A Joaquín Edwards Bello
En París causaba el asombro de algunos compatriotas conocedores de mi
brillante pobreza, invitándolos cada domingo a mis tés de la rue Vaugirar.
A mediados de semana, bien podía yo carecer de domicilio, pero al llegar
la tarde del Domingo, a costa de un poco de ingenio, podía darme el honesto
placer de reunir en una pieza, ofrecerles una taza de té, cigarrillos y hasta
una copa de champagne a las personas que distinguía mi aprecio.
La historia era sencilla. El apartamento, situado en un sexto piso, con
balcones sobre el Luxembourg y pesados cortinajes, pertenecía a la marquesa de
Epardaillant. Ella suministraba además, un anafe, tazas y un gramófono. Tristán
Tzara, el poeta dadaísta y Mohgadam, príncipe y pintor persa, que paseaba sin
sombrero por el boulevard,
contribuían con los cigarrillos. Los pasteles quedaban a cargo de Sonia, “la
rusa más hermosa de las rusas viajeras”, y se servía el champagne cuando mi
destreza en el juego de lanzar las argollas ganaba algunas botellas en la feria
de Lyon Denfert.
Montparnasse, c. 1920 |
Los personajes más pintorescos del Principado de Montparnasse presidían
aquellas reuniones.
Gilbertte, una modelo que hizo la gloria del malogrado Modigliani,
aparecía envuelta en sus velos de viuda eterna y tocada con su eterno turbante
plateado. Karis, el holandés-islamita, una de las atracciones del café “La
Rotonde”, vendía entre los asistentes su autorretrato con el honesto fin de
reunir fondos para la adquisición de una nueva levita, que diera a su figura un
tono menos verdoso e invernal, y Dena Munroe amenizaba la hora con sus
canciones de la vieja Francia.
El comentario de estas reuniones se esparció luego en la colonia de mis
compatriotas y se formó la leyenda inevitable. Aquello costaba dinero y era
reconocido el corto alcance de mi fortuna. En mi conversación se escuchaba con
frecuencia el uso de palabras germánicas, y era bien posible que estuviera en
relaciones con los espías.
O más bien con el Soviet. Muchos aseguraban haberme visto en un cabaré
ruso de Montmartre, hablando con hombres de largas y erizadas barbas y yo
aparecía envuelto en amplio gabán de pieles cuya procedencia de la estepa era
indudable.
Mi viaje a Alemania debe haber favorecido la primera hipótesis. Y aquí
en Alemania, en este Berlín de calles rectas y flamantes, yo he venido, a mi
vez a caer en el asombro que produce la vida inexplicable y misteriosa de
ciertos hombres. Y esta vez el hombre se llama Rafael Silva de la Cuadra.
* * *
Statdschloss de Berlín en los años 20's |
Hace cuatro o cinco años, Rafael Silva paseaba por las calles de
Santiago su figura flacuchenta, pálida, encorvada, de grandes ojos oscuros y de
pantalones demasiado anchos, colgantes, que le daban el aspecto de vivir como
suspendido de una percha.
En aquel entonces, estudiaba el piano. Un día desapareció de Santiago.
Alguien habló de un viaje. Muchos creímos en su muerte. Era tan delgado, tan
agachado, tan pálido…
Y he aquí que, después de varios años, paseando una tarde por las
avenidas del Tiergarten, un hombre de luenga barba rubia y estirada figura
rematada por el monóculo, se detiene frente a mí, abre los brazos con
estupefacción y exclama:
–¡Menschenkind! ¿Sind sie Rojas Giménez?
–Ja wohl, mein Herr. ¿Und ihnen?
–¡Hombre, qué alegría! ¿No me reconoces?
En verdad, no lo reconocía. Aquella barba, aquel monóculo…
–¡Rafael, hombre, Rafael Silva!
Le di un abrazo, como el abrazo que debe darse a un resucitado.
Hilvanamos la conversación, llena de preguntas atropelladas que hilvanan
siempre dos hombres a quienes el tiempo y la distancia han mantenido largamente
separados.
–Y bien, dime qué haces en Berlín.
–Hombre es historia larga. No me preguntes. Vivo, estudio el piano…
Llevo aquí cuatro años sin ganar un pfennig. Hago gimnasia…
Yo lo observaba. ¡Cuánto había cambiado en cuatro años! Ya no era el
débil adolescente de las calles de Santiago. Ahora andaba erguido, con paso
seguro y firme. Y la barba, rubia, rizada, le daba un aspecto de Juan Bautista,
que no le estaba mal.
