lunes, 18 de marzo de 2013

DIONISIO ARCHIPRESTE o La Llave del Crimen


por Rosamel del Valle
 

“Aguárdame allí; no dejaré de reunirme
Contigo en ese Valle hueco.”

Obispo KING.


Rosamel del Valle (1901-1965)




        “Buena suerte, amigo -le dijo el gendarme-. Espero no verlo otra vez por aquí.” Dionisio sintió muy adentro esa despedida. Alguien le tocó el corazón con una aguja y evocó el día y el instante en que la miseria lo hizo hincar el diente a un trozo de pan duro y a unos tomates podridos. Ninguna bajeza más grande. ¿Y no era también una bajeza de ese estilo, una aguja clavada en el corazón, esa despedida un tanto sincera y un tanto burlona? “Es tu vida -se dijo-. Es tu vida y nada te impide mirar de alto abajo a las gentes, tener su corazón en el hueco de las manos, escupir a sus pies, castigar con una mirada hueca y saberte otro a millas de distancia.” Quiso contestar a esa especie de parabienes, pero su cabeza estaba demasiado ocupada por otras cosas, bastante ligada a un pensamiento fijo, a un tiempo amenazador. En algunas partes hay jardines a cielo abierto, a sol libre y algunos hombres se pasean o descansan en un banco o batallan por librarse del sueño, tanta es la dicha que dan ciertos instantes y ciertos sitios sin puertas de hierro ni gendarmes. “Puedes guardarte tus palabras, hijo de nadie. Puedes hacerte con ellas un rosario o una corona. Para mí es lo mismo. No es bello tu jardín enrejado, ni nadie envidiaría tan pobre destino. Mano en tu mano, es el acto más asqueroso. No me bebería ni media pílsener en tu compañía, ni trataría de detener en el aire el puñal que alguien pudiera arrojarte en mi propia cara. Carne de cerdo, eso eres. Te dejo. Te digo adiós de malas ganas. Y te escupo.” El estruendo de un microbús a toda velocidad lo detuvo repentinamente al atravesar la calle. “¡Diablos!”, exclamó fuera de sí y prosiguió la marcha no sin antes volverse a medias hacia el edificio gris de la cárcel.
La ciudad tiene diez años. Es decir, hace diez años que la dejaste afuera. El sol bien puede ser el mismo. Pero el aire que la cubre, el espacio que la sujeta, están recién lavados y seguramente la primavera acaba de hacer desfilar por las calles a sus trompeteros. Lo dicen las casas, los árboles, las torres, el pavimento y el bello secreto lo guardan para sí la mirada despierta de los hombres y el paso de conejo de las mujeres. ¡No ver una, Dionisio! Ni por nada del mundo. Las rejas no están lejos y no muy lejos debe andar aún aquella cabeza loca de Irene Baldura. Ni muy lejos estará tampoco tu amigo querido. Ni tampoco, ¿por qué no?, el cadáver de aquella noche, tu muerto, tu hombre asesinado, según el juez Leyton. ¡Qué pequeño es el mundo! Todo sigue lo mismo. El drama no ha envejecido. Parece que acabas de entrar al cabaret y parece que acabas de estar con Irene; parece que acaban de matar a aquel hombre y parece que acaban de prenderte. El café amargo y humeante de la prisión está allí aún y espera que alargues la mano.
El pensamiento he Dionisio Archipreste es ese café. Hace esfuerzos por respirar profundamente para sentirse libre, para darse cuenta de que nadie lo espía, de que nadie se pasea en sueños por una galería, de que nadie suspira o grita en el fondo de una celda. “Los presos tienen otro sol.” Es un sol apenas tibio que ha pasado por la oficina del alcaide, ha firmado en un libro de muchos borrones y ha sido llevado al patio por un gendarme. Entonces el sol se despereza, da algunos pasos, hincha los pulmones enfermos y brilla, al fin, tanto como una estrellas. Los presos sienten que el sol ha llegado y empiezan a entibiarse como pueden. “Sí, como comer pan duro y tomates podridos.”

