Lo volveré a encontrar.”
Dos horas después, helo ahí de nuevo frente a él. Jugaba
desesperadamente y ganaba. La ciudad tiene sus bellos paraísos, sus escondrijos
sublimes. Imposible extraviarse del todo. La vida termina y recomienza. Una
cara hoy y la misma cara cien
veces después. Una mala jugada y muy pronto la que deja a la paz. Nada se
escabulle. Todo es horriblemente real. Ahí
estás y yo te veo. Tú también me ves y me sientes. No necesitas mirarme.
No necesitas saludarme con una sonrisa ni con un ademán de paz. Yo estoy detrás
de ti. Estoy en el movimiento de tu ser entero y estás condenado a llevarme irremediablemente sobre tus
hombros. Todos tus pensamientos pasan primero por mí. La carta que no arrojaste
la detuvo mi pensamiento y la que te dió el triunfo fué cogida por mi mano.
Sonreíste con mi sonrisa. Y cuando te levantes de ese asiento, seré yo quien se
levante y yo mismo quien camine fuera de aquí hacia alguna parte que no será
sino la que yo indique y lo que ha de sucederte será solamente lo que yo mismo
ordene.
Goza, hermano mío. Roe, gusano alegre. Hártate en tu
queso, querida rata. El mundo es bello. Cuando se vive a golpes de azar, se
sueña. Y es bello soñar. Goza, rata. Has sabido conseguir gran parte de lo que
te niega tu destino. Has sabido jugar a la coartada. Tu genio malo no te ha
dado sino satisfacciones. No necesitabas perderme así no más. Yo hubiera
callado y ambos habríamos compartido el contratiempo. Yo no te hubiera
vendido, hermano. En fin, eso pasó. ¿Entiendes? Ahora hay que seguir. La vida
es bella. Detrás de cada minuto hay un arco iris para la tempestad. Si hay sol,
tú eres el nublado; si no hay sol, te lo procuras. Fantástico. Vaya uno a saber
lo que decide tu cabeza de animal
en acecho. Sé que hay una víctima en tu conciencia. No has sido capaz de tener
otra. Un inocente. La dura tierra lo cuida y tú no lo recuerdas, sin duda. El
muerto sigue de viaje y yo detrás. No importa
gran cosa la soledad de la prisión. Yo debía ser el inocente. Lo soy. Pero lo
importante es aquel muerto. Tu mano lo cortó en flor y ni siquiera sabías su nombre.
Yo tampoco. Pero la justicia me escogió a mí. Yo fuí su amante. Había que
castigar y castigaron. No importa a quién. El muerto va de viaje y yo lo sigo.
Nada harán sus manos sobre tu cabeza o tu cuello; pero las mías te siguen el
rastro. Las mías no conocerán el olvido. Tu cuello las llama. No, esa carta no.
Ten cuidado. Esa otra. Debo cuidarte. No quiero que te martiricen. ¿Comprendes?
La vida debe sonreírte. Debes seguir triunfando. Eres el favorito de los dioses y debes tener el corazón radiante. ¿De
qué me serviría disponer de una vida en ruinas.
Bien. El azar está contigo. Tu rostro se ha animado. Tu
mirada brilla. La dicha. Sí. Pero yo puedo ausentarme un poco, a pesar de tener
las manos sobre ti. En alguna parte resuena un tiro seco. La calle está un poco
sola. Los focos eléctricos juegan con las copas de los árboles. El aire es
suave. No, todavía no. Primero hay que saber de dónde viene ese ruido. Alguien
golpea la madera. Alguien clava un ataúd. Alguien cava un hoyo y mira el hueco. “Justo. No fallo. Los
muertos tienen todos la misma medida.”
*
* *
El hombre se retira de la mesa de juego y sale a la calle.
Nunca la noche fué más agradable. Un coñac vendría bien. Ahora hay dinero. Por
supuesto, un whisky. En “El Dragón” es bueno. El del “Santiago” es óptimo. Pero
está lejos. La calle Bandera es más alegre. El centro es un funeral. Bien,
entonces al “Dragón”. Es hora de que Irene esté allí. Eso es una
mujer. Nunca tuvo otra mejor. Bella hasta la locura. Y sabe. Una princesa. Apenas
si le nota el “aura” a Avenida Matta, donde nació. ¡Oh, la vida!
Sí. El muerto va de viaje aún, pero yo te sigo. Tu whisky
será mi whisky. Irene no vendrá esta noche. Mi voluntad no lo quiere. ¿Entendido?
Pero tendrás tu whisky. Es necesario que yo te cuide. Es preciso que yo te
consuele de la ausencia de Irene. La princesa tiene una cita con Rubén Darío.
No te preocupes. Ignoras de quién se trata. Lo ignoras todo, si me permites. En
la cárcel se aprenden muchas cosas. Allí sabe uno que leer no es tan cochino.
Allí saborea uno todo el pasado. El manjar y el pan con tomates podridos. Todo
viene a la memoria con facilidad. Se vuelve a ver a los muertos. Desagradable.
Sobre todo a aquellos que la justicia le ha colgado a uno. Perdona la licencia
del lenguaje. Y uno se hace amigo de ellos. Ninguno clama venganza. No. ¿Para
qué? Ellos saben que siempre hay alguien que los vengue. Los asesinos tienen
larga vida, pero el hueco espera.