De pronto se detuvo y se despidió.
–Perdóname. Un asunto urgente. Te dejo. Ven a verme mañana temprano;
seguiremos charlando.
Me anotó su dirección y se fue. A la mañana siguiente fui a verle. La
dirección, según mis pensamientos, debía corresponder a alguna elevada
buhardilla en la que el piano y la cama no dejarían espacio para más de un
visitante. Por una ventana alta y pequeñísima entraría el aire estrictamente
necesario para los pulmones del morador. Y alguna mesa, de dudoso equilibrio,
haría las veces de comedor y despacho. La vida difícil de los artistas en las
grandes capitales me ha mostrado con frecuencia habitaciones de esta traza: el
cuarto de Acario Cotapos en New York; el taller de Lipschitz y la vivienda de
Marius André en París.
Friedrichstrasse con Unter den Linden, Berlín, 1925. |
Pero esta vez debía equivocarme. Rafael Silva vivía en un primer piso,
en una de las calles más céntricas de Berlín. Él mismo acudió a recibirme.
–Qué bien que hayas venido. Pasa…
Me introdujo en un salón. Era el estudio. Divanes, estantes colmados de
libros, cuadros, lámparas de enormes pantallas, bibelots, retratos de indescifrable dedicatoria. Preparó té,
encendimos cigarrillos y conversamos.
Del muchacho débil de Chile no queda en él sino el idioma. Y hasta el
idioma va transformándose, llenándose de vocablos extranjeros, haciéndose más
objetivo y preciso. En cuatro años en Berlín han variado sus fisonomías
espirituales y físicas. Como todos los latinos que se radican en tierra sajona,
ha pagado, primero, el tributo del choque de la raza. Luego, en la lucha por la
vida, entre estos hombres de vida fuerte, ha encontrado el provecho de una
escuela.
“¿Y quieres que te diga algo de mi vida?, dice. Como tú sabes, salí de
Chile hace cuatro años. Llegué a Alemania en plena inflación. Entonces, tener
un dólar en el bolsillo equivalía a poseer una fortuna. La existencia era
atrozmente difícil para os alemanes. En cambio los extranjeros se daban vida de
grandes duques. Con un peso chileno se podía pagar el arriendo de un mes en un
lujoso apartamento. Mis primeros quince días de Berlín los viví en un palacio.
Escalera de mármol, lacayos de librea buena mesa… todo, todo lo que la holgura
económica pueda proporcionarnos. Era el tiempo en que las vírgenes se ofrecían
al transeúnte por un puñado de monedas o por una invitación a comer…
“Una noche en un café de Unter den Linden, puse un dólar en las manos de
una niña de sorprendente belleza. ¡Si tú la hubieras visto! Se me echó al
cuello y me besaba las manos de alegría, loca de felicidad. Se llamaba Lenchen,
y hemos continuado siendo amigos.
“Las cosas cambiaron de la noche a la mañana; las finanzas germanas se
enderezaron, pero aquel dólar oportuno selló entre nosotros la amistad de una
vida.
“La inflación, la miseria, el hambre… Tú no podrías imaginarte el
aspecto de Berlín por aquellos días. Se especulaba con el cambio hasta en las
letrinas. Pero ya te digo, de la noche a la mañana todo varió de golpe. Gentes
que habían acumulado marcos papel en la esperanza de una alza repentina, y que
se creían multimillonarias, se encontraron de pronto con que no tenían un solo
pfennig.
“Mis economías habían desaparecido y la vida empezó a serme difícil.
Recuerdo haber pasado todo un invierno junto a las estufas del “Romanische
Café”, con el estómago vacío y mordiéndome las uñas. Tú sabes, la necesidad
aguza el ingenio y ms actividades se multiplicaron. Vendí gramófonos, por
cuenta de una casa mayorista. Vendí máquinas de escribir, cuadros antiguos,
cintas para sombreros, calcetines. Hice el intérprete para turistas españoles
en un hotel central. Por las noches leía las líneas de la mano entre los
clientes de los primeros cabarés que reabrían sus puertas pasada la tormenta de
la guerra. Y así, haciendo el vendedor ambulante, el comisionista, el mago… me
sostuve dos años. Ya en posesión del idioma, logré que me aceptaran como
comparsa en los talleres cinematográficos. ¡Cuántas veces, vestido de frac, con
el estómago vacío, tuve que sentarme frente a una mesa en la que humeaban
viandas de utilería! ¡Cuántas noches de inverno, después de haber posado ante
el objetivo, envuelto en suntuosos gabanes, salía del estudio sin tener un
sobretodo o una bufanda que me protegiera del hielo cortante de las calles,
camino de mi cuarto!