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El cuarto de hotel es como todos. La noche anterior ha debido estar allí una pareja. Ha sido por algunas horas. Nadie mejor que esas parejas saben que el amor no es sino una breve eternidad. Lástima que se hayan solazado entre esas sábanas. Han sido remojadas y planchadas en la mañana. De eso no hay duda. Abre la cama. Toca. Bien puede ser. Tierra húmeda, pero sin olor penetrante de la tierra húmeda. Ni una brisa. Solamente un olor lejano a leña, a carbón, a plancha caliente. Cantaban desmanchándolas.
Se quitó el paletó y se tendió en el lecho. La pieza da a la calle, por lo tanto el hotelero ha obsequiado el ruido. Y si el huésped no carece del todo de imaginación, puede desechar pensamientos confusos, ideas amargas. Los pequeños muebles permanecen impasibles a pesar de tantos secretos. Los cajones estarán vacíos. Un poco de polvo. Pedazos de papel. Restos de periódicos. Algún trozo de jabón. Una horquilla olvidada. Y sobre todo un olor a género o metal, más que a madera.
Al anochecer salió. En la escala se topó con una joven de mirada alegre y tal vez con unos deseos terribles de hacerse amiga de alguien. “Ese alguien no soy yo, Sonia. Por algo así (como tú se ensombreció mi vida. Yo amaba a las viajeras, a las que se da en llamar “las desconocidas”. Yo amaba la aventura. Cada día una mujer. Y un poco el juego. Mujeres y cartas. Cada noche la angustia de algunas monedas mías que se iban o la dicha de algunas monedas ajenas que venían hacia mí. Y con eso, y en eso, el amor. El eterno amor de una noche. Pero yo no soy ese alguien, Sonia.” Cruzó la calle y miró. Hotel Arco Iris. ¡Hum! No está mal. Y se encaminó al restaurant.

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A la vista del primer plato pensó que antes de nada debió tratar de comer. Pero aquella horrible comida universal de la prisión duraba para mucho. Qué hacerle. “Cada cosa a su turno.” La fruta le refrescó el estómago y el vino le pareció una lenta llovizna a cabeza descubierta. Dejó el importe justo de la cuenta. Pero al instante revolvió la billetera y agregó un billete de diez pesos. “Allá me dieron algo alguna vez”, pensó. “Hay que devolverlo en parte.” El mozo le dió emocionadamente las gracias. “Otra vez los gendarmes”, dijo y salió.
La noche era agradable. Se echó a andar sin sentido. La repentina placidez le trajo algunos recuerdos. Evocó su Casaslilas, el pueblo industrial y minero. Los duros trabajos y las excelentes horas en el club de entretenciones. Entonces su vida se deslizaba. Ni muchos contratiempos, ni ambiciones en exceso. Nada lograba adherirse a sus costumbres o a sus sentimientos. Era casi el último de la familia Archipreste. Alguna hermana vivía en la ciudad. Los padres estaban bien muertos en su memoria. Y todo era color azar. Trabajo y distracciones, a veces peligrosas. El aburrimiento llegó pronto, por supuesto. Y abandonó Casaslilas. La capital era la vida. Y el hechizo cosmopolita lo inclinó más hacia sus gustos y preferencias. “Una vida de rata”, se dijo. “El hombre cree haber salido del hoyo. Mentira. La tierra lo sigue. El polvo lo  alienta y lo complace. Hábitos, relaciones, quehaceres. Inútil. La luz aburre. Salvo si se tiene dinero. El dinero da la virtud, ya se sabe. Se tiene ideas. Viene la moral. Los prejuicios. Se forma la costra y he ahí al hombre de valer. El hombre de respeto. El hombre de sentido común, de responsabilidad. Ningún acto despreciable en esa comedia. “Pero siempre lleva su vida de rata.”
A menudo pensó volver a Casaslilas a vivir como antes y a congraciarse con los huesos familiares. Pero eso le resultaba absurdo. La ciudad tenía sus luces, su drama profundo. La rata no era rata y podía pasar por un ser humano fácilmente. La vida nocturna era un paraíso. Las mesas de juego cantaban y las mujeres cultivaban modamente su jardín. Y había que volver a eso. Los sueños de la cárcel fueron en su generalidad horas junto a las cartas. Ganaba en abundancia. Y amaba. Pero ahora había otro asunto.