Y el hombre espera en vano. Irene no vendrá. Alguien se
lo dice al oído. Por ideas, por supuesto. El cuerpo le flaquea. Habría sido
maravilloso. Sí, maravilloso. Hay otras mujeres. No, no es lo mismo. Hay el
amor y cosas que se parecen al amor. Irene es una de esas cosas. El cuerpo
sigue flaqueando. La cabeza zumba un poco. El fastidio empieza a rondar. El
fastidio bien puede ser un hombre que molesta con su historia o la zalamería de
una mujer repugnante. O la nada. El vacío. Puede ser tantas cosas a la vez y
justamente cuando todo pudo ser distinto. Y bien, todo se ha echado a perder.
Hay que salir. Hay que buscar otro sitio. En otros tiempos ya habría un amigo a
su lado. Ahora todos se han apartado. El mismo los ha apartado. La desconfianza
es necesaria, en ciertos casos. A veces se va la boca. Se habla de lo que no se
debe hablar o le dicen a uno lo que no le deben decir. Bueno, también se piensa
lo que jamás se debe pensar. Abandonar la noche, por ejemplo, e irse a casa.
*
* *
Eso es. Hay
que dejar pasar una trasnochada. El lecho espera. Se puede beber, escuchar
música y luego dormir. La conciencia es un cielo plácido. Eso es. Además, hay
que pensar en algunas cosas. En Dionisio Archipreste, tal vez. El tiempo se
cumple. Por esos días Dionisio puede abandonar la prisión. Algo desagradable, muy
desagradable. Hay cuentas, errores, ligerezas. ¡Pobre muchacho! Pero uno no se
puede dejar coger, menos si las circunstancias favorecen. Curioso asunto. Todo estuvo
contra él. Y a la larga, ¿cómo ibas a gritar tu crimen, a rogar que te
creyeran, si la justicia no te lo exigía? En estas cosas se necesita un
asesino. Cualquiera, para el caso, da lo mismo. Y los pesquisantes hallaron a uno.
¿Qué más? ¿Cómo enfrentar la infalibilidad de un juez? ¿No es terriblemente
justo? Dionisio se dará cuenta. Por supuesto. Pobre muchacho. Se lo explicaré
todo. Me oirá. El daño está hecho. Ahora puedo ayudarlo, pagarle ese servicio.
Hasta puedo hacerlo dichoso. El no sabe entendérselas con el dinero, ni con los
hombres, ni con las mujeres. (Bueno, lo de Irene fué feo y lo tendrá que
comprender.) Siempre lo hice todo yo. Lo seguiré haciendo. Le enseñaré a hacer
lo que se debe hacer y lo que no. Y en paz.
Sí, en paz, amigo mío. Y yo sé qué clase de paz. Lo comprenderé
todo, no faltaba más. Creo que te daré un fuerte abrazo y hasta te daré las
gracias por haberme tenido allí. Pero sigue tu camino de regreso. El retorno. La
noche es espléndida. El barrio se extrañará un pocó, ciertamente. No acostumbra
verte llegar a tales horas. Aún hay gentes en los negocios y en la puerta de
las casas. Lo malo es que se sabe más de lo que se debe saber y eso será
siempre un contratiempo. Pero tú no tienes por qué preocuparte de tan poca
cosa. La noche es un sueño.
*
* *
Y la vida también, ya se sabe.
Pero Dionisio sólo sabe una cosa: que el hueco espera.
Y a veces, apura. El
asesino no irá al lecho acogedor; ni beberá, ni escuchará música. No tendrá
tiempo. El mundo se ha cerrado de súbito. La claridad es grande, sin embargo, y
solamente para ver pasar de cuerpo entero a aquel que camina a su fin. Ahí está
la esquina propicia. La misma esquina donde en otro tiempo vivía una joven asomada
al balcón. Ahora se detiene allí un carruaje. Desciende la joven con un
acompañante. Luego la puerta se cierra con estrépito. Con estrépito, ni más ni
menos que como se derrumbará el asesino dentro de algunos segundos. Eso es,
dentro de algunos segundos y cuando el disparo corte secamente la parte baja de
la noche.
“… Y tras el bocado entró en él Satanás”, dice San
Juan.
F I N
Rosamel del Valle es un escritor que es más bien reconocido por su producción poética. Sin embargo, posee una obra narrativa es tan interesante como sus versos, pero no muy conocida, principalmente porque muchos de sus escritos quedaron inéditos hasta mucho tiempo después de su muerte (Eva o la fuga, Elina aroma terrestre, Brígida o el Olvido), fueron publicados en sólo en revistas (Cuando el Diablo estuvo en el Valle Húmedo) o sencillamente desaparecieron entre los papeles que quedaron cuando murió su viuda Thérèse Dulac en Canadá. Pese a ello, el interés por la obra de este escritor multifacético ha ido en aumento y cada vez más se conoce esta obra narrativa digna de leerse y releerse.
El cuento que publicamos acá en "El descanso en la escalera" pertenece al libro Las Llaves Invisibles (1946), texto compuesto por cuatro relatos, siendo "Dionisio Archipreste o La Llave del Crimen" el último del conjunto.
Los "errores" gramaticales (hay por ahí "una estrellas") y de puntuación (particularmente los tildes, que pertenecen a la ortografía de la época) pertenecen al original. Se entrega el texto acá como aparece en el libro de 1946.
Foto de Rosamel del Valle: (c) Memoria Chilena