Tenía indudablemente ojos de pez, tan redonditos y asustados, además
¿quién no hubiese seguido inmediatamente la sugerencia al verla encerrada en
aquel acuarium de cristal?
Peces, pececitos de colores, tornad a mi imaginación, engrandeceos con
los recuerdos de mi niñedades, dad vueltas seguros de vuestro viaje y pasad
magníficamente indiferente frente al asombro redondo –globitos rojos y azules–
del niño que yo fui, frente al acuarium, allá, en aquella gruta, tan húmeda y
misteriosa, que necesitaba de la proximidad de una falda para no tropezar y
caer en espantosos abismos.
Alargaba los brazos con esa misma languidez de las anguilas y su cabello
espejaba en el recuerdo las algas que danzaban tan bien como las serpentinas
que arábamos, en la cercanía del ventilador, mucho más tarde. Y debía de ser tan diferente la
atmósfera allí dentro: aire rarificado, extraños presentimientos, y ella tan
dulce, tan poca cosa, y la incurable melancolía del león del parque zoológico,
que parecía flotar resignada y si pretendía usted, al entregar el talón,
tocarle la mano, rehuía el contacto como las medusas un objeto extraño. Os
devolvía el dinero de manera que no parecía tocarle, era vanamente imposible
esperar al recoger la vuelta rozar sus desmayadas manos.
En la tienda se entretejían los compradores La señora elegante –ay
elegancia de mi ciudad– dejaba cuidadosa, apoyado en el mostrador, su paraguas
que, invariablemente, se deslizaba y caía produciendo con su acorde mate un
agujero de curiosidad por el cual se deslizaba el humorismo de los
parroquianos, el dependiente presuroso adelantaba el busto sobre el mostrador y
se echaba a nadar en el vacío sin lograr alcanzar, él ya lo sabía, la prenda
caída.
Tras ellos se alzaban las columnas barrocas de los tejidos e iban y
venían llevándolos en alto dependientes y aprendices como bandejas de pasteles,
camareros de los colores. Y aquél desplegaba ante los impertinentes de una
señora metros y metros de sedas, enseñándolas como si fuese presentando
paisajes: éste me gusta y éste no.
Salido el amo, lo era él. Y no podía engañar ni su cuello a la última
moda, ni su corbata que pasaba a todo el mundo por las narices, ni su bigote
cuidadosamente recortado y sobre todo su pelo, y sobre todo su sonrisa
–secretos, secretos, cosmético y paciencia–. Había que verle, efectuada una
venta, lanzar su brazo al aire abriendo su mano como un paracaídas, indicar la
caja con un aire tal de propietario y triunfo que todos mirábamos un poco
asombrados hasta que al ver la sonrisa triste, cohibida y resignada de la
cajera salíamos del comercio con un satisfactorio «¡Ah, vamos!», muestra
complaciente de nuestra comprensión.
Conseguí que viniera un domingo por la tarde a merendar conmigo,
aprovechando una de las oportunidades escasas en que el empleado tuvo que
acompañar al jefe en un corto viaje de negocios.
(¡Ay, por qué no seré uno de esos maravillosos novelistas que
florecieron treinta años ha ara contaros con todas minucias, las obscenas sobre
todo, la historia de esta insignificante muchachita, veríais cómo la vendió su
madre –¡santa indignación!– al antenombrado y digno empleado contra promesa
solemne de eterno empleo de cajera y «quién sabe si de algo más, si el día
menos pensado me establezco»!)
Merendamos sin alegría –esa alegría que desaparece cuando al ir con una
mujer a la cual aún inconscientemente se desea llegamos a saber que es posesa
de otro–. Hablé, ella, pobrecita, qué iba a decir con sus ojitos de pez, y al
despedirnos musitó: «¿Me permite que le dé un beso?», como recobrara un sentido
de la vida que me había hacía horas abandonado y ella me humedeciera las
mejillas, le cogí la cabeza y le planté decidido un beso fuerte en la boca;
siempre recordaré la impresión angustiosa de esos labios fríos, viscosos y
anhelantes. ¡Sí que era aljófar lo que asomaba en sus tristes ojitos de pez!
Pudo una vez venir a cenar conmigo; sólo comió pescado –no estaba
alegre, no– y hubieseis debido ver cómo chupaba las ostras –verdes, blancas,
negras y cómo brillaban– y cómo descaparazonaba los langostinos y cómo latían
furtivos su cola entre sus labios, y qué delicadamente envolvía en el armiño de
la salsa la rosada turgencia de las truchas, y cómo bailaban a su alrededor las
lubinas, los congrios, las merluzas, las aristocráticas sardinas, plata y azul,
y un sinfín de pescados para mí desconocidos, aplastados, cortos, largos,
blancos, grises, rojos, negros que, si fuese uno de esos anteañorados
novelistas cogiera un diccionario y os asombrara con m saber de marinero.
Llegó, como llegan los frutos, el blanco verano y el digno dependiente
de mercader llevó su cajera al mar –cajoncitos del corazón– ¡cómo corría aquel
año la playa por la orilla del mar y cómo saltaba encima de los roquedos para
continuar bordando firme hasta aquel recoveco, que era el fin del mundo!
¡Cómo la sacudió el mar! Y cómo se sintió suya. Ya no oía cómo gritaba
la sombrilla de sy madre, ni los velludos brazos del galán, cómo moría la
tierra, conchita de la mar, y cómo se diseminaba el pecho por las aguas todas,
¡y nadaba, sí, nadaba sin saber!
Sirena de la caja, ya no tomarás resignada los dineros, que te fuiste
con tus hermanas a bailarle el coro al viejo dios del mar. Cómo bailaba loca,
nuevecita tu cola y cómo te revolvías ligera sin saber todavía la alegría de tu
vida nueva, sirenita de la mar.
Max Aub, 1926
Max Aub (1903 - 1972) es un escritor muy especial por los cruces
que existen en su biografía y en su obra. Nació en Francia, pero se sintió
español toda su vida. Tanto así, que cuando cruzó la frontera hacia el país
galo para escapar de la Guerra Civil, rehusó a ser tratado como francés, lo que
le significaba entrar inmediatamente al territorio, y se quedó en los campos de
refugiados con sus “compatriotas”.
Fotografía de Max Aub: www.biografiasyvidas.com
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