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Un hombre pasó por su lado. Dionisio se estremeció, pero no se volvió a mirar. “Es él”, se dijo en lo profundo. Y lo había olvidado. Es curioso. Las cosas se encadenan. La trampa empieza a funcionar. El mismo la busca sin darse cuenta. Llegará hasta ella. Y caerá. Lo juro, no pensaba en él ya. Pero ahora comprendo que sin la existencia de ese hombre no habría valido la pena haber dejado la cárcel. Era su idea. “Lo volveré a encontrar. Nada lo impedirá ya. No necesito buscarlo ni seguirlo. Lo volveré a encontrar.”
Dos horas después, helo ahí de nuevo frente a él. Jugaba desesperadamente y ganaba. La ciudad tiene sus bellos paraísos, sus escondrijos sublimes. Imposible extraviarse del todo. La vida termina y recomienza. Una cara hoy y la misma cara cien veces después. Una mala jugada y muy pronto la que deja a la paz. Nada se escabulle. Todo es horriblemente real. Ahí estás y yo te veo. Tú también me ves y me sientes. No necesitas mirarme. No necesitas saludarme con una sonrisa ni con un ademán de paz. Yo estoy detrás de ti. Estoy en el movimiento de tu ser entero y estás condenado a llevarme irremediablemente sobre tus hombros. Todos tus pensamientos pasan primero por mí. La carta que no arrojaste la detuvo mi pensamiento y la que te dió el triunfo fué cogida por mi mano. Sonreíste con mi sonrisa. Y cuando te levantes de ese asiento, seré yo quien se levante y yo mismo quien camine fuera de aquí hacia alguna parte que no será sino la que yo indique y lo que ha de sucederte será solamente lo que yo mismo ordene.
Goza, hermano mío. Roe, gusano alegre. Hártate en tu queso, querida rata. El mundo es bello. Cuando se vive a golpes de azar, se sueña. Y es bello soñar. Goza, rata. Has sabido conseguir gran parte de lo que te niega tu destino. Has sabido jugar a la coartada. Tu genio malo no te ha dado sino satisfacciones. No necesitabas perderme así no más. Yo hubiera callado y ambos habríamos compartido el contratiempo. Yo no te hubiera vendido, hermano. En fin, eso pasó. ¿Entiendes? Ahora hay que seguir. La vida es bella. Detrás de cada minuto hay un arco iris para la tempestad. Si hay sol, tú eres el nublado; si no hay sol, te lo procuras. Fantástico. Vaya uno a saber lo que decide tu cabeza de animal en acecho. Sé que hay una víctima en tu conciencia. No has sido capaz de tener otra. Un inocente. La dura tierra lo cuida y tú no lo recuerdas, sin duda. El muerto sigue de viaje y yo detrás. No importa gran cosa la soledad de la prisión. Yo debía ser el inocente. Lo soy. Pero lo importante es aquel muerto. Tu mano lo cortó en flor y ni siquiera sabías su nombre. Yo tampoco. Pero la justicia me escogió a mí. Yo fuí su amante. Había que castigar y castigaron. No importa a quién. El muerto va de viaje y yo lo sigo. Nada harán sus manos sobre tu cabeza o tu cuello; pero las mías te siguen el rastro. Las mías no conocerán el olvido. Tu cuello las llama. No, esa carta no. Ten cuidado. Esa otra. Debo cuidarte. No quiero que te martiricen. ¿Comprendes? La vida debe sonreírte. Debes seguir triunfando. Eres el favorito de los dioses y debes tener el corazón radiante. ¿De qué me serviría disponer de una vida en ruinas.
Bien. El azar está contigo. Tu rostro se ha animado. Tu mirada brilla. La dicha. Sí. Pero yo puedo ausentarme un poco, a pesar de tener las manos sobre ti. En alguna parte resuena un tiro seco. La calle está un poco sola. Los focos eléctricos juegan con las copas de los árboles. El aire es suave. No, todavía no. Primero hay que saber de dónde viene ese ruido. Alguien golpea la madera. Alguien clava un ataúd. Alguien cava un hoyo y mira el hueco. “Justo. No fallo. Los muertos tienen todos la misma medida.”