“¿Pensar en Chile? Sí, pensaba en Chile, pero no en el regreso. Para mí
la cosa es sencilla. O se queda uno en América bien alimentado el estómago y el
cerebro muriendo de inanición, o se templa el espíritu para correr todos los
riesgos en Europa a cambio de una vida intensa y verdadera. Yo he preferido
esto último, y tú también…
“Yo no volveré jamás a Chile, si no es por paseo. Chile es un país
hermosísimo. Pero los chilenos… Los chilenos tenemos dos características bien
definidas: el modito de andar “a lo pato” y la mala lengua, la intriga, la
maledicencia. Hace dos años reuní gente en mi casa para pasar la Noche de
Navidad. Cada uno trajo lo que pudo para presentar el inevitable árbol de
Pascua. Tuve que robar algunas ramas de pino en el Tiergarten. La noche se pasó
alegremente. Tótila Albert había traído su cítara y nos ofreció un concierto
estupendo. Entre los invitados había un solo chileno, un profesor que había
venido aquí en comisión gubernativa. Toda la noche se la pasó averiguándome
cómo hacía yo para vivir en un apartamento tan bien puesto. Tuve que confesarle
el secreto: el apartamento pertenecía a un amigo que andaba de viaje y yo
cuidaba la casa durante su ausencia. ¡Dos meses más tarde se decía en Chile que
yo me daba vida de príncipe, gracias a que mantenía un garito clandestino!”.
En el estudio de Rafael Silva he conocido a interesantes personalidades
del mundo artístico berlinés. Y en Chile a Rafael Silva nadie lo conocía, nadie
lo estimulaba, y para salir tuvo que reunir el dinero de su pasaje a costa de
grandes esfuerzos.
En los últimos dos años, ya asimilado a la vida de actividades incesante
que le rodea, ha podido dedicarse plenamente a sus estudios musicales. Ha dado
conciertos, en los que se le ha aplaudido y se le ha atacado. Es uno de tantos,
en fin, que estuvo a punto de ahogarse en nuestro ambiente rarificado, en el
que se pide a gritos a los concertistas que toquen el Danubio Azul, en el que
se silba a Eric Satie, se desconoce a Acario Cotapos, y se escucha con placer
la verborrea de conferencistas más o menos árabes o de poetas ramplones que
recorren América dedicando sonetos a las sociedades de beneficencia. Saliendo
de Chile, Rafael Silva ha ganado un ciento por ciento. Es el fenómeno
constante. Hay otros que salen y pierden la travesía, la aureola de latón que
lleva grabadas estas palabras: GRANDE HOMBRE, MUY PREPARADO. Frasecita que les
hizo fácil la existencia en la patria.
He conocido a muchos de estos últimos que pasean por Europa, de capital
en capital, de hotel en hotel, su aburrimiento y su vaciedad.
A los primeros, a los del viaje heroico, a los que han tenido largos
paseos desesperados a orillas del Sena, del Támesis o del Spree, les está
asegurado, cuando menos, el cielo ilimitado de la inteligencia. Y a los otros,
vueltos al marco dorado que aquí no encontraron, sólo les queda el comienzo del
cuento, a la hora del humo y de la digestión.
–“Una vez en Europa…” y no tienen qué contar.
Berlín, 1925
Esta crónica fue publicada en Chilenos en París en 1930. Esta versión está tomada de la reedición hecha en 2001 con prólogo de Jorge Teillier y que editara la Editorial Universitaria.
Las ilustraciones corresponden a:
- Retrato del autor: Memoria Chilena
- Stadtschloss de Berlín: Wikipedia
- Friedrichstrasse con Unter den Linden: www.croniknet.de
2 comentarios:
Excelente crónica. Sentí muy mía estas palabras: "Chile es un país hermosísimo. Pero los chilenos… Los chilenos tenemos dos características bien definidas: el modito de andar “a lo pato” y la mala lengua, la intriga, la maledicencia."
:D
Este texto es muy bueno. Lo malo es el escenario cultural que describe de Chile. Hemos cambiado mucho, pero en lo que denuncia, mantenemos lo sustancial.
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