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El hombre se retira de la mesa de juego y sale a la calle. Nunca la noche fué más agradable. Un coñac vendría bien. Ahora hay dinero. Por supuesto, un whisky. En “El Dragón” es bueno. El del “Santiago” es óptimo. Pero está lejos. La calle Bandera es más alegre. El centro es un funeral. Bien, entonces al “Dragón”. Es hora de que Irene esté allí. Eso es una mujer. Nunca tuvo otra mejor. Bella hasta la locura. Y sabe. Una princesa. Apenas si le nota el “aura” a Avenida Matta, donde nació. ¡Oh, la vida!
Sí. El muerto va de viaje aún, pero yo te sigo. Tu whisky será mi whisky. Irene no vendrá esta noche. Mi voluntad no lo quiere. ¿Entendido? Pero tendrás tu whisky. Es necesario que yo te cuide. Es preciso que yo te consuele de la ausencia de Irene. La princesa tiene una cita con Rubén Darío. No te preocupes. Ignoras de quién se trata. Lo ignoras todo, si me permites. En la cárcel se aprenden muchas cosas. Allí sabe uno que leer no es tan cochino. Allí saborea uno todo el pasado. El manjar y el pan con tomates podridos. Todo viene a la memoria con facilidad. Se vuelve a ver a los muertos. Desagradable. Sobre todo a aquellos que la justicia le ha colgado a uno. Perdona la licencia del lenguaje. Y uno se hace amigo de ellos. Ninguno clama venganza. No. ¿Para qué? Ellos saben que siempre hay alguien que los vengue. Los asesinos tienen larga vida, pero el hueco espera.
Y el hombre espera en vano. Irene no vendrá. Alguien se lo dice al oído. Por ideas, por supuesto. El cuerpo le flaquea. Habría sido maravilloso. Sí, maravilloso. Hay otras mujeres. No, no es lo mismo. Hay el amor y cosas que se parecen al amor. Irene es una de esas cosas. El cuerpo sigue flaqueando. La cabeza zumba un poco. El fastidio empieza a rondar. El fastidio bien puede ser un hombre que molesta con su historia o la zalamería de una mujer repugnante. O la nada. El vacío. Puede ser tantas cosas a la vez y justamente cuando todo pudo ser distinto. Y bien, todo se ha echado a perder. Hay que salir. Hay que buscar otro sitio. En otros tiempos ya habría un amigo a su lado. Ahora todos se han apartado. El mismo los ha apartado. La desconfianza es necesaria, en ciertos casos. A veces se va la boca. Se habla de lo que no se debe hablar o le dicen a uno lo que no le deben decir. Bueno, también se piensa lo que jamás se debe pensar. Abandonar la noche, por ejemplo, e irse a casa.

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Eso es. Hay que dejar pasar una trasnochada. El lecho espera. Se puede beber, escuchar música y luego dormir. La conciencia es un cielo plácido. Eso es. Además, hay que pensar en algunas cosas. En Dionisio Archipreste, tal vez. El tiempo se cumple. Por esos días Dionisio puede abandonar la prisión. Algo desagradable, muy desagradable. Hay cuentas, errores, ligerezas. ¡Pobre muchacho! Pero uno no se puede dejar coger, menos si las circunstancias favorecen. Curioso asunto. Todo estuvo contra él. Y a la larga, ¿cómo ibas a gritar tu crimen, a rogar que te creyeran, si la justicia no te lo exigía? En estas cosas se necesita un asesino. Cualquiera, para el caso, da lo mismo. Y los pesquisantes hallaron a uno. ¿Qué más? ¿Cómo enfrentar la infalibilidad de un juez? ¿No es terriblemente justo? Dionisio se dará cuenta. Por supuesto. Pobre muchacho. Se lo explicaré todo. Me oirá. El daño está hecho. Ahora puedo ayudarlo, pagarle ese servicio. Hasta puedo hacerlo dichoso. El no sabe entendérselas con el dinero, ni con los hombres, ni con las mujeres. (Bueno, lo de Irene fué feo y lo tendrá que comprender.) Siempre lo hice todo yo. Lo seguiré haciendo. Le enseñaré a hacer lo que se debe hacer y lo que no. Y en paz.
Sí, en paz, amigo mío. Y yo sé qué clase de paz. Lo comprenderé todo, no faltaba más. Creo que te daré un fuerte abrazo y hasta te daré las gracias por haberme tenido allí. Pero sigue tu camino de regreso. El retorno. La noche es espléndida. El barrio se extrañará un pocó, ciertamente. No acostumbra verte llegar a tales horas. Aún hay gentes en los negocios y en la puerta de las casas. Lo malo es que se sabe más de lo que se debe saber y eso será siempre un contratiempo. Pero tú no tienes por qué preocuparte de tan poca cosa. La noche es un sueño.

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Y la vida también, ya se sabe.
Pero Dionisio sólo sabe una cosa: que el hueco espera. Y a veces, apura. El asesino no irá al lecho acogedor; ni beberá, ni escuchará música. No tendrá tiempo. El mundo se ha cerrado de súbito. La claridad es grande, sin embargo, y solamente para ver pasar de cuerpo entero a aquel que camina a su fin. Ahí está la esquina propicia. La misma esquina donde en otro tiempo vivía una joven asomada al balcón. Ahora se detiene allí un carruaje. Desciende la joven con un acompañante. Luego la puerta se cierra con estrépito. Con estrépito, ni más ni menos que como se derrumbará el asesino dentro de algunos segundos. Eso es, dentro de algunos segundos y cuando el disparo corte secamente la parte baja de la noche.
“… Y tras el bocado entró en él Satanás”, dice San Juan.


F I N



Rosamel del Valle es un escritor que es más bien reconocido por su producción poética. Sin embargo, posee una obra narrativa es tan interesante como sus versos, pero no muy conocida, principalmente porque muchos de sus escritos quedaron inéditos hasta mucho tiempo después de su muerte (Eva o la fuga, Elina aroma terrestre, Brígida o el Olvido), fueron publicados en sólo en revistas (Cuando el Diablo estuvo en el Valle Húmedo) o sencillamente desaparecieron entre los papeles que quedaron cuando murió su viuda Thérèse Dulac en Canadá. Pese a ello, el interés por la obra de este escritor multifacético ha ido en aumento y cada vez más se conoce esta obra narrativa digna de leerse y releerse.

El cuento que publicamos acá en "El descanso en la escalera" pertenece al libro Las Llaves Invisibles (1946), texto compuesto por cuatro relatos, siendo "Dionisio Archipreste o La Llave del Crimen" el último del conjunto.

Los "errores" gramaticales (hay por ahí "una estrellas") y de puntuación (particularmente los tildes, que pertenecen a la ortografía de la época) pertenecen al original. Se entrega el texto acá como aparece en el libro de 1946.

Si quiere leer el libro completo (en .pdf): Las Llaves Invisibles (Memoria Chilena)

Foto de Rosamel del Valle: (c) Memoria Chilena